Mme. Weisman quiere que Marie se vaya de París, lejos de los peligros y ahora de la inmoralidad escandalosa que acechan a cualquier joven y cuánto más en una capital que, además de no ser normalmente un ejemplo de austeridad y buenas costumbres, padece de la confusión impuesta por un ejército extranjero. Como es una madre muy activa, ha conseguido que sus amigos en la Agencia de Noticias Havas destinen a Marie como corresponsal de varios diarios suizos y americanos (no sé muy bien cuáles) en Vichy. He obtenido para ella un salvoconducto, de tal modo que no tenga dificultad en llegar a la Zona Libre.
Sé que desde la instalación del Gobierno del señor Mariscal en Vichy, la cuestión de la vivienda se ha puesto particularmente difícil. Ésta es la razón por la que acudo a usted, querida Amiga. Mis servicios han intentado conseguir habitación para Marie en algún hotel, pensión o casa familiar mínimamente digna, pero les ha sido imposible. Me pregunto si Usted le daría cobijo, lo que, además, tendría la virtud enorme de significar que Marie está protegida y vigilada por una persona tan bondadosa, moralmente digna y de tan excelente educación como Usted.
Recuerdo con particular afecto nuestro último encuentro en París y la muy divertida velada que pasamos junto con su encantador grupo de amigos.
Desde ahora agradezco cuanto pueda hacer por Marie, a quien he recomendado que acuda a visitarla en cuanto llegue a Vichy.
Reciba, querida Amiga, la expresión de mis sentimientos más distinguidos. Con la amistad de
Rene Bousquet,
Secretario General de la Prefectura.
– ¡Periodista! -exclamé-, esta joven muchacha es periodista.
– Sí, eso parece -contestó Mme. Letellier.
– Entonces creo que podré ayudarla en sus primeros pasos en esta profesión.
– ¿Pero, cher de Sá, no es usted diplomático?
– Sí, sí, naturalmente que sí, pero los cambios políticos, la guerra, provocan extrañas desviaciones en la ocupación de las personas…
– Ya, claro -dijo Mme. Letellier con tono de duda-, así son las cosas.
– Pero volvamos a la joven periodista… Se diría que ha encontrado un formidable valedor en monsieur Bousquet, ¿verdad?
– Ah, querido de Sá -me confió Mme. Letellier-, monsieur Bousquet es un excelente amigo. Un joven encantador… y con un gran futuro. No sabría negarle cuanto me pide. Además, lo hace por su madre. ¡Qué hijo tan bueno! ¿Sabe usted que es un verdadero héroe?
– Non, madame, algo he oído, pero… -contesté.
– Pues sí. Hace unos diez años, en unas inundaciones terribles provocadas por la crecida del Carona, Bousquet, solo y sin ayuda prácticamente de nadie, pasó dos días salvando gente.
– ¡No me diga usted! -exclamé.
– ¡Ah, sí, amigo mío! Y fue condecorado por el presidente de la República y le dieron la legión de honor. ¡Con apenas veinte años recién cumplidos!
– ¡Le ruego que me lo cuente! -me incliné sobre el velador, cogí la taza de mi amiga con una mano y con la otra le serví un poco de té y, luego, agua caliente del samovar-. Azúcar, ¿verdad?
– Pero sólo un terrón, ya sabe lo terrible que es engordar. Después me cuesta otra cura de aguas y no sé si voy a ser capaz de aguantarlo -rió con picardía; luego se puso seria y añadió-: una rodaja de limón, por favor.
– No necesita usted adelgazar, querida madame Letellier. Su juventud, además, le permite cualquier exceso.
– Oh, qué cosas dice, cher Manuel -contestó feliz, poniéndome una mano en el antebrazo. Hubiera jurado que en el fondo de sus pupilas se adivinaba el fulgor algo salvaje del felino que ha localizado una presa. Tonterías mías.
– En absoluto, se lo prometo. No debe usted adelgazar bajo ningún concepto, aunque se lo recomendara el director del balneario.
La volví a mirar con detenimiento. Olga Letellier siempre había tenido la capacidad de irritarme profundamente. Nos conocíamos desde hacía años, cuando aún no era viuda y siempre la había considerado (en palabras de mi estalinista amigo Luis Rodríguez el mexicano) una lacra social. Idiota era, sin duda alguna, pero al instante me reprendí, arrepentido de mi completa falta de caridad; porque también era buena persona y, aunque entrada en carnes, para sus, qué sé yo, cuarenta años, conservaba una más que aceptable lozanía. Había habido, en efecto, un monsieur Letellier, rico comerciante del norte, muerto diez años antes, dejando a su viuda bien instalada en un hotelito de la avenida Foch y al que yo había tratado superficialmente en el París de los alegres años veinte.
