¿QUIÉN ES JEKILL Y QUIÉN HIDE?
También en este mundo, tenía Galia un carácter firme. Tras unos minutos, se tranquilizó.
– Espero que no nos dediquemos a hablar de ciencia ficción en presencia del chofer, -musitó a mi oído, cuando nos acercábamos al taxi.
– ¿Crees que es una ciencia? -inquirí sin poder contenerme.
– ¡Quién sabe!
En su rostro no había nada que pudiese inquietarme. Se conducía como cualquier mujer inteligente: ojos atentos, interés respetuoso hacia el interlocutor -cuando no aburría-, coquetería inconsciente y jocosidad.
– ¿Por qué tienen ustedes la estatua de Pushkin en el centro de la plaza? -le pregunté, al pasar por delante.
– ¿Y dónde la tienen ustedes? -quiso saber Galia.
– En el bulevar.
– Mientes en todo. También mentiste al hablarme del registro civil. ¿Y por qué salimos precisamente hace seis años para el registro civil?
– El destino, Galia, el destino -respondí con una sonrisa en los labios.
– ¿Dónde estaba yo hace seis años? -se interrogó pensativa-. ¡Ah! Estuve en Odessa, en primavera.
– Y yo también.
– Mientes. Tú no fuiste con nosotros.
– Aquí no fui con ustedes, pero allá sí.
– ¡Qué ex-tra-ño! -profirió silabeando y, mirándome ceñuda, agregó-: Sin embargo, no parece que estés enfermo.
"Qué agradable es escuchar tales palabras" quise decirle, pero no pude pues una ráfaga negra golpeó mi rostro.
Todo se oscureció.
– ¿Qué te pasa? -oí el grito de Galia asustada. Y, con palabras precipitadas e inquietas, prorrumpió:
– Deténgase en cualquier, lugar, ahí en la acera. Él se siente mal…
…Abrí los ojos. En el automóvil flotaba aún la niebla. A través de ella vi el rostro de una mujer.
– ¿Quién eres? -pregunté con voz ronca.
– ¿Te sientes mal, Seriozha?
– ¡Galia! -exclamé asombrado-. ¿Por qué estás aquí?
Ella no contestó.
– ¿Te ha ocurrido algo en el bulevar? -pregunté mirándola.
– Sí -respondió Galia-. Hablaremos luego de eso. ¿Qué quieres ahora? ¿Un médico? ¿O tienes fuerzas para seguir a tu casa?
Me desperecé, y, agitando la cabeza para despejarla, me enderecé en el asiento.
Mientras recorríamos la ciudad, le contaba a Galia de mi caminata por el bulevar Tverskói, de cómo me dio vueltas la cabeza y de cómo luché mentalmente conmigo mismo en aquella niebla color lila.
– ¿Y después? ¿Qué pasó después? -preguntó Galia interesada.
Yo, indeciso, me encogí de hombros.
– ¿No recuerdas?
– No, no recuerdo.
A decir verdad, no recordaba nada. Sólo después, al llegar a casa, supe, por boca de Galia, lo que había ocurrido en su habitación.
– Fue un delirio -le dije.
Galia, amante de los términos precisos, enmendó:
– Fue un delirio muy consecuente y lógico, como en un papel bien ensayado. Así no se delira. Por lo demás, el delirio es síntoma de alguna enfermedad y tú no parecías estar enfermo.
– ¿Y qué crees que fue el desmayo en el bulevar? -objetó Olga, entrometiéndose en la conversación-. ¿Y en el taxi?
Ella, como era doctora, buscaba una explicación medica; pero Galia seguía dudando:
– Bueno, ¿qué tenía él entre estos dos desmayos?
– Una especie de sonambulismo -respondió Olga.
– ¿Qué? ¿Acaso crees que soy un sonámbulo? -dije ofendido.
– Si esto es un sueño, es demasiado real -preciso Galia burlonamente.
– Además el sueño lo vimos nosotras y no él. A propósito de sueños, ¿todavía los ves?
– Pero, ¿qué tienen que ver los sueños con esto? -rezongué-. Yo me desmayé, y no vi ningún sueño.
Sabía muy bien que Galia no trataba de mistificar. En vista de esto, su relato sobre mis aventuras en estado de sonambulismo -así explicaban mi conducta-, me intranquilizó profundamente. Yo no podía encontrar una respuesta lógica a todo lo ocurrido, porque nunca me había desmayado ni paseado por las cornisas de los edificios en noches de luna, y jamás había perdido la memoria.
