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– Sí, llegué anoche… una viagem larguísima desde Burdeos… – miró a su acompañante y trabucándose, añadió con precipitación culpable -: os presento a madame Andrée Cibial, uma querida amiga.

Murmurando a turnos cualquier nadería, Armand y yo nos inclinamos, primero el uno y después el otro, a besar con gran ceremonia la mano de la señorita Cibial (que, vista de cerca, era considerablemente más atractiva y joven de lo que a primera vista pudiera haber parecido; añadiré sin la más mínima malicia, que, conociendo a Angelina, esposa legítima de nuestro amigo, me habría costado mucho condenar a de Sousa por esta excursión fuera de los lindes del matrimonio; el muy sinvergüenza). Me hizo gracia pensar que ambos repetíamos el gesto solemne de los dos imbéciles que un rato antes en el parque habían rendido pleitesía al siniestro cura. Seguro que la mano del viejo aquel olía mucho peor que la de Andrée, una mezcla de perfume de violetas y jabón enjuagado con agua de rosas. Digo yo que sería eso, porque me trajo un aroma a gloria bendita.

El de Arístides de Sousa Mendes era un caso curioso. Y es que no sé si se trataba de un diplomático atípico por ser él un tipo raro o porque el país al que representaba era una rareza internacional (díganme si no dónde encajar a una nación que padece una dictadura corporativista, como en la Italia de Mussolini para que nos entendamos, sometida a un tirano gris, plúmbeo y rencoroso como Oliveira Salazar, que no es capaz siquiera de atarse al carro de las autocracias fascistas de Europa; un país pobre con un gran imperio colonial y una política exterior estúpida). Algo habría de las dos cosas. Vaya, el hermano gemelo de nuestro amigo, César, había sido ministro de Asuntos Exteriores a principios de los años treinta, aunque a Arístides de nada le sirviera tan exaltada posición. La cartera de César Mendes se había debido entre otras cosas a que a Salazar le convenía tener en su gobierno a un católico ultraconservador y monárquico para equilibrar la balanza de las distintas familias políticas de Portugal; y los Mendes lo eran. Y como tales habían pasado buena parte de su vida profesional irritando a quienes eran mayoría en la carrera diplomática portuguesa, los republicanos. En cuanto éstos tuvieron la oportunidad de tomarse la revancha, se cebaron en Arístides. No es que éste llevara una carrera fulgurante, pese a la ayuda de su poderoso hermano: se había estrenado como cónsul en la Guayana Británica para después ser destinado sucesivamente a Zanzíbar, a Curitiba y a Porto Alegre. Entre 1929 y 1938 fue cónsul general de Portugal en Amberes, en lo que puede ser descrito como el momento más brillante de su larga e insignificante carrera. Por fin, a todos los efectos, sus enemigos acabaron consiguiendo que fuera degradado y lo mandaron a Burdeos en 1939.

Debo decir que a lo largo de sus años de servicio, la actividad más distinguida de Arístides fue la de procreador: tuvo los doce hijos ya mencionados y para trasladarse con ellos por la geografía europea se hizo construir por encargo un Ford de diecisiete plazas (para el matrimonio, los doce hijos y tres ayas). Nunca tuvo dinero y el escaso rédito obtenido de la propiedad familiar en la región de Beira Alta, una gran casona rodeada de fértiles campos, acababa indefectiblemente en las arcas de los bancos como pago de onerosas hipotecas.

Arístides de Sousa Mendes era un hombre triste y solemne, sí. Pero como yo lo apreciaba mucho, creo haber sido el único de todos los que lo conocieron capaz de discernir un curioso sentido del humor en las cosas que hacía y decía. Su modestia era genuina y su paciencia con los rigores de su precaria y aburrida vida, infinita. No me sorprende en absoluto que sucumbiera a los encantos de mademoiselle Cibial aunque ello acabara acarreándole grandes quebraderos de cabeza.