– Me tiene usted sobre ascuas.
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a la historia de monsieur Bousquet.
– ¡Ah, monsieur Rene Bousquet! Déjeme que le cuente -me miró con ojos picaros y se dispuso a relatarme la Historia (la h mayúscula se la pondría Cifuentes el panameño) del Héroe (esta mayúscula fue de Rubirosa) Bousquet-: En marzo de 1930 hubo, como le digo, unas inundaciones terribles en torno a Montauban. Se produjo una crecida del Tarn, el afluente del Carona, de tal violencia que sorprendió a las gentes sin dejarles reaccionar. Una verdadera catástrofe, por lo que leí en los periódicos, y le confieso, amigo mío, que en París devorábamos aquella historia como si se tratara de panecillos calientes. Por detalles que me ha contado el propio Rene, me parece que el curso de los dos ríos empezó a desbordarse a la caída de la tarde. Era, creo recordar, un domingo y las aguas inundaron rápidamente un pueblo tras otro. El propio Bousquet, ¡qué loco aventurero!, ¡veinte años!, se subió a su automóvil y decidió ir a inspeccionar el estado en que se encontraban las márgenes de ambos y comprobar si aguantarían el asalto de las aguas. Pero al poco tiempo, notó que las ruedas de su coche patinaban. ¡La carretera estaba inundada! Sin importarle el riesgo que corría, se bajó de su automóvil y echó a andar para tratar de ayudar a quienquiera que estuviese en apuros.
– ¡Qué barbaridad! -exclamé.
– Ah, sí… Enseguida oyó gritos de auxilio, percibió la angustia de gente que, en la noche, pedía ayuda haciendo todo el ruido que podía con sus cacerolas o disparando sus escopetas de caza. Bousquet fue de puerta en puerta alertando a quienes quedaban en las casas para que se pusieran a salvo. Más tarde, salvó a un anciano medio paralítico y después a cinco pequeños cuyos padres no habían podido regresar a casa. ¡Y el río seguía creciendo! No se recordaba una crecida semejante. Las aguas del Tarn subieron hasta el borde mismo de los puentes y, al menos en un caso, pasaron por encima. Sumergieron barrios enteros, se perdió el contacto entre las dos orillas… en fin, una catástrofe -añadió sacudiendo la cabeza, impresionada por sus recuerdos. Suspiró-. Mientras tanto, Bousquet pasó toda la noche yendo de un sitio para otro, rescatando a decenas de personas de una muerte segura, hasta que de madrugada se encontró con otro aventurero, un deportista llamado Adolphe Poult, héroe de la gran guerra, aviador, caballista, nadador, que iba en su canoa deportiva recogiendo a cuanta persona encontraba y poniéndola a salvo en las partes más elevadas de la ciudad. Y fueron muchas… Entonces, los dos unieron fuerzas y se adentraron por las zonas más peligrosas en donde peor era el estado de las aguas. A ratos a nado, a veces progresando lentamente a pie con el agua al cuello, otras veces remando, ¡incluso volcaron varias veces y tuvieron que dejarse arrastrar hasta cualquier rama que se interpusiera en su camino!, siguieron salvando a familias enteras sin que les importara el terrible riesgo que corrían, llevando en volandas a gentes que se descolgaban desde los tejados dejándose caer con la ayuda de sábanas anudadas, nadando, agarrándose a las chimeneas de los tejados… Mon Dieu! ¡Qué valentía! Claro, no podían llevar a más de dos o tres personas por viaje hasta lugar seguro en la estación del ferrocarril, lo que hacía que su labor de salvamento fuera en verdad agotadora… ¡Más de un día sin comer, sin beber nada caliente! Estaban extenuados. Los policías y los demás funcionarios que intentaban organizar el rescate les aconsejaban que descansaran. Pero ellos no cejaron: sin desanimarse, sin detenerse, siguieron buscando a gente a la que socorrer… y el río continuaba creciendo como nunca. Durante un rato al final de la tarde se refugiaron en la estación, derrengados por el cansancio, pero una vez más reanudaron sus búsquedas. La última, dijo por fin uno de ellos, y un soldado aterrado, subido a un balcón, haciendo caso omiso de las palabras de calma que le gritaban Bousquet y Poult, se lanzó sobre la canoa, la volcó y arrastró al pobre Poult… Durante un buen rato lucharon para que no se hundiera. Pareció que lo habían conseguido, pero cuando Rene se giró para agarrar al soldado y que no se le escapara, Poult desapareció tragado por las aguas. No lo encontraron hasta dos días más tarde… Una verdadera tragedia. Monsieur Bousquet pudo salvarse de puro milagro. Dos días con sus noches, ¿se da cuenta de lo que significa?