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– Es algo así como la transmisión de pensamiento a larga distancia.

– Más o menos. Este problema no es nuevo. Hasta Sinclair escribió sobre él, aunque de una manera idealista. Nuestros científicos, por el contrario, hicieron importantes pruebas en este campo con bases científicas. Según ellos, el cerebro es como un receptor de microondas que capta, a cualquier distancia, el pensamiento, que se mueve en forma de ondas de longitud inconcebibles, mucho menor que el micrón. Cualquier individuo posee esta cualidad en estado embrionario. Sin embargo, si encuentra el cerebro-perceptivo, o sea, el receptivo a la inducción, es posible desarrollarla. Nuestros científicos realizaron experimentos con diferentes individuos y muchos pasaron la prueba, entre ellos yo.

Müller se sentó en el diván frotándose los ojos.

– ¿Acaso estoy durmiendo? No comprendo nada.

Por su rostro, comprendí el efecto de mi juego: casi creía. Ahora sólo había que quitar este "casi".

– ¿Has leído alguna vez sobre Cagliostro o sobre Saint-Germain? -inquirí, y su mirada vacía me dijo que no-. La historia no ha podido hasta ahora explicarse los secretos que rodearon su vida; especialmente la de Saint-Germain. Este conde, viviendo en el siglo XVIII, relataba sucesos que acaecieron en los siglos XII, XIII y XIV, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron. Lo consideraban brujo, astrólogo, etc., y lo llamaban el nuevo Ahasvero, y lo invitaban los monarcas a sus palacios. Podía augurar el futuro con absoluta exactitud. Nadie sabía quién era este individuo. Los historiadores eludían el problema con los despectivos: "charlatán", "descarado"…; pero sólo había que decir "telépata". Captaba el pensamiento del pasado y del futuro, como yo.

Müller callaba. Yo no podía saber en qué pensaba. ¿Quizás comprendía que yo estaba charlataneando? ¡Qué importa! Yo poseía una carta invencible e irrefutable: Stalingrado.

– ¿El futuro? -preguntó ensimismado-. ¿Quieres decir que tú puedes predecir el futuro?

"No se deben llevar las cosas muy lejos” pensé. “Müller no es un tonto y está acostumbrado a razonar de un modo realista".

– El tuyo no es difícil de predecir -respondí con perfidia a su astuta pregunta-. Tú mismo comprendes cuál es la situación que se presenta. Después de la batalla de Stalingrado, los guerrilleros y los miembros de las organizaciones clandestinas se esparcirán por todas las regiones. No vivirás hasta el verano, Müller, irrevocablemente morirás.

Sonrió maliciosamente torciendo la boca y aseveró:

– A pesar de todo, el dueño de la situación soy yo. También yo puedo predecir tu futuro; y sin telepatía. Un servicio por otro.

– Por lo visto, ésta es una conversación entre hombres -dije riéndome-. Podríamos cambiar el futuro: tú el mío y yo el tuyo.

Él levantó las cejas sin comprender.

– Bueno, abramos las cartas. Si tú me llevas, hoy mismo, adonde los guerrilleros, yo te garantizo la vida hasta el final de este mes. No te tocarán ni las balas, ni las granadas, nada.

Seguía en silencio.

Y continué:

– Sólo pierdes una cosa muy insignificante: mi vida; y ganas un dineraclass="underline" la tuya.

– Hasta fin de mes -dijo, riéndose sin ganas.

– Yo no soy todopoderoso.

– ¿Cuáles son las garantías?

– Mis palabras y mis pruebas. Las has visto y te has enterado de las cosas que sé.

Empezó a meditar en silencio y paseando su mirada distraídamente por la habitación. Después, sirvió en las dos copas el resto del coñac. Como no había probado bocado, estaba borracho, y sus manos temblaban cada vez más.

Levantó la copa y musitó:

– Bueno, entonces: ¡buena suerte! Brindemos.

– No deseo beber -le dije-. Necesito la cabeza clara y manos seguras. Dame un arma, aunque sea tu "Walter", y amárrame las manos ligeramente para liberarme con facilidad.

– ¿Y de qué modo te envío? Sabes que tengo jefes.

– He ahí. Envíame hacia los jefes de más rango por la selva.

