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– Me reconoció -afirmó riéndose. ¡Ni la barba me ayuda!

– ¡Lo conocí por los ojos!

– ¡¿Por los ojos?! -preguntó asombrado-. ¡Pero si en las revistas y periódicos mis ojos no se distinguen bien! ¿Dónde me ha visto antes? ¿En los documentos científicos?

– ¿Sigue usted estudiando la física de los biocampos? -le pregunté con cuidado.

– Sí.

– Entonces no se asombre de lo que escuchará. Yo le mentí al decirle que estuve veinte años fuera de Moscú. En verdad, no he estado nunca en este Moscú. ¡Nunca! -Me detuve, esperando ver su reacción: él seguía en silencio, mirándome con creciente interés. Y agregué-: Además, yo no soy esta persona que usted está viendo. Soy un viajero de otro mundo. El fenómeno es, seguramente, muy conocido por usted.

– ¿Ha leído mis libros? -inquirió desconfiado.

– Por supuesto que no. En nuestro mundo todavía no los ha publicado, porque allá estamos veinte años en el pasado.

Zargarián saltó de la silla.

– Un momento. Sólo ahora he comprendido. ¿Quiere decir que usted es de otra fase? ¿Es así?

– Exacto.

Quedó en silencio, absorto, y dio un paso atrás. La mitad de su cuerpo fue cubierta por la cortina luminosa de agua. Al reaparecer, se sentó de nuevo en la mesa, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su inquietud. Su rostro empezó a brillar, y en este brillo, se insinuaba el asombro del hombre que ve por primera vez un milagro; la alegría del científico al notar que este milagro se realiza ante sus ojos y la suerte del científico al saber que es capaz de tales milagros.

– ¿Quién es usted? -preguntó al fin-. ¿Cómo se llama y cuál es su profesión?

Me reí y apunté:

– Es extraño hablar en nombre de dos personas, pero no me queda otra alternativa. El nombre es el mismo, aquí y allá. No tengo ningún título, soy una persona corriente. En lo que respecta a la especialidad, aquí soy profesor-cirujano, en tanto que allá soy periodista. Y, como es natural, allá soy veinte años más joven, al igual que usted.

– ¡Qué curioso! -musitó, mirándome con atención inefable. Podía esperarlo todo menos esto. Yo, que he lanzado gente más allá de los límites de nuestro mundo, nunca había soñado encontrar aquí a tal huésped. Pero es natural, porque la materia es idéntica en todas las fases. -Y agregó riéndose-: Y yo estoy aquí y allá, y nos enviamos mutuamente mensajeros. ¿Y quién realizó el experimento?

– Nikodímov y Zargarián -respondí maliciosamente, preparado para otra sorpresa; pero él sólo indagó:

– ¿Cuál Nikodímov?

– Pável Nikítich. ¿Acaso no fue él quien hizo el descubrimiento? ¿No trabaja usted con él?

– Pável murió hace once años sin granjearse fama. De hecho, éste es su descubrimiento. Lamentablemente, los primeros éxitos con los biocampos se lograron mucho más, tarde. Yo llegué al problema por otros caminos, pues soy psicofisiólogo. Su hijo y yo hicimos los experimentos.

Ignoraba que Nikodímov tuviera un hijo. Por lo demás, existía seguramente sólo aquí. Él continuó:

– Pero ustedes son más afortunados que nosotros -apuntó pensativo, pues comenzaron antes. Dentro de veinte años, conseguirán más de lo que conseguimos nosotros. ¿Es este el primer experimento?

– No, el tercero. Primeramente estuve en mundos cercanos y muy semejantes al nuestro; después más lejos, en el pasado; y ahora en el futuro.

– ¿Y qué significa cercanos y lejanos? -inquirió sarcástico-. ¡Qué terminología tan ingenua!

– Supongo -afirmé vacilante- que los mundos, o como usted dijo, las fases, que tienen una diferencia de tiempo mayor en relación a nuestra fase están… más lejos de nosotros que los coincidentes…

Su carcajada me interrumpió.

Luego, apuntó:

– ¡¡¡Más cerca o más lejos!!! ¿Y así lo explican? ¡Qué niños!

Me sentí ofendido al pensar en mis dos amigos. Mi Zargarián, en todos los aspectos, era mejor que éste.

– ¿Acaso la cuarta dimensión no tiene extensión? -balbuceé-. ¿Acaso es errónea la teoría de la multiplicidad ilimitada de sus fases?

