– ¿Andrée? -dijo Arístides con alguna sorpresa-. No, no. Penso que es mejor que tuviéramos esta conversación a solas, Manoel. Es un poco delicado el tema y la posición de Andrée no es muy sencilla de explicar…
– Bueno, supongo que se presta a algún equívoco, aunque en mi caso no creo que debiera usted preocuparse. Somos buenos amigos y mi discreción está asegurada…
– Não duvido, Manoel, pero lo que tengo que decirle es… sí… delicado, mas não tiene que ver con mi vida sentimental.
– Caramba, Arístides, usted dirá.
De pronto empezó a tutearme. (Cuando los portugueses tutean, las terminaciones de los verbos se vuelven sibilantes y sabes se convierte en sabesh.)
– Sabesh que, como cónsul de mi país en Burdeos… -se interrumpió y se puso muy colorado: sin duda, la ansiedad que le producía cuanto me tenía que contar le hizo olvidar las formalidades impuestas por los usos sociales. Pidió perdón pero levanté una mano y le dije:
– Arístides, nos conocemos hace mucho tiempo, somos buenos amigos y las angustias y los riesgos de una guerra acaban aconsejando que no perdamos el tiempo en tonterías superfluas. ¿Tratarnos de usted cuando nos jugamos la vida a cada momento? Bah. Por cierto, ¿has visto al señorito conde de Hourny dándonos lecciones de patriotismo? Qué miedo. No me gustaría tenerlo de enemigo, ¿eh?
– Desde luego que não… -suspiro-. Gracias, Manoel, por tu amistad. Te aseguro que lo que te tengo que contar y pedir… Ser cónsul de Portugal en Burdeos en estos momentos no es muy fácil. Preferiría estar destinado en Pernambuco, por cierto… Te aseguro que he llegado a temer, que no sé cuál es peor enemigo, si los alemanes o mi propio gobierno…
Me quedé con un trozo de rodaballo Mírenle pinchado en el tenedor suspendido en el aire a punto de metérmelo en la boca.
– ¿Qué pasa? Arístides -añadí con tono serio-, me alarmas.
– Por serte muy sincero, te diré que siempre me he tomado mi profesión como una forma de vivir cómodamente y de disfrutar de aquello que no se puede disfrutar en mi país… -bajó la voz-, bajo Salazar. Ya sabesh, libertad, buen vino, mujeres…
Le miré con ironía. Desde luego que de Sousa no era el epítome del bon vivant mujeriego que acababa de describir. Para dedicarse a las amantes y al buen vino, le faltaba el physique du rôle, le faltaba, ¿cómo decirlo?, la elegancia, el aire desenvuelto, la belleza latina y algo lánguida de un Porfirito Rubirosa, su dinero y, me parecía, su agilidad. Le sobraban el embonpoint, esa cintura que la glotonería le había redondeado con generosidad, y los doce hijos. Se lo dije.
– No me tomes el pelo -me contestó con un deje de tristeza.
– No te tomo el pelo, Arístides. No te lo puedo tomar habiendo conocido a mademoiselle Cibial…
– Madame.
– Madame, sí. Y sé que…
Me cortó con un gesto de la mano. Luego levantó la vista y en sus ojos vi tristeza, angustia, soledad tal vez, pero sobre todo, miedo.
– Venían sin parar, Manoel. Sin parar… Desesperados, asustados… não, não… aterrorizados, vivos de milagro… Y llegaban a Burdeos con la esperanza, la última esperanza de salvar sus vidas… les habían dicho, sí, que llegaran hasta el consulado de Portugal. ¡Diantre! Les habían dicho que el consulado podía ayudarles a salvar la vida… Pero ¿cómo iba a hacerlo?
– Un momento, un momento, un momento -exclamé interrumpiéndole-, no sé de qué me estás hablando, no entiendo nada Arístides, nada, ¿comprendes? ¿De qué me estás hablando? ¿Quién les había dicho que si llegaban al consulado…?
– Los propios policías franceses que custodiaban los campos de concentración en los que habían sido encerrados los que huían de Alemania. Al ver el avance de los soldados nazis, habían abierto las puertas y les habían dicho que escaparan si querían salvar la vida… Outros, en cambio, llegaban aterrorizados sin más, todos escapando del avance alemán. não huían de campos de concentración sino sencillamente de la guerra. ¡No puedes ni imaginar el espectáculo de Burdeos unos días antes de que llegaran los alemanes! No es que fuera sólo el tout París, el gobierno, los ministros, sus amantes, los diputados… ¡qué espectáculo, Manoel! Eran trenes y trenes de refugiados, caravanas de automóviles, era… la locura.
Un anciano camarero se acercó a la mesa y nos preguntó si habíamos terminado el primer plato. Sin dejar de mirar a de Sousa, me incliné hacia atrás, me apoyé contra el respaldo de la silla e hice un gesto impaciente con la mano. El camarero retiró nuestros platos. Después tomó la botella del Cassis del cubo de hielo y rellenó los vasos. Durante toda esta ceremonia, de Sousa y yo no cruzamos palabra alguna.
– ¿De qué me estás hablando, Arístides? -repetí cuando quedamos solos-. ¿En qué te afectaba todo esto?
Se quitó las gafas y con gran cuidado las limpió con la servilleta de lino mientras murmuraba algo que no alcancé a oír.
– ¿Cómo dices?
Suspiró, se volvió a poner las gafas y dijo:
– Hace un año recibimos en el consulado unas nuevas instrucciones para la concesión de visados a los extranjeros que quiseram viajar a Portugal… Entonces se trataba de controlar a los disidentes portugueses que vivían en Francia, pero… -levantó la cara hacia el techo con un gesto de exasperación-, todo en el Portugal de Salazar es hipocresía -sonrió-. Basta con mirarme a mí -sacudió la cabeza-. ¿Controlar a los disidentes? No. No se trataba de controlar a los disidentes. El dictador se preparaba para lo que vendría… -arrugó el entrecejo y pegó repetidamente con el índice en el mantel-: ¡se preparaba para los refugiados, sobre todo para los judíos! ¡Oh sí! