Aquel 10 de julio, pues, Armand y yo paseábamos al atardecer, a ratos creyendo que podríamos protegernos del calor y de la humedad bajo la pérgola de hierro del parque de los Manantiales, a ratos intentando respirar un poco al socaire de los castaños y de los parterres de flores, esperando que el frescor presentido de la anochecida aún lejana nos aliviara, íbamos sin rumbo fijo, atentos a que pudiera ocurrir algún acontecimiento de mayor trascendencia aún que el de la votación en el Casino. ¿Mayor trascendencia? Como si tal cosa fuera posible en ese día. Como si ahora, en este momento, quedara por reventar alguna revolución, alguna barbarie que esta Francia infeliz no hubiera ya gustado.
Pero no pasaba nada. En el anticlímax posterior a la votación del Casino, la calma en Vichy se había restablecido y no estaba siendo alterada por nada. No así en los días precedentes, en los que el parque de los Manantiales había sido un hervidero de curiosos y un lugar incómodo, si no peligroso, para el paseo de cualquier político de la Tercera República: circulaban por él provocadores y tipos patibularios, fascistas y escuadristas, muchos sin duda a sueldo del propio Laval, que aprovechaban cualquier oportunidad para insultar, acorralar y atemorizar a las figuras públicas que reconocían. Yo mismo había sido testigo de cómo un par de tardes antes un grupo de jóvenes se cebaba en aquel lugar contra monsieur Blum, que había tenido la osadía de aparecer por allí, prometiéndole la muerte a gritos y profiriendo contra él los peores insultos imaginables. Aunque me había mantenido prudentemente apartado del incidente, no había dejado de ser chocante oír cómo le gritaban «¡Judío!» y «¡Bolchevique!» y «¡Acabaremos contigo!». Como siempre que era testigo de actos de violencia de este jaez, me sorprendió la pasión maligna que se reflejaba en los rostros desencajados de aquellos muchachos. No teníamos defensa. ¡Y con qué facilidad se levantaban pasiones, se enfrentaban unos contra otros sin ser ninguno culpable! Todos, juguetes de la manipulación de cuatro politicastros despreciables. De todos modos, me parece que estos hechos deberían hacernos dudar de la condición humana o, cuando menos, de la de los franceses. Porque, cuando se contraponen las actitudes tan chulescas y violentas de aquellos matones fascistas con las de los que, cinco años después, acabada la guerra, se tomaron la revancha contra los colaboracionistas (o aquellos a quienes, por pura conveniencia o por celo interesado se describió como colaboracionistas), creo que es válido concluir que los salvajes eran los mismos. Igual que las salvajadas.
Con todo, al atardecer del 10 de julio Armand y yo deambulábamos pacíficamente por el parque, que había recuperado, al menos en apariencia, su aire provinciano y pacato de días atrás. Pero me sentía inquieto: intentaba razonar sobre cuanto había pasado, pretendiendo encajar los acontecimientos del día en lo que sabíamos del resto de la situación en Francia y en los campos de batalla y todo aquello producía en mi ánimo una considerable alarma. ¿Cómo compaginar esta tranquilidad de Vichy con lo que intuíamos que pasaba en el resto de Europa?
En un momento de nuestro paseo tuvimos la mala fortuna de cruzarnos con un cura que andaba, me pareció, con aire desafiante, mirando a todos lados con obstinada fijeza como un cuervo de mal agüero. Lo recuerdo perfectamente, como si acabara de verlo ahora mismo, aunque entonces no le prestáramos mucha atención. Iba con las manos cruzadas a la espalda sujetando un breviario de tapas negras y una teja de alas redondeadas que se había quitado de la cabeza con la obvia intención de combatir la canícula. Tenía el pelo escaso y aplastado sobre el cráneo por el sudor. Los ojos muy oscuros bajo las espesas cejas y una nariz enorme salpicada de poros como cráteres enrojecidos conferían a su rostro un aspecto malévolo, decididamente malévolo, sí, por más que un lunar amoratado, grande y abultado en su sien izquierda me resultara más repugnante que diabólico. El bajo de su gran sotana negra estaba manchado del polvo de los senderos del parque. Creo haberme encogido de hombros. El cura aminoró la marcha. Es cierto que Armand y yo veníamos ensimismados, ocupados en nuestros negros presagios y pensamientos, y ni siquiera registramos conscientemente la presencia de aquel religioso delante de nosotros. El hecho es que no tuvo más remedio que detenerse al borde del camino, exagerando su incomodidad, y no pudo sino dejarnos pasar, al tiempo que nos dirigía una mirada de severa desaprobación. Al punto, pareció querernos reprender por algo que habíamos o no habíamos hecho; supongo que no apartarnos de su camino o no mostrar el suficiente respeto, no sé.
