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– Espere – le interrumpí -, ¿qué tiene eso que ver con la senilidad de Pétain? Tendrá que ver más bien con su incapacidad como político, pero…

Armand miró a su alrededor.

– Tiene que ver con su falta de convicción frente a cualquier cosa y con que toma las decisiones irrevocables de acuerdo con lo que le ha dicho el último que le habla. Se obstina, adelanta la mandíbula y no le falta más que dar pataditas en el suelo. Y no da pataditas porque, por encima de todo, sabe que tiene que aparentar frialdad en lugar de demostrar ignorancia – Armand se inclinó hacia delante -. No, si a éstos los instintos les funcionan a las mil maravillas… – se quedó callado.

– ¿Y…? -dije.

– ¿Eh? -sonrió-. ¡Ah sí! Bueno, estábamos en Burdeos. El mariscal ultimaba el gobierno del armisticio. Ya sabe… un puesto aquí, un puesto allá. Una consulta por aquí y otra por allá, para contentar a todo el mundo. Yo tomaba notas y callaba en una esquina del salón. Debía de ser el 21 de junio. En fin. Entra Laval y Pétain le ofrece el ministerio de Justicia. Bueno, el viejo Laval da un respingo y dice… vaya, no recuerdo las palabras exactas, le dice: señor mariscal, no creo estar en condiciones de servir bien a Francia en ese puesto; más bien yo era ministro de Asuntos Exteriores en el anterior gobierno y preferiría volverlo a ser. Ah, vaya, dice Pétain, pero ya le he ofrecido esa cartera a monsieur Baudouin. Pues lo siento, contesta Laval. ¡Pero puedo dársela a usted!, exclama el mariscal. Y, amigo mío, Fierre Laval sale de la entrevista con la cartera de Exteriores en el bolsillo…

– ¡Pero si Laval no es ministro de Exteriores, sino vicepresidente del gobierno!

– Ya lo sé. Déjeme que le explique, no hablo de las ambiciones de Laval sino de la debilidad de Pétain. En cuanto Laval se hubo marchado, Weygand, ya sabe, nuevo ministro de la Defensa, irrumpió en el salón y le dijo al mariscal que no podía hacer ese nombramiento. Fierre Laval es un germanófilo de primera línea y su nombramiento en Exteriores no haría sino irritar aún más a los ingleses. No estaba el horno para bollos ni el ministerio para Laval. Dicho y hecho: unas cuantas objeciones por parte de Pétain, algo de insistencia por parte de Weygand y se acabó. Baudouin volvía a ser ministro -de la Buissonière se quedó callado. Después se volvió hacia mí y preguntó-: ¿Ve lo que quiero decir? Un pobre diablo. Eso es lo que es nuestro flamante mariscal de Francia. Un pobre diablo.

4

DE SOUSA

Artículo único.

La Asamblea Nacional otorga todos los poderes al Gobierno de la República bajo la autoridad y la firma del mariscal Pétain con objeto de que se promulgue, merced a uno o varios actos, una nueva Constitución del Estado francés.

Esta constitución deberá garantizar los derechos del trabajo, la familia y la patria.

Será ratificada por la nación y llevada a efecto por las Asambleas que haya establecido.

¡ Ah, amigos míos! Esta broma fue aprobada en la tarde del 10 de julio de 1940 por quinientos sesenta y nueve votos contra ochenta. Senadores y parlamentarios reunidos en el Casino, ¡en un casino! (si esto no es justicia poética, que venga dios y lo vea), habían decidido convertir a Pétain en dictador de Francia y habían aceptado que la constitución de la Tercera República fuera sustituida por unos cuantos «actos» (un eufemismo para «decretos») que liquidaban cualquier atisbo de democracia.

En realidad, el mariscal se había dejado arrastrar a este juego sin comprenderlo, porque si hubiera comprendido algo de lo que se estaban juganclp en Vichy él y los suyos, la mera posibilidad de ser derrotado por un milagro de la democracia, le habría forzado a bajar a la tribuna para inclinar la balanza a su favor. Como es natural, lo habría conseguido sin esfuerzo: de un soplo, con su sola mirada, habría alcanzado la unanimidad, ni ocho ni ochenta, la unanimidad. Pero como no entendía nada de todo aquello, hizo lo que siempre: esperar. Esperar, no sin gran suerte, a que las cosas se resolvieran por sí mismas.

Por otra parte, ahora que lo pienso después de tantos años, es incluso probable que su indiferencia ante esta traición a Francia perpetrada por él y por Laval se debiera sencillamente a que, sabiendo como sabía que no existía marcha atrás frente a Adolfo Hitler, no le importaba una higa la opinión de los representantes del pueblo francés, a los que además consideraba una pandilla de degenerados culpables de todos los males. Y así, el 10 de julio tuvo la fortuna de que sólo uno de rada siete parlamentarios se opusiera a sus planes. Ése era el grado de entrega de los políticos franceses a un hombre que creían el salvador de la patria.

Durante toda la semana que precedió a la votación, Pétain dejó los manejos más sucios en manos de Fierre Laval que tuvo, además, la habilidad de equiparar a quienes se oponían a su proyecto con los anglofilos: con toda seguridad eran los antipatriotas que se alegraban de la catástrofe de Mers-el-Kébir de unos días antes. Y maniobró de tal manera que acobardó a todos, insultándolos, violentándolos, llevándolos al extremo de la agresión verbal, echándoles la culpa de toda la situación. Lo que es más, supo aparentar que se eclipsaba ante el mariscal para señalar que él no tenía ambición política alguna, cuando lo único que pretendía era el poder absoluto.

Digo ahora todas estas cosas porque las interpreto con la perspectiva de años. Pero aquella tarde de 10 de julio sólo fui capaz de pensar que tal muestra de confianza por parte de la clase política de Francia apuntaba sobre todo a que yo estaba equivocado en mis apreciaciones: acaso Pétain fuera en efecto el padre de todos los franceses y residiera en él toda esperanza frente a los nazis.

Armand de la Buissonière estaba tan confundido como yo. Tampoco conseguía encajar en sus esquemas filosóficos cuanto estaba ocurriendo, acaso porque en esos días tan trágicos, el patriotismo nos era presentado como el único valor supremo. Pero, claro, sólo se trataba del patriotismo de los que se adjudicaban la exclusiva de su interpretación. La democracia, la libertad, la tolerancia (y dios sabe que la tolerancia de los franceses es poca, mientras que su soberbia es grande) quedaban en suspenso para tiempos mejores. Y no digamos las opiniones de quienes ni siquiera éramos patriotas. Conclusiones amenazadoras, cierto, pero que, por el momento, no pasaban de ser un delirio de nuestros temores.

Pronto, sin embargo, íbamos a comprobar cómo estas cosas se plasmaban de un modo brutal en la práctica, cómo el espacio en el que se movían nuestros intelectos, nuestros códigos de conducta, nuestra moralidad, nuestra felicidad, se iba a estrechar de manera insoportable y aterradora. Pronto Vichy olería a detritus y a miedo.