Como amigo, por otra parte, el aspecto para mí más simpático de su personalidad era su modo irreverente y poco respetuoso con la autoridad. En gran medida, este carácter indisciplinado (más fruto del desorden que de otra cosa) le honraba, aunque por desgracia llegó a arruinarle la vida. Sus enemigos en el ministerio de Lisboa lo tenían en el punto de mira y se abalanzaban sobre él a la menor infracción reglamentaria: un pequeño viaje sin permiso, una demora en la rendición de cuentas consulares, un informe requerido y nunca enviado, mínimas estupideces que Arístides despreciaba con razón (aunque sin tener conciencia de lo que arriesgaba con el desafío) pero que iban cavándole una tumba administrativa cierta. Estoy convencido de que si mi buen amigo hubiera sabido que se le preparaba una jugarreta, se habría reformado para convertirse en un funcionario ejemplar, al menos durante un tiempo. No es que de Sousa fuera un poltrón o un timorato frente a la autoridad; simplemente carecía de imaginación para el pecado de cualquier clase (lo de Mlle. Cibial fue, estoy seguro, la excepción que confirma la regla), era pobre de solemnidad y no quería problemas.

Lo recuerdo tan bien con su pelo revoltoso por fin encanecido, sus pequeñas gafas de concha, su cara redonda de nariz recta, su papada, debajo de la que lucía una sempiterna corbata de pajarita, y su traje arrugado, un par de tallas más pequeño de lo que hubiera exigido su ya amplio estómago. ¡ Ah, el bueno de Arístides! Me resultaba entrañable e inofensivo. Lo único que de verdad me parecía fuera de lo común era el encaprichamiento de su amante bordelesa. Cosas más raras se han visto, desde luego.

– Ah, querido Manoel -dijo cuando Armand y yo hubimos saludado a su deliciosa acompañante.

– Siéntese, Arístides, por favor -le rogué para evitarle el desaire.

Así lo hizo. Dirigió una breve mirada cómplice a la señorita Cibial, excusándose tácitamente por su mala educación al interrumpir el rito de la cena para hablar conmigo.

– Precisamente tengo venido a Vichy para hablar con usted -dijo-. Un asunto de cierta urgencia…

– ¿Ah? ¿Problemas? Usted me dirá -pero enseguida me reprendí por la grosería que estaba a punto de cometer-. ¡Perdóneme, Arístides! Le pido perdón, madame. Estas cosas no se dilucidan en presencia de una dama.

Por supuesto, querido amigo, naturalmente. Hablaremos cuando usted quiera. ¿Mañana a la hora del almuerzo? ¿Aquí mismo?

Asintió.

El 11 de julio también iba a ser una fecha señalada, al menos para mí.

Al regresar a mi hotel la víspera, después de nuestra agitada tarde, primero con el cura, con el mariscal Pétain, después, y por fin con Arístides de Sousa, el conserje me dio un sobre perfumado (con esencia de mimosa) que contenía una nota manuscrita de Mme. Letellier. La había traído una de sus doncellas con el ruego de que se me entregara sin falta.

En la nota me anunciaba la llegada aquella tarde de «nuestra joven y encantadora reportera, Marie Weisman», y me invitaba a tomar el aperitivo en el café habitual de Quatre Chemins para presentármela.

Estaba tan cansado por las peripecias del día que aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Sin razón aparente, me sentía inquieto; tal vez me pesaba la digestión de la cena o hacía demasiado calor. Es posible que fueran las preocupaciones del momento o la inquietud sobre lo que nos depararía el futuro, no lo sé, pero recuerdo haber dado mil vueltas en la cama sin llegar a dormirme. Me molestaba la chaqueta del pijama, que de tanto agitarme, se me acabó enroscando alrededor del cuerpo. En un arrebato de impaciencia me la quité. Después me levanté para ir al cuarto de baño y bebí agua dos veces. Pero no hubo modo de que me durmiera.

Todo parecía haberse confabulado para impedírmelo. Por la ventana abierta de mi cuarto entraba una claridad difusa provocada por la luz temblona de las farolas de gas; y de tarde en tarde, por la avenida Wilson, justo debajo de mi balcón, pasaba un automóvil petardeando; sólo cuando se apagaba el eco del motor, se oía el suave tintineo del agua cayendo en la fuente de alguno de los manantiales del parque o el roce de las hojas de los castaños mecidas por la brisa. Se hubiera dicho que mi sentido del oído se había agudizado de tal modo que era capaz de percibir el más mínimo susurro y que mis párpados entrecerrados se habían hecho tan delgados que dejaban pasar cualquier resplandor por imperceptible que fuera. Me fui poniendo progresivamente más irritado hasta que, dando por concluida la noche, aparté las sábanas con violencia y me puse en pie.