– ¿Quizás estaba hipnotizado? -dije.
– ¿Y quién te hipnotizó?, -preguntó Olga, ceñuda-. ¿Y dónde? ¿En la redacción? ¿En el bulevar? ¡Es absurdo!
– Sí, es absurdo -acepté confundido.
– ¿Y no escribes tú, por casualidad, aventuras de ciencia ficción? -preguntó Galia inopinadamente-. Lo que dijiste sobre la multiplicidad de los mundos me ha interesado mucho… Sabes, Olga -dijo ella riéndose-. Existen dos mundos contiguos y semejantes, en el espacio. Aquí y allá existe Moscú. Aquí y allá existe Serguéi Grómov. Pero allá, no existes tú; allá él está casado conmigo.
– ¡Ah! Lo esotérico se ha vuelto claro -afirmó Olga riendo. Y, naturalmente, el sonámbulo es el huésped del otro mundo con la fisonomía de Seriozha.
– Él me lo aclaró así: Moscú es como éste, sólo que un poquito diferente. Aquí, la estatua de Pushkin está en la plaza, allá, en el bulevar. Cuando escuché esto, casi me desternillé de risa.
Olga quedó pensativa.
– ¡Ah! ¿Sabes lo que podemos suponer? -dijo animada. Ella trataba de encontrar una explicación lógica, como yo-. Escuchen esto. ¿Sabía Seriozha que la estatua fue trasladada del bulevar a la plaza? Sí, lo sabía. Bueno, entonces, ¿por qué no pensar que este conocimiento grabado en su cerebro determinó el surgimiento del delirio? Vemos aquí la excitación, la señal y, como resultado, el mito sobre los mundos contiguos y semejantes.
Estos razonamientos me provocaban sólo indignación.
– Estoy harto de oírlas. Lo presentan todo como si fuera una variante de la novela de Stevenson: doctor Jekyll y mister Hide. Pero, ¿quién es Jekyll, y quién Hide?
– ¿Quién?
– Está claro, quién es quién -prorrumpió Galia-. Tú mismo, por supuesto, no te vas a acusar.
– ¿De quiénes están hablando? -preguntó Olga, sin comprender aún.
– Olga -le respondí-, agentes desconocidos del imperialismo internacional me lanzaron en avión.
– ¡Bah! Estoy hablando en serio.
– Yo también. Hubo un escritor inglés llamado Stevenson y sus libros han sido leídos por todos los jóvenes… hasta por los médicos. Para los galenos, a propósito, este cuento del cual hablo es casi un manual de psiquiatría, pues Jekyll y Hide son en realidad una misma persona. En ella convergen la bondad elevada a la quintaesencia y la maldad rayana en lo absurdo. Gracias a su elixir, el magnánimo Jekyll se transforma en el canalla Hide. ¿Está claro? -pregunté dirigiéndome a Galia.
– Sin lugar a dudas, Seriozha. Regístrate los bolsillos, posiblemente Hide dejó algo al transformarse.
Hurgué en mis bolsillos, y lancé a la mesa un paquete de tabletas para el dolor de cabeza.
– Posiblemente esto. Yo no he comprado troichatka.
– ¿No se la pusiste tú? -le preguntó Galia a Olga.
– No. Seguramente la compró él.
– Yo no he comprado nada -objeté furioso-. Hace mucho que no he visto una farmacia.
– Quiere decir, que esto lo dejó Hide. ¿Y no dejó otras huellas?
Maquinalmente introduje mi mano en el bolsillo del pecho.
– Un momento. La libreta de apuntes no está en su sitio -saqué mi libreta y la abrí-. Aquí hay algo escrito. ¿Dónde estarán mis anteojos?
– Dámela -pidió Galia, tomando de mis manos la libreta y, tras arrancarle una de las hojas, leyó en voz alta:
– "Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante". Hasta señaló que era muy importante -agregó riendo-. Y yo, naturalmente, tengo el apellido Grómova. Ya les dije que el delirio era muy lógico.
– ¿Y quién es Zargarián? -inquirió Galia con curiosidad-. Yo conozco sólo a Nikodímov, un físico, y, a propósito, bastante eminente. Sin embargo no trabaja en el Instituto del Cerebro sino en el de Nuevos Problemas Físicos.