– Tendrás que ir con el chofer y la escolta. ¿Te las arreglarás?

– ¿No lamentas a tu escolta?

– Sólo lamento el auto -respondió ceñudo.

– Te lo devolveré junto con el chofer. ¿Vamos?

– Bien.

Acercóse al teléfono y llamó.

Quedé sorprendido por la rapidez con que resolvió todo. No pasaron treinta minutos, cuando el "Opel Capitán" rodaba ya con nosotros por el camino cubierto de una capa fina de nieve. Sentado a mi lado, con su metralleta sobre las rodillas, estaba el escolta, un alemán flaco, de rostro malvado. Su maldad me inquietaba tanto como la promesa que le hice a Müller, pues el que prometía era yo y no el Grómov que aparecerá en mi sitio. Pero, ¿cuándo sucederá esto? ¿Y dónde? Debía hacer todo lo posible e imposible para mejorar la situación del desafortunado Jekyll en caso de aparecer en el auto.

Tiré de mis brazos amarrados en la espalda, y la cuerda se distendió aunque no del todo. Sólo necesitaba un pequeño tirón para que mi mano derecha, liberada, empuñara el acero pavonado de la pistola. Ahora sólo debía esperar, porque el sexto sentido, o quizás, el décimo sexto, me hizo prever el acercamiento de la extraña ligereza, el vértigo, y la sombra que apagaba todo: la luz, los sonidos y los pensamientos.

Y, efectivamente, así ocurrió. Aparecí frente a Zargarián, quien me quitaba en la oscuridad los captadores.

– ¿Dónde estuviste? -me preguntó, aún invisible.

– En el pasado, Rubén, por desgracia.

Suspiró ruidosamente, con pena. Nikodímov, ya visible, miraba la cinta sacada del container.

– ¿Calculó el tiempo, Serguéi Nikolaevich? -me preguntó. ¿Cuándo entró y salió de la fase?

– Entré por la mañana y salí por la noche.

– Ahora son las once y cuarenta minutos. ¿Coincide?

– Aproximadamente.

– Entonces hay un insignificante retraso en el tiempo.

– ¿Insignificante? -le pregunté riéndome con tristeza-. ¿Acaso veinte años son pocos?

– Cuando calculamos en milenios veinte años no es nada.

No me inquietaban los milenios, sino el destino de Serguéi Grómov, a quien abandoné hace un cuarto de siglo en un camino suburbano de Kolpinsk. Me figuro que él supo aprovechar su tiempo.

VEINTE AÑOS HACIA EL FUTURO.

El nuevo experimento empezó del modo habitual, como la visita a la policlínica. En vísperas del experimento, no me despedí de nadie, no reuní a mis amigos y no llegué al laboratorio acompañado de Zargarián en su auto, sino en el autobús.

Al entrar en la sala, Nikodímov, rápido como un rayo, me sentó en el sillón. No tuve tiempo ni de darle mi aprobación para la prueba. El tan sólo inquirió:

– ¿Cuándo empezaron las contrariedades la vez anterior? ¿A la tarde?

– Quizás. Ya en el camino empezaba a oscurecer.

– Los aparatos grabaron el sueño, después el aumento de la tensión nerviosa y, finalmente, el shock…

– Es exacto todo.

– Pienso que podremos ahora prevenir las complicaciones, si es que surgen -afirmó. En este caso, lo haremos regresar a su mundo psíquico.

– Era esto precisamente lo que no quería -dije-. Ya lo saben.

– Sí, lo sabemos; pero no queremos arriesgarnos.

Zargarián, que había aparecido en la habitación blanco como un fantasma, tronó con voz estentórea:

– ¿Y cuáles son los riesgos? ¿Quién está hablando de riesgos? Por un minuto de tu viaje, doy un año de mi vida. Esto no es ciencia, como cree Nikodímov, sino poesía. ¿Te gusta el poeta Voznesenski?

– Me agradan sólo algunas de sus obras -respondí.

Zargarián empezó a declamar:

"En horas del otoño… a través del bosque salpicado de hojas… furtiva y peligrosamente… vuelan hacia nosotros, como semillas…, destinos y nombres…"

Interrumpió la cita y preguntó:

– ¿Qué recuerdas de estos versos?

– Sólo: "furtiva y peligrosamente" -contesté.