Puede que esta Mlle. Weisman tuviera los ojos demasiado pequeños, puede que su boca fuera demasiado grande, igual que sus blanquísimos dientes, la mandíbula demasiado puntiaguda o la nariz demasiado pequeña y recta. Puede que tuviera el pelo castaño demasiado largo y que por ello lo llevara peinado a la antigua y en relativo y anacrónico desorden, con unos cuantos mechones rojizos encendidos en el brillante resplandor de un delgado rayo de sol que, rebotando en uno de los grandes espejos del establecimiento, se había colado hasta el fondo del salón. Y estoy seguro de que a la mayoría de quienes nos habíamos reunido en el café pareció que Marie Weisman era demasiado alta o que estaba demasiado delgada. Alguno pensaría que sus piernas, realzadas por una falda tan corta como lo permitía la moda del momento (y la nueva moralidad pública), eran demasiado esbeltas o que sus pies eran demasiado grandes. (Lo que nos chocó a todos sin excepción, estoy seguro de ello, fue que no llevara medias: sólo su expresión risueña e inocente desmentía que las piernas desnudas denotaran una altivez de elegante parisina, de parisienne nonchalante, con la que pretendiera señalar la poca importancia que asignaba a este pequeño centro estival de provincias.)
Una suma de imperfecciones, sí. Vaya con la suma de imperfecciones.
Marie Weisman me pareció arrebatadora.
Creo que despertó en nosotros una simpatía inmediata no exenta de un latido hecho de concupiscencia. Todos la contemplamos sonriendo embobados, con la excepción de Porfirito Rubirosa y del joven Lebrun. Porfirito me confesó más tarde que Marie le resultaba alta en exceso y escasa de carnes: una presa poco interesante para un hornbre que contaba entre sus conquistas a las mujeres más voluptuosas y célebres del mundillo internacional y que, según nos enteramos poco después, iba a casarse nada menos que con Danielle Darrieux. Y el joven Lebrun, por su parte, con su aspecto fiero y ascético, parecía desdeñar a la recién llegada con la intensidad de un universitario más ocupado en cuestiones realmente trascendentales que en frivolidades mundanas.
– Mademoiselle Marie Weisman -anunció Mme. Letellier con aire triunfal, como quien presenta una atracción de feria. Le puso una mano en el antebrazo y añadió sonriendo con picardía-: He querido presentaros a esta deliciosa nueva amiga recién llegada de París para escribir crónicas interesantísimas sobre la vida de esta capital y los terribles secretos de los grandes hombres de la política y de la sociedad. Mi querido amigo Rene Bousquet me ha pedido que proteja a Marie y me ha rogado que la aloje en mi casa durante las semanas en las que el gobierno esté instalado en Vichy. Ni qué decir que lo hago encantada y que estoy segura de que la tranquilidad de mis habitaciones y la ayuda de tantos amigos como vosotros le permitirán enviar unos reportajes espectaculares.
Marie dejó escapar una carcajada cantarina, juntó las manos y exclamó:
– Mais non! Apenas soy un alevín de periodista que viene a Vichy a intentar aprender el oficio. Claro que mi madre pidió ayuda a monsieur Bousquet y que monsieur Bousquet a su vez se la pidió a madame de Letellier y que sólo gracias a la amabilidad de Olga pude instalarme anoche en su casa, pero… -muchos habrían opinado que su voz era un poco ronca, un peu trop enrouée, dijo Armand; yo la encontré terriblemente atractiva-, les aseguro que estoy encantada de encontrarme en Vichy, entre amigos -arrugó la nariz-, y no en París topándome sin parar avec des boches, esos soldadotes alemanes con su aire prepotente y curioso… Ya les gustaría ser tan amables e inofensivos como quieren aparentar cuando pasean por nuestra ciudad desierta.
El joven Lebrun había levantado bruscamente la cabeza fijando su mirada en Marie con interés repentino. No dijo nada pero desde ese momento no apartó sus ojos del rostro de ella.
Fierre Dominique, por su parte, frunció el entrecejo.
– Es inevitable que la Wehrmacht circule por París, mademoiselle -dijo secamente-. Aunque no puede decirse que los alemanes hayan ganado una guerra que el sacrificio y la visión política del señor mariscal cortó de raíz, sí es preciso rendirse a la evidencia de que, de forma momentánea, sólo momentánea, ocupan parte de Francia. Tengo entendido que en París lo hacen no sin discreción y con un tacto exquisito para no zaherir los sentimientos de los parisinos.
– Será así -contestó Marie con viveza-, pero no crea usted que los parisinos aceptan de buena gana la imposición.
