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En tanto que estos pensamientos me daban vueltas por el cerebro, Zargarián se esforzaba en comunicarse con alguien por teléfono.

– ¿Pável Nikítich? Soy yo, Zargarián. ¿Te quedarás en el instituto por mucho tiempo? Maravilloso. Ahora mismo te llevaré a un compañero. Sí, está aquí conmigo. ¿Que quién es? Ni te lo imaginarías. Es aquél con quien soñábamos durante todos estos años. Con lo que me contó, se corroboran todas nuestras conjeturas. ¡Todas! Difícil es figurárselo. La cabeza me da vueltas. No, no estoy borracho; pero pronto lo estaré. Por ahora vamos para allá. Espéranos.

Colocó el auricular y se volvió hacia mí:

– ¿Sabe usted lo que representa un refractor para un astrónomo? ¿O un microscopio electrónico para un virólogo? Eso mismo es usted para mí. Más bien, para nosotros, para Nikodímov y para mí. Le haré a Zoia un regalo suntuoso, pues ella me regaló a usted. ¡Vamos!

Me quedé sentado sin comprender nada:

– Espero que usted no me inyecte, ni me opere -balbuceé, como el paciente frente al cirujano-: ¿No me va doler?

Zargarián, con satisfacción, se echó a reír. Luego, con el acento de un comerciante oriental, apunto:

– ¿Por qué le va a doler, querido amigo? Solo se sentará en un sillón, dormirá unas horitas y mirará sus sueños, como en el cine. -Y agregó en otro tono-: Vámonos Serguéi Nikoláevich! ¡Lo llevaré al instituto!

EL LABORATORIO DE FAUSTO

El instituto estaba al lado de la carretera, en un robledal que parecía un bosque de cuento de hadas en la noche oscura y huérfana de estrellas. Los arbustos que parecían gnomos, los árboles copudos, y los tocones negros tras la cuneta, sobresalientes entre la hierba como fierecillas insólitas, formaban una sombra romántica y algo siniestra. Pero en lugar de la isla de las fábulas, al final de la avenida de asfalto se levantaba una torre cilíndrica de diez pisos, cuyas ventanas parpadeaban como si tras ellas alguien estuviese conectando y desconectando proyectores.

– Es Valerka Mlechin -apuntó Zargarián al atrapar la dirección de mi mirada-. Pero no es en nuestro laboratorio. El nuestro se encuentra del otro lado.

Un ascensor veloz nos condujo hasta el décimo piso y, al salir, el piso movible de un corredor circular nos arrastró hacia delante, lenta y silenciosamente, a la velocidad normal de un elevador.

– Se conecta automáticamente, cuando uno sale al corredor -aclaró Zargarián-, y se desconecta al apretar con los pies estos reguladores mates.

Las losetas blanco mate, sobresalientes e iluminadas por dentro, estaban diseminadas cada dos metros a todo lo largo del corredor, encima de una cinta plástica. Pasamos flotando ante puertas blancas de dos hojas con grandes números indicadores. En la puerta número doscientos veinte, Zargarián presionó el regulador, deteniendo el piso movible. Abrimos la puerta y entramos a una habitación grande muy iluminada.

Zargarián, empujándome a un sillón, aconsejó:

– Abúrrase durante diez minutos, mientras hablo con Nikodímov. Así evitará repetirlo todo de nuevo, y, al mismo tiempo, me dará la oportunidad de contárselo a Nikodímov de un modo más profesional.

Se acercó a la pared; ésta se dividió por el medio dejándolo pasar y se cerró. "Células fotoeléctricas" -pensé-. A mi entender, la instalación del instituto llenaba las exigencias actuales relativas al confort científico. Kliónov se extasiaría con sólo la descripción de uno de estos corredores; no en vano me prometió toda clase de ayuda; "pon mi espíritu y mi cuerpo".