El incidente no habría tenido mayor importancia si no hubiera sido porque dos caballeros que venían detrás del siniestro personaje se detuvieron delante de nosotros, impidiéndonos seguir y con evidente intención de interpelarnos.
– Perdón, señor -dijo uno de ellos dirigiéndose a de la Buissonière con tono desabrido y señalándolo con un dedo. Era un hombre gordo en cuyo abultado chaleco lucía una leontina de oro. Olía poderosamente a sudor. Armand levantó las cejas en señal de interrogación-. Creo que es incorrecto que no hayan cedido el paso a un sacerdote -prosiguió aquel grosero. *
– ¿Perdón? -dijo Armand sorprendido.
– Que es de extraordinaria mala educación, qué digo, una falta de respeto incuestionable que no se hayan detenido ustedes para ceder el paso a monsieur l’Abbé.
Miré hacia atrás y vi que el cura se había detenido a observar la escena. Volví de nuevo la cara y comprobé que Armand había dado un paso hacia atrás, protegiéndose así de este asalto verbal inesperado y del dedo índice que a punto estaba de golpearle en la pechera.
– Y -añadió el otro. Luego calló como si hubiera bastado la conjunción para subrayar su enfado. Era menudo y delgado y tenía la cara macilenta y marcada por profundas arrugas, más propias de un asceta o de un fanático, de un hombre consumido por demonios interiores que de un simple enfermo. Un bigotito de puntas retorcidas y unas cejas que más parecían un acento circunflejo que otra cosa, producían en el observador la impresión de encontrarse ante un petimetre estirado y agrio, ávido de impartir lecciones silenciadas durante mucho tiempo. Para acentuar sus palabras, el hombre se apoyaba en su bastón y se elevaba una y otra vez sobre las puntas de los pies. Resultaba tan ridículo que poco faltó para que me entrara la risa. Hubiera sido un grave error.
– ¿Y? -dije yo.
– Y, señor mío, que estas cosas van a cambiar en Francia a partir de ahora.
– ¿Ah?
Me sorprendió que Armand se hubiera quedado mudo de pronto. Lo miré y vi que estaba pálido y que me observaba, esperando, sin duda, que yo también guardara silencio para evitar males mayores cuya naturaleza no acababa de reconocer. Durante la Guerra Civil española yo no había estado en la llamada zona nacional (de hecho, ni siquiera había estado en España) y, por tanto, nadie me había expuesto a la intolerancia y a la beatería de la gente de Franco; ésa fue la razón de que tardara unos segundos en comprender que se inauguraba aquella tarde, en aquel preciso instante, en Vichy, en la Francia de Pétain, la misma pedantería de los mismos meapilas patrioteros que tan peligrosos resultan para la libertad y, sobre todo, para la vida.
– Parfaitement! -prosiguió mi airado interlocutor-. Vamos a restablecer la cortesía y la devoción filial a los sacerdotes y la sumisión a las enseñanzas de la santa Iglesia católica. Ustedes, señores, han tenido tiempo más que suficiente -cada una de sus afirmaciones venía subrayada por una puesta de puntillas; resultaba hipnótico, arriba, abajo, arriba, abajo- para hundir a Francia en el lodazal de la degeneración de las costumbres -puntillas-. ¡Ah pero esto se ha acabado! El mariscal nos ha devuelto la dignidad, nos ha vuelto a poner en la recta vía -puntillas-. ¡Prepárense ustedes! -levantó su bastón-. ¡Francia resurge bajo la invocación de Jesucristo! – puntillas, puntillas.