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– Sí -dije-, qué historia extraordinaria. Un verdadero héroe, ¿verdad? Es cierto que aquellas inundaciones fueron espantosas.

– Oh sí. El presidente de la República visitó después la región. Qué devastación, cuánta ruina. Barrios enteros destrozados, granjas hundidas en el lodo, ganado muerto pudriéndose en las praderas embarradas, miles de personas sin casa, muertos, desaparecidos… Y sí, Rene Bousquet fue el verdadero héroe de aquellos días. ¡Con veinte años! Se mereció la legión de honor que le impusieron, vaya que si se la mereció.

Bueno, si no lo hace a los veinte años, pensé, ¿para cuándo lo habría dejado?

– En fin, así fue. Luego ha hecho una buena carrera, ¿verdad?

– Ya lo creo -dijo Mme. Letellier-. Tanto que, si no estoy equivocada, a sus treinta años es uno de los prefectos más jóvenes de Francia. Ya ha visto usted por la carta que me envía, que es secretario general de la prefectura de Chálons-sur-Marne, otra zona devastada por la guerra… ¿Cómo no le voy a ayudar? ¿A un héroe de Francia? ¡Por supuesto que le voy a ayudar!

– ¿Entonces va usted a alojar a esta señorita que él le recomienda?

– ¡Naturalmente! Me sobra sitio: la voy a instalar en la habitación de mi dama de compañía.

– ¿Y su dama de compañía? -pregunté no sin maldad.

– Ah, no importa nada… Voy a agradecerle los servicios y la voy a devolver a su casa de Aix. ¿Qué otra cornpañía puedo desear después de la recomendación que me hace monsieur Bousquet? Además, esta Bécassine que me acompaña es bastante tonta y no me sirve de nada.

Durante un tiempo mis verdaderos motivos me tuvieron engañado. Hubiera jurado que mi excitación por la llegada de la señorita Weisman tenía que ver sobre todo con el hecho de que en las pequeñas capitales de provincia en las que rara vez pasa nada, la trascendencia de cualquier acontecimiento que se sale de lo ordinario se multiplica por diez. Menuda tontería. Mi imaginación me jugaba una mala pasada: en aquellos días me sobraban acontecimientos trascendentales y el peso de la visita de una joven periodista tenía por fuerza que ser nimio y palidecer ante los terremotos políticos que nos sacudían. ¿Qué podía significar la presencia en Vichy de una muchacha de París comparada con el nacimiento de la nueva Europa? Lo cierto era que mucho, aunque no lo quisiera confesar: en el fondo, la nueva Europa me importaba una higa y por mi parte estaba dispuesto a sacrificar su importancia redentora en el altar de la sensualidad femenina.

Con el transcurso de los años, me había acostumbrado a que mis sensaciones acerca de la belleza femenina fueran siempre las mismas: la simple alusión a una joven me hacía imaginarla poseedora sin excepción de atractiva armonía y belleza. Me entretenía jugar de modo instintivo con ese imaginario. Un reflejo condicionado, sin duda, un sentimiento estúpido que la realidad de las cosas por supuesto derrotaba una y otra vez y que no soy capaz de explicar más que con el argumento senil de una creciente, pueril y reprimida fascinación por los pocos años, a buen seguro un modo desesperado de retener los crudos rasgos exteriores de una sensualidad cada día menos natural pero perseguida a cada momento con la angustia creciente del que envejece sin remedio.

Quiero suponer que a mis amigos de tertulia les ocurría tres cuartos de lo mismo porque la llegada de Marie Weisman fue esperada por todos nosotros con la excitación propia de un grupo de colegiales a quienes ha sido prometido un premio delicioso lleno de incógnitas y misteriosas ofrendas. Todas estas expectativas que nos habíamos creado carecían de razón alguna desde luego, porque nadie que la conociera nos la había descrito o había explicado los rasgos más salientes de su personalidad. Tal vez habían sido las palabras de Bousquet en su carta a Mme. Letellier («sé que se ha convertido en una agradable señorita») las que habían fomentado unas ilusiones francamente exageradas sobre el aspecto externo y el carácter de esta mademoiselle Weisman.

