Se quedó en silencio durante un largo rato. No dejaba de mirarme. Tuve que hacer un esfuerzo para sostenerle la mirada y para no revolverme en mi asiento. Por fin suspiró y dijo:
– Hmm… Me parece que tendré que consultar este asunto con el ministerio de Negocios NExtranjeros. El señor Baudouin es muy celoso de sus prerrogativas y yo no quisiera excederme en las mías. Bien. Déjeme unos días y le contestaré.
Ninguno de los dos sabía que aquella misma tarde los ingleses bombardearían la flota francesa en Mers-el-Kébir (el puerto de Oran, para entendernos) y que aquel desastre tendría paralizada de furia a toda Francia (para satisfacción de Laval, añadiría yo días después cuando se lo explicaba a mi grupo de amigos). Por esta razón, pasaron al menos dos semanas hasta que Dominique me convocó de nuevo.
Creo que Mers-el-Kébir fue uno de esos tournants de la guerre, uno de los giros dramáticos de una situación que ocurren en tres o cuatro momentos clave y que imprimen un giro de 180 grados al curso lógico de los acontecimientos.
El gobierno de Pétain había creído que el armisticio lo ponía a salvo de cualquier contingencia bélica, como si la guerra no hubiera ido con ellos. Ya está. Se hubiera dicho que, según lo entendían los franceses, la rendición no significaba más que quedar al margen de las hostilidades (se entiende que aparte de las que les costaron la derrota), como si de pronto su territorio hubiera sido trasladado a las antípodas: un país entero e incólume que se ha ahorrado las batallas, cuya administración funciona como en tiempos de paz, cuya armada está quieta en puertos de la Francia de ultramar, esperando sólo a que se acabe todo este pasajero drama para recuperar la plena normalidad. Pero, vaya, resultó que Churchill, ¡el amigo de Francia que apenas unos días antes les había propuesto la unión de los dos países!, no lo vio así. ¡El traidor!, exclamaban todos. Menuda ceguera: Churchill no era ningún traidor ni por supuesto ningún idiota y supo que la flota francesa tardaría poco en ser utilizada por Alemania. La menor excusa habría servido para que los nazis se adueñaran de los buques de guerra franceses y los emplearan contra Gran Bretaña.
– Pero vamos a ver -interrumpió el Flaco Barrantes-, ¿me está usted diciendo que Francia no llegó a cornprender que Inglaterra no permitiría que la flota quedara entera?
– Eso es justo lo que estoy diciendo.
– Son idiotas -sentenció el Flaco.
– No, Flaco, yo creo que las situaciones de catástrofe nacional tienden a obnubilar el entendimiento. Se acaba no comprendiendo nada y se pierde la capacidad de juicio.
– Pero estas cosas no se hacen sin un ultimátum previo -dijo el ministro Luis Rodríguez que era el experto en cuestiones de derecho internacional-. Los ingleses, que tienen un alto concepto del fair play, no actuarían de ese modo, sin previo aviso, con tanta alevosía. Sería un escándalo.
– Eso pienso yo también -contesté-, y me parece seguro que tuvo que haber un ultimátum, algo del estilo: o me manda usted la flota a puertos ingleses para que se una a la guerra contra Hitler o se la hundo, algo así, ¿no?
– Pero eso no es un ultimátum. Eso es…
– … un ultimátum, querido -insistí-. Qué va a ser si no. Un ultimátum es la última opción, aunque la velocidad con la que se aplica depende de la confianza en sí mismo que tiene el que lo propone, ¿no?
– Se dice pronto. ¡Dos mil muertos! -exclamó Cifuentes el panameño.
