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– … Luego Azaña dice que el mariscal es un hombre de bien -interrumpí con irritación-. ¿Sabe usted lo que quiere decir todo esto? Que esta noble aseveración utilizada por Pétain para sugerir que sus buenas acciones deben hacerse a escondidas de tal modo que los alemanes no tomen represalias y el pueblo francés no sufra por ellas es una vulgar coartada para no hacer nada.

Rodríguez se quedó muy quieto mirando con fijeza al frente.

– Bah -murmuró-. Luego le hablé de la gente que está internada en los campos y Pétain me preguntó el porqué de esa noble intención, son sus propias palabras, de cette noble volonté, de favorecer a gente indeseable. Al salir de la entrevista, vine aquí, a este bar y estuve acodado a este mismo velador y mire -dijo, sacándose del bolsillo una servilleta de papel-, lo apunté todo para que no se me olvidara. Fíjese que justo antes de despedirme, me espetó la siguiente lindeza -fijó la mirada en la servilleta y leyó-: «¿Y si ellos les fallaran como a todos, siendo como son renegados de sus costumbres y de sus ideas?» -me miró-. Ya ve, Manuel, ésta es la razón de estar tan cariacontecido, como usted dice.

– Caramba, Luis. La próxima vez que vaya usted a Montauban no deje de avisarme. Iré con usted.

Sonrió de nuevo.

– No sé si le va a gustar pasearse por los campos entre esos miles de compatriotas derrotados. Están deshechos, sucios, desesperados, incapaces de reaccionar… Son la horrible imagen de la derrota y eso pesa mucho en el ánimo de cualquiera, y más en el de un compatriota -arrugó el entrecejo.

Tres mesas más allá un hombrecillo de edad indefinida y de sucio atuendo nos miraba fijamente; tenía un periódico abierto y en una mano un croissant a medio comer. Durante un buen rato yo lo había tenido en el subconsciente; sólo cuando Rodríguez le devolvió la mirada me di cuenta, no sin alguna alarma, de su presencia. Así estuvieron uno y otro, observándose durante unos segundos, un tiempo que se me hizo eterno, hasta que el hombrecillo se dio por vencido y bajó los ojos.

– Qué impertinencia -dijo mi amigo en voz muy alta.

Bajé la voz.

– ¿Un espía?

– Bueno, tal vez -dijo Rodríguez volviéndolo a mirar. Se encogió de hombros-. Me da igual. Represento a otro país… Nada puede hacerme, tengo inmunidad diplomática. ¡Que se vaya al diablo!

El hombrecillo levantó los ojos de nuevo y los fijó en nosotros. Dobló el periódico con un gesto de impertinencia deliberada, se puso en pie y se dirigió despacio hacia la salida.

– Bah -exclamó Luis.

– Vaya, se me ocurre ahora mismo que tal vez el grupo latinoamericano que hemos constituido aquí podría desplazarse a los campos y acreditar su utilidad, levantando acta, protestando, qué sé yo…

Rodríguez inclinó la cabeza.

– Bueno, tal vez. No me parece que el gobierno francés lo aprobara. Ya veremos lueguito, ¿no? -apoyó las dos manos en el mármol del velador tomando impulso para levantarse-. Vamos a rendir pleitesía a doña Olga antes de que nuestro espectador -hizo un gesto con la cabeza para señalar al hombrecillo que ya había salido a la calle-, vuelva con refuerzos y meta los pies en nuestras tazas.

Reí.

– Debo bañarme primero.

Me miró con picardía.

– Bien, tiene tiempo. Lo espero allá. Acicálese y póngase guapo.

A la hora fijada por Mme. Letellier, y casi de forma simultánea, Rodríguez y yo llegamos a la cita. En el interior del café, al fondo de su sala principal, se sentaban ya Armand de la Buissonière, mi viejo amigo y antagonista Fierre Dominique, encargado de prensa del gobierno, Arístides de Sousa Mendes, el dominicano Porfirito Rubirosa, el conde Daniel Hourny, personaje joven muy elegantemente vestido, un enarco con fama de inteligente y de malvado que trabajaba en el gabinete de Fierre Laval y un canadiense (si no me traiciona la memoria, se llamaba Osear Hockansmith), que se ocupaba de tareas a medio camino entre la labor de prensa, la representación diplomática y el espionaje. Semiescondido en la penumbra asomaba otro muchacho también muy joven, exageradamente delgado, de grandes ojos febriles y románticos y pelo muy negro del que le caía un mechón rebelde sobre la ancha frente; ninguno lo conocíamos y Mme. Letellier, sin presentárnoslo, se refirió a él como le très jeune professeur Jean Lebrun (nada que ver con el Presidente de la República, me aclaró ella después). Otro protegido, supuse.

A la derecha del grupo, en uno de los incómodos sofás, se sentaba con languidez Bunny de Chambrun, yerno del mismísimo Laval, un tipo siempre sonriente, de largas piernas (de ahí su tendencia a recostarse en los asientos más que a sentarse en ellos) y eterno cigarrillo entre los dedos. Rene de Chambrun era un personaje muy simpático. Pese a su influencia social y a su considerable fortuna, nunca había querido meterse en política. Prefería llevar su bufete de abogados en París. Su madre era una americana de la buena sociedad de Washington y su padre, general en el ejército francés; un tío suyo, embajador, en Washington, primero, y en la Santa Sede durante la guerra, y el mayor de los tres hermanos, senador. De hecho, fue el único senador que el 10 de julio votó contra los poderes absolutos de Pétain. (Unos años antes Jean Giraudoux, con la lengua viperina que dios le había dado, decía de la familia: «es completa: hay un diplomático, cuyas meteduras de pata nos llevarán a la guerra, un parlamentario que votará a favor de que se declare y un general que la perderá». En fin.) En 1935, Bunny se había casado con Josée Laval, la hija lista, encantadora y caprichosa del primer ministro.

Registré toda la escena en menos de un segundo. Y lo hice casi con impaciencia porque la otra protagonista de la reunión reclamaba mi atención inmediata.

Marie Weisman se sentaba muy erguida en el borde de su silla a la derecha de Mme. Letellier y sonreía con una curiosa y atractiva mezcla de excitación e ingenuidad. Era o debía de ser la protagonista de la velada pero enseguida comprendí que Mme. Letellier nos había reunido en la mañana del 11 de julio en aquel café de los Quatre Chemis no tanto para presentarnos a su nueva protegida cuanto para subrayar su propia y recientemente adquirida importancia en la vida social de Vichy. Era obvio que le encantaba que un personaje como Rene Bousquet le hubiera recomendado a la joven y la hubiera puesto bajo su tutela, pero por encima de todo resultaba evidente que se enorgullecía de haber estado en disposición de hacerle ese favor. Me pareció que a poco que se la empujara, Olga Letellier se consideraría ya heredera por derecho propio de Mme. de Sévigné y se dispondría a abrir un salón literario y de discreto comercio político. Justo lo que se necesitaba en Vichy en aquellos momentos. Política y literatura.