Pero, por no dejar de ser objetivo en mis recuerdos, debo aclarar que los días que precedieron a su llegada fueron de gran agitación en Vichy.

Estaba en marcha la trasformación del estado, nada menos, la conversión de nuestra vieja república, de nuestra corrompida, humanista, degenerada in República, en un esperpento fascista gobernado por un títere.

La semana y media que siguió a la instalación del gobierno del mariscal en el balneario fue testimonio de lo que pueden conseguir unos cuantos hombres decididos a cambiar las cosas sin más oposición que los susurros de un pequeño grupo de timoratos. Ah, Laval, Laval. En esos días, este hombre hizo más por ganarse el pelotón de fusilamiento que al final lo ajustició que en toda su vida política anterior. ¿Cómo era su argumento? Sí: mejor unirse al triunfador, es decir, subirse al carro de los vencedores (por más que no se diera cuenta de que en realidad lo ataban a sus ruedas) y conquistar Europa, ¡ la Europa de la cultura aria!, de la mano de Hitler, mientras que quienes se les resistieran, léase Gran Bretaña y restantes ciegos, serían doblegados y convertidos en los nuevos esclavos del Reich.

¿Dónde estábamos aquéllos a quienes espantaba la idea? ¡Si hasta días antes éramos legión! ¿Tanto nos había minado la vida muelle de los años locos de la Belle Epoque? Ése era precisamente el argumento invocado por Pétain: como nos habíamos entregado a una existencia de vicio e indiferencia, había que acabar con ella y, desde luego, con las instituciones y los estamentos de la sociedad que nos la habían facilitado. Nuestros pecados no tenían la culpa de la derrota, puesto que ésta no había existido. No, no. El argumento era el contrario: debíamos regenerarnos para hacer frente a nuestro nuevo destino de triunfadores, el que nos permitiría ir de la mano de Hitler hacia tan brillante futuro. Si no nos regenerábamos, no tendríamos derecho al premio. Por más que millones de franceses creyeran que Philippe Pétain se había colocado al frente de Francia para darle la vuelta a la derrota y plantar cara a Alemania, la realidad era que el mariscal se había puesto a las órdenes de Hitler para doblegar a los franceses. ¡Qué historia tan triste! ¡Y cuánto tardaron en reaccionar! La sociedad civil es miedosa; ¿cuántos tiranos habrían existido si no lo fuera? Pobre Francia; ¡cómo se acobardó ante este anciano de ojos azules y tez sonrosada y cómo permitió que unos cuantos destruyeran el espíritu de todo un país, su generosidad y su fuerza!

¡Y pensar que Pétain no era nada! ¡Nada!

Mi viejo amigo parisino, Armand de la Buissonière, había sido trasladado al ministerio de Asuntos Exteriores en Vichy (le petit quai, lo llamábamos en alusión al Quai d’Orsay parisino) y de ahí al gabinete civil de Pétain, lo que me había alegrado sobremanera; de él iba yo a obtener la información política más fiable sobre lo que iba ocurriendo en los corredores del poder y, tal vez, sobre la marcha de la guerra. Al mismo tiempo, juntos podríamos sincerarnos, reír y denostar la estupidez de los políticos como era nuestra costumbre. Además de gran aficionado al champagne y al foie, de la Buissonière era de los pocos diplomáticos franceses que no se habían tragado una escoba: siempre hacía gala de una informalidad campechana y llena de humor, razón última de su escaso éxito profesional hasta entonces. Lo cierto era que nos parecíamos bastante. Ambos habíamos aprendido a disimular nuestras emociones y a callar nuestras filias y nuestras fobias, nuestra falta de compromiso y escaso entusiasmo por las Grandes Causas, motivo por el cual nunca habíamos sido demasiado bien considerados por nuestros respectivos jefes, motivo, a su vez, por el que inevitablemente éramos íntimos desde muchos años atrás. Digamos que los dos habíamos conseguido que se nos mirara con indiferencia, una frialdad que convenía a nuestro deseo de pasar desapercibidos.