Aquella diatriba me pareció fuera de lugar. Dicha con tanta vehemencia frente a un grupo de personas que estaban situadas cerca del nuevo poder, resultaba, con seguridad, peligrosa, tal vez no de modo inmediato; pero gente así tiene la memoria larga. Alarmado, pues, hubiera querido sugerir a Marie que se callara, que controlara sus impulsos, pero habría sido inúticlass="underline" la experiencia de los meses siguientes nos enseñaría a todos que la espontaneidad de Marie Weisman era incontrolable por completo. Armand de la Buissonière la interrumpió con suavidad.
– Bueno, mi querida señorita, es cierto que en Francia preferimos nuestros uniformes a los de los alemanes…
– Ya lo creo -farfulló Marie.
– … pero -continuó Armand como si no hubiera sido interrumpido- ciertos sacrificios son inevitables. Considere la acción de Philippe Pétain -con una severa mirada de advertencia hizo que Marie guardara silencio-… con quien, por cierto, Manuel de Sá y yo tuvimos el honor y el placer de conversar largo y tendido ayer por la tarde… -una declaración que no dejó de tener su efecto entre los asistentes-, considere su entrega, hago entrega de mi persona a la patria, son sus propias palabras. No me parece razonable que por la comodidad y el bienestar de los parisinos, y es sabido que estamos convencidos de tener la capital del mundo a la orilla del Sena, podamos llegar a torcer el plan supremo del mariscal… -dijo «plan supremo» como si se hubiera estado refiriendo a los designios de dios.
Miré a Armand con sorpresa. Me guiñó un ojo. Al mismo tiempo me dio la impresión de que Marie se enfurruñaba al comprender de pronto (o no comprender) que se encontraba en un nido de pétainistas.
– Pois -terció Arístides. Como siempre, se había mantenido en silencio unos segundos más de lo necesario si lo que pretendía era intervenir en la discusión- las situaciones de guerra son siempre muy complicadas -levantó una mano con sorprendente autoridad para que no lo interrumpiéramos-, y a vezes é preciso tener paciencia ante la adversidad y esperar…
– ¿Tener paciencia, señor cónsul? -interrumpió Dominique con sequedad-. Francia, señor cónsul, y me refiero a la unidad colectiva, al alma de nuestro país, al concepto filosófico y moral de Francia, à la Patrie, en una palabra, ha tenido demasiada paciencia demasiadas veces, ha sido traicionada demasiadas veces por sus propios hijos… y ésta de ahora, ésta de 1940 es la traición peor de todas. Porque se trata de una traición provocada por la molicie, por la degeneración de la vida pública y de la privada, por la corrupción de las costumbres, por la Tercera República, por los masones, por los socialistas… (Semanas después, Marie me confesó que en aquel mismo momento hubiera querido ponerse en pie y desnudarse, me mettre à poil, para que Fierre Dominique supiera lo que era bueno y cómo la carne, sobre todo la carne joven e impúdica, tenía poco de corrupta y mucho de apetecible; y cuando me lo contaba, rompió a reír sin poderse contener ante mi cara de asombro; así era Marie.)
Arístides hizo un gesto blando, fluctuante, con las manos, dándose por vencido en la discusión.
– Peut-être que vous vous trompez, me parece que se equivoca usted -dijo Daniel Hourny. Recuerdo haber pensado cuan bello me parecía aquel joven. Una apreciación estética estúpida, desde luego, pero así la recuerdo, qué se le va a hacer-. No creo que los franceses seamos tan espantosos como nos describe, Dominique… Sencillamente nos hemos equivocado de bando con alguna frecuencia -la frialdad y precisión con la que hablaba me helaron la sangre-. Son errores que se pagan y que es preciso corregir aun cuando el sacrificio exigible sea grande y el precio a pagar, mayor. Si hubiéramos cornprendido que nuestros amigos naturales en Europa son los alemanes y no los anglosajones, nos habríamos ahorrado miles de muertos y destrucción sin cuento. ¿Ve usted, mademoiselle? -sonrió. Luego, bajó la voz para que tuviéramos que inclinarnos si queríamos oírle-. Debemos ser prácticos. Nuestros vicios han llevado a nuestra patria a la ruina y eso -levantó las cejas con resignación-, debe ser remediado. Pero, mademoiselle, nuestros pecados nada tienen que ver con la derrota frente al Tercer Reich. La derrota se debe exclusivamente a que, hasta ahora, los gobiernos de Francia se han negado a comprender que el aliado estaba al este y no al oeste -levantó un dedo-. De haberlo comprendido antes, el sacrificio de Pétain -dijo «Pétain» con la familiaridad de quien no se pierde en adulaciones superfluas porque no lo necesita-, no habría sido necesario y ahora el mariscal sería simplemente el jefe de estado al que hay que rendir pleitesía y no el héroe al que hay que seguir y apoyar en el camino de la recuperación. ¿Me comprende usted, señorita?