Me gustaría poder decir que la noche del 5 al 6 de julio telegrafié un despacho a los periódicos latinoamericanos explicando lo que había ocurrido, pero mentiría. En primer lugar, porque ni siquiera tenía aún la condición de corresponsal; y cuando la obtuviera, tampoco sería un corresponsal de guerra, puesto que en Vichy vivíamos en paz. Por otra parte, la confusión en Francia era total desde que las radios habían dado la noticia el 4 por la noche y podían palparse la desolación y la rabia en la población de la capital desde que la prensa había recogido el desastre en las primeras ediciones del 5. En mi descargo añadiré que nunca se da uno cuenta de la importancia de cualquier acontecimiento hasta que lo puede analizar con cierta perspectiva temporal; puede que un buen periodista, sí. Pero para un político o para un simple diplomático, sólo lo ocurrido confirma los temores de días atrás.
¿Cómo íbamos a saber nada? Por mucho que viviéramos en un lugar alejado de la batalla, estábamos en guerra. Y en las guerras se sufre, hay muertos, hay destrucción sin cuento. Información, no. Era lo que correspondía. Nadie podía lanzarse al análisis político de lo que no comprendía y sobre lo que, por supuesto, nadie revelaba nada, nadie explicaba nada, nadie siquiera propalaba las versiones más favorables. Eso vendría mucho más tarde. Sólo muchos meses después, hacia fin de año, empezaron a aparecer por Vichy incontables oficiales de Marina pavoneándose con sus rutilantes uniformes, conscientes de ser los únicos que no habían sufrido derrota en esta guerra porque no habían podido entrar en combate: unos miserables traidores les habían hundido los barcos antes de que pudieran lanzarse a la batalla (doblemente traidores puesto que los marinos de guerra del mundo se consideran miembros de una hermandad antes que pertenecientes a los ejércitos de un país cualquiera y están habituados a tratarse con decencia y galanura). Lo que era peor para los marinos franceses: ni siquiera habían tenido el orgullo de poder irse a pique con sus unidades como el comandante Langsdorff el 17 de diciembre de 1940 al hacer volar por los aires el acorazado Graf von Spee en el puerto de Montevideo. «¡Quia! Los pilló tomando whiskies en el bar del country club», dijo Flaco.
Me parece recordar que no fue hasta finales de aquel verano de 1940 cuando empecé a ver confirmados mis presagios sobre lo que de verdad estaba pasando en toda esta lamentable historia.
Mientras tanto, por lo que a nosotros se refiere, bastante teníamos con sobrevivir y contar las minucias de las que éramos testigos.
Durante muchas semanas, por otra parte, nos tendría en vilo a todos la aparición en Vichy de mademoiselle Marie Weisman.
La forma algo apremiante con que llegó a manos de Mme. Letellier la solicitud de ayuda para Marie Weisman fue típica de los tiempos confusos que se vivían en Europa durante el estío de 1940 y, en cierto modo, de la complicidad inevitable entre gente que, perteneciendo al mismo bando (y, por descontado, a la misma clase social), estaba en conciencia obligada a prestarse un servicio solidario.
Desde luego, en momentos menos angustiosos, la petición no habría sido tan directa, sino que habría ido por vericuetos más lentos y más llenos de los circunloquios propios de la buena sociedad francesa.
Chálons-sur-Marne,
7 de julio de 1940
Querida Mme. Letellier:
Le pongo esta carta para plantearle una cuestión que sé severa y nada fácil de atender. Es un favor especial que me pide mi madre y, aun a riesgo de molestarla a usted de modo muy impertinente, me veo en la obligación de hablarle de ello. Ayer mismo estuve en Vichy y lamenté no poderla visitar para tratar el tema directamente con usted. Las obligaciones de Estado del pobre secretario general de la Prefectura de la Marne, una región directamente afectada por las pasadas hostilidades, me quitaron el placer de una chaña distendida con tan encantadora Amiga. Pasé con el señor Mariscal más tiempo del que mi humilde rango merece y hube de regresar inmediatamente a Chálons a cumplir con sus instrucciones.
Una gran amiga de mi madre, Blanche de Weisman, vive en París con su única hija, Marie, una joven y brillante licenciada en ciencias políticas. Conozco a Marie desde que era muy pequeña y aunque hace años que no la veo, sé que se ha convertido en una agradable señorita.