En la habitación donde esperaba a Zargarián, no había nada que llamase la atención, a excepción de las paredes corredizas. En ella veíanse una mesa de escribir moderna con patas niqueladas, con tapa de plexiglás; una caja fuerte abierta incrustada en la pared semejante a un horno eléctrico; una luz de origen desconocido; y un diván esponjoso. "Aquí pasan la noche cuando se retrasan" -me dije-. A lo largo de la pared se amontonaban las pilas de cintas amarillas y semitransparentes, en las que se notaban líneas gruesas y dentadas, como en los cardiogramas. El suelo plástico y de color le daba a la habitación una elegancia superflua; y los estantes hechos del mismo plástico, abarrotados de libros y diagramas, le devolvían su seriedad y austeridad perdidas. En un diagrama de la corteza policromada del cerebro salían flechas metálicas terminadas con inscripciones en latín y griego. Otro diagrama mostraba simplemente un haz de líneas metálicas incomprensibles, donde se leía: "Corriente biológica de un cerebro durmiente". Adjunto a él, había una hoja de papel escrita a máquina con el texto: "Duración y profundidad de los sueños. Investigación realizada en el laboratorio de la Universidad de Chicago".

Los libros de los estantes estaban en desorden, amontonados unos sobre otros en anaqueles movibles. "Por lo visto los utilizan mucho" pensé. Tomé uno en mis manos: era una obra de Sorojtin dedicada a la atonía de los centros nerviosos. A su lado se encontraban folletos y libros en diferentes lenguas. Según pude notar, todos informaban sobre la irradiación de la excitación e inhibición. En otro estante mis ojos chocaron con un libro del propio Nikodímov. Había sido editado en Inglaterra y llevaba como título: Los principios de la codificación de los impulsos distribuidos en la cabeza y en la región cortical del cerebro. Y, nunca como ahora, lamenté tanto la insuficiente preparación de los periodistas, incapaces de comprender, aún aproximadamente, los grandes procesos que se desarrollan en las ciencias.

En este instante, la pared se corrió y, a través de la rendija, llegó la voz de Zargarián:

– ¡Serguéi Nikoláevich! ¡Por favor, pase!

La habitación en la cual entré era un laboratorio de fulgurante acero inoxidable y níquel. Cuando mi mirada empezaba a buscar objetos, Zargarián, activo e impaciente, me presentó a un individuo maduro de barbita castaño y plata a lo mosquetero. Los cabellos, del mismo color, excedían del largo normal en nuestros científicos, dándole cierto parecido a un profesor de violín o de piano. Tan sólo por su encorvada nariz podía confundírsele con un pájaro de mal agüero; sin embargo, este rasgo me hizo recordar más bien al Fausto de Goethe, tal como lo vi hace años en un espectáculo de provincia.

– Mucho gusto, soy Nikodímov -me dijo y sonrió al atrapar mi mirada escudriñadora hacia todos los lados-. No mire tanto, de todas maneras no comprenderá nada. Además, aquí no hay nada interesante, sólo condensadores y conmutadores. Esto que ve aquí, es una pantalla para fijar los campos; naturalmente, en sus diferentes fases. Podrá notar que esto es un embrollo de enchufes, palancas y manivelas. Tal como en Maiakovski, ¿no es así?

Miré de soslayo el sillón situado tras la pantalla, sobre el que pendía algo parecido al casco de un cosmonauta y hacia el cual convergían cables multicolores.

– Lo asustó -afirmó Nikodímov, guiñándole un ojo a Zargarián-. ¿Y qué tiene de raro? Es un sillón como otro cualquiera.

– Espera -prorrumpió Zargarián regocijado-. No le expliques nada, déjalo pensar. Se parece al sillón de una barbería; pero no hay espejos alrededor. ¿Y no es el de un dentista? No, porque no está el torno. Pero, ¿dónde puede encontrarse un sillón así? ¿En un teatro? No. ¿En un cine? Tampoco. Entonces, ¿en un avión, en la cabina del piloto? ¿Pero dónde está el timón?

– Se parece a una silla eléctrica -le dije.

– ¡Por supuesto! Es una copia exacta.

– ¿Y el casco? ¿También me lo pondrán?

– ¿Por qué no? La muerte le llegará a los dos minutos -afirmó con malignidad en sus ojos-. La muerte clínica. Luego, lo resucitaremos.

– No lo asustes -le dijo Nikodímov, y se volvió hacia mí-: ¿Es usted periodista?

Afirmé con la cabeza.

– Entonces -agregó-, le ruego que no escriba ningún artículo relacionado con nuestros experimentos. Todo lo que usted aprenderá aquí, todavía no ha madurado para la publicación. Por lo demás, los experimentos pueden resultar un fracaso, en cuyo caso, ni usted vería nada, ni nosotros sabríamos nada. Pero cuando hayamos terminado, le haremos participar de nuestro trabajo. Se lo prometo.