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Allí estaba yo, en efecto. Escondido entre la ropa muelle de un pomposo autor teatral era, como siempre, el que se las componía para salir mejor parado de un lance de estos. Ellos no podían imaginarlo porque debían suponer que de algún modo habíamos conseguido salir de la ciudad sin saber que en París quedaba Marie, sola, a merced del ejército alemán, sin lugar donde refugiarse, ni siquiera en el piso de sus padres, huidos al sur unos días antes, o en el mío de la plaza de Alma, ocupado ahora por un oficial nazi.

¿Qué habría sido de los demás?, pensaba yo a ratos. ¿Debían ser dados por muertos o tal vez simplemente desaparecidos porque no podían moverse de donde estaban escondidos? ¿Cuál de mis amigos estaba siendo torturado hasta confesar lo que quisieran sus verdugos? ¿Los habrían cazado como a conejos los gendarmes franceses, sus propios compatriotas, los primeros traidores a la patria?

Debería decir que ésta es la historia de todos ellos, de todos nosotros hasta que uno por uno fuimos desapareciendo disueltos en el olvido, pero mentiría.

Ésta es la historia de Marie. Sólo de Marie.

2

vichy

(Por supuesto que aunque tan crucial momento de la historia fuera justificación más que suficiente para explicar los acontecimientos que siguieron, por absurdos, sublimes o cobardes que llegaran a ser, cualquiera con un mínimo de perspicacia habría podido denostar el ridículo ascenso de este presuntuoso balneario a la categoría de metrópoli. Pero, con el vendaval de pasión patriótica que la derrota había traído a las llanuras de Francia, ¿qué cínico querría mantener los ojos tan abiertos? Yo, desde luego, no me atreví.)

Oh, sí. El mundo entero, si por tal se entiende el limitado escenario de los acontecimientos que me dispongo a relatar, recordaría con un escalofrío este 30 de junio, domingo, día en que Vichy, modesta villa carente en el fondo de cualquier vocación que no fuera la de purgar por igual a elegantes de la Belle Époque y a burgueses de más limitados recursos, se convirtió en la capital de Francia. ¡Ja! La Francia libre, nada menos, que pronto recorrería el arduo camino de la regeneración patria bajo el mando del anciano mariscal, un mando que los crédulos y los débiles se apresuraron a calificar de prudente pero firme y necesario. Vaya, eso dijeron hasta los cínicos de mi calaña, aunque no nos lo creyéramos. Bueno, el propio Philippe Pétain lo había proclamado en su discurso de armisticio (de rendición, en realidad): «El espíritu de placer se ha impuesto sobre el espíritu de sacrificio; por eso, habiendo eludido cualquier esfuerzo, los franceses se han encontrado frente a la desgracia».

Ya lo anunciaba el mariscal. Se había acabado la molicie. Y las desgracias de la patria a las que había aludido eran culpa de los franceses. Ahora les tocaba a ellos expiarlas por haber enfangado al país en el vicio y el descreimiento. En fin, así era el lenguaje de aquel tiempo.

Hasta pocas semanas antes Vichy había sido la capital de los balnearios de Europa. Políticos, elegantes de una decena de nacionalidades diversas, demi-mondains, cortesanas, parásitos, hombres de negocios más o menos turbios, turistas y simples curiosos poblaban sus calles y ocupaban de forma regular, año tras año, sus más de trescientos hoteles. Pero la nueva guerra se había encargado de acabar de un plumazo con el espíritu de’vacaciones y despreocupada diversión. Y mientras el turismo internacional se disponía a buscar otros lugares de solaz, el destino tenía reservado a Vichy momentos de distracción bastante más lúgubres.

Ah, sí, se había terminado la molicie.

El 30 de junio de 1940 el nuevo gobierno de Francia llegó para instalarse en Vichy.

Incluso una estúpida a la que yo apreciaba sinceramente como Mme. Letellier, la más fiel de las dientas del hotel du Pare, en el que pasaba cada año un mes de vacaciones estivales más los veintiún días prescritos por su médico para tomar las aguas -las de Chomel, por dios, que son calmantes y curan las migrañas-, tuvo que acabar silenciando resignada sus quejas ante la dirección del establecimiento: el apartamento que, con puntualidad religiosa, ocupaba durante siete semanas al año junto con su dama de compañía y las dos doncellas de casa, había sido requisado por las autoridades para que pudiera instalarse en él el despacho de monsieur Fierre Laval, el nuevo hornbre todopoderoso del gobierno del armisticio. «Llevamos un año o casi, ¿no?, con esta guerra idiota contra monsieur Hitler», había empezado a decir madame, «y, por lo que parece, no sólo no conseguimos terminarla sino que tenemos que venir a estorbar a pacíficos e indefensos, indefensos ¿eh?, ciudadanos que no molestamos a nadie. Drôle de guerre, vaya guerra tonta. Ah, bah.»

Claro que cuando madame pronunciaba estas airadas palabras no era consciente de cuánto habían cambiado las circunstancias ni de la gravedad extrema del momento ni del sacrificio que no había más remedio que exigir de todos los franceses de bien sin excepción. «Me ponen de patitas en la calle como si fuéramos una cualquiera, querida», había confiado con tono agrio a su dama de compañía, pero en voz lo bastante alta como para que se enteraran de su protesta cuantos estaban en el vestíbulo. Me lo relató poco después el conserje con un punto de humor en la mirada y luego me lo reiteró con indignación la propia interesada mientras al día siguiente tomábamos una taza de té en el café-glacier de Quatre Chemins.

Por fortuna, ese mismo día en que llegaban tan malas noticias a Vichy, el director del hotel du Pare encontró para ella un pequeño apartamento con baño independiente (y con habitación de servicio en la buhardilla) en el segundo piso de un edificio de principios de siglo, justo enfrente del hotel, pero al otro lado del gran parterre de plátanos y castaños del parque de los Manantiales, en la misma esquina de la calle Montaret con la del Presidente Wilson. «Una localización ideal, madame, muy conveniente para tomar las aguas en el establecimiento termal, que está prácticamente a la misma distancia que desde el hotel, a un paso, como sabe usted bien, de Quatre Chemins y del Edén, del café-glacier, las tiendas y los salones de té. Una fortuna haber encontrado un apartamento con sala de baño. Ah, madame, un sitio ideal.» De todos modos, el arreglo sería por poco tiempo; el director confiaba en que para el otoño o, a más tardar, para el réveillon de fin de año, la situación en Europa se habría normalizado, la guerra sería sólo un mal recuerdo y las aguas habrían vuelto a su cauce o, en este caso, añadió con una pequeña sonrisa que festejaba su propia ocurrencia, pasado el peligro, seguirían manando con abundancia sin que nadie las estorbara. Con toda seguridad, en junio del próximo año, cuando le llegara el momento de regresar a Vichy para tomar sus vacaciones y los baños prescritos por su médico, Mme. Letellier habría recuperado sus apartamentos de la segunda planta del hotel. En todo caso, la pequeña incomodidad actual era sin duda pasajera y no le supondría dejar de frecuentar el Drink Hall, en el Vestíbulo de los Manantiales, para beber su ración diaria de aguas y completarla con las indispensables gárgaras, tan medicinalmente beneficiosas. Además, el hotel daba por sobreentendido que madame requeriría a diario los servicios de una doncella que hiciera la limpieza y abriera las camas. Faltaría más, él mismo se ocuparía personalmente de ello.