– ¿Por qué cuarta? -inquirió colérico. ¿Y si es la quinta o la sexta? Nuestra teoría no determina su orden y dirección en el espacio. ¿Y quién le dijo que la teoría era errónea? Sólo limitada. La expresión "multiplicidad infinita" no se debe interpretar al pie de la letra, así como tampoco "la infinitud del espacio". Esto lo sabían ya sus contemporáneos. Aun en aquellos tiempos, la cosmología relativa excluía la oposición: finito-infinito.

»Comprenda esta cosa simple: el infinito y el finito no se excluyen, sino que se ligan intrínsecamente. ¡Se ligan intrínsecamente! -exclamó desaforadamente, y se rió mirando mis ojos vacíos. Luego, agregó-: ¿Qué? ¿Es muy complicado? Así como esto, es de complicado explicarle qué campo está "más cerca" y cuál está "más lejos". Yo podría trasladar su biocampo a un mundo contiguo que nos haya adelantado en cien años; pero no podría determinar geométricamente, dónde se encuentra, si cerca o lejos. -Se detuvo, como si su pensamiento lo hubiese hecho pensar en otra idea. De pronto, exclamó-: ¡No es una mala idea!

– ¿Cuál?

– ¿Quiere ir más lejos en el futuro?

– No comprendo.

– Ahora comprenderá. En mi laboratorio, podría desconectar su biocampo y trasladarlo a otra fase. ¿Qué me dice?

– Por ahora nada. Estoy meditando.

– ¿Tiene miedo? ¡Pero si el riesgo es el mismo! Además, como en su mundo, Ud. tenía cuarenta años y no sesenta como ahora no tiene por qué preocuparse de su corazón: está en regla, de otro modo no lo hubiesen utilizado en el experimento. Yo, con pasión, hubiera tomado su lugar de haber sido posible; mas no valgo para eso. Usted no sabe lo difícil que es encontrar un cerebro-inductor con una tensión tan fuerte en su campo.

– ¿Y todavía no lo han encontrado?

– Sí. Tres en diez años. Usted es el cuarto. Pero usted ha tenido mucha más suerte. Le prometo una excursión interesante: en ella podría encontrar hasta a sus descendientes. Digamos, un salto de cien años hacia el futuro. Bueno, ¿y qué? ¿Qué es lo que lo desconcierta?

– Mi biocampo. ¿Y si lo pierden?

– ¿Quiénes?

– Mis amigos.

– No lo perderán. Primeramente, lo haré regresar a su mundo, allá estará por unos minutos, después llegará a otro. No se asuste, no habrá explosiones, erupciones, ni irradiaciones. Por lo demás, vuestros aparatos registrarán todo. ¿Volamos?

El se levantó de la mesa.

– ¿Y no almorzaremos?

– Almorzaremos después. Yo aquí, usted en el futuro.

Tras pensar que no tenía nada que perder en el experimento, afirmé levantándome:

– ¡Volemos!

UNA LEJANA ESPERANZA

Repetí la expresión de Zargarián maquinalmente, sin sospechar que justamente íbamos a volar. Primero nos elevamos al techo del edificio en veloz ascensor, allí entramos en un taxi-helicóptero y partimos hacia Yugo-Zapad ojeando los techos de Moscú.

Este panorama de Moscú hacia fin de siglo, no lo olvidaré jamás. Constantemente me decía que no era el Moscú en el que había nacido y crecido, separado de éste por la frontera invisible del espacio-tiempo y por veinte años de construcciones gigantescas. Pero mis ojos me afirmaban lo contrario, porque también en mi Moscú se desarrollaban las construcciones con este mismo ritmo. Esto quería decir, que aún en nuestro mundo se levantaría una ciudad tan bella como ésta, o quizás más bella.

Parecía como si un mago con un proyector de cine reprodujera ante mis ojos cuadros asombrosos del futuro. Escudriñaba cada región, buscando detalles que me recordaran a mi Moscú, alegrándome como un niño al divisar lugares conocidos de mi ciudad, y conmoviéndome al saber que estaban en este nuevo Moscú. Todo lo conocido surgía ante mí: el Palacio de los Congresos; las cúpulas áureas de las iglesias del Kremlin; los puentes a través del río Moscú; el Bolshoi, de juguete desde el aire, la universidad Lomonósov y el estadio Luzhnikí. Otros altos edificios de mi ciudad, se perdían quizás en el alto bosque granítico, o simplemente no existían. La ciudad vertía sus construcciones más allá de la carretera circular que la rodeaba, como en nuestro mundo, y por ella se arrastraban máquinas pequeñas y ágiles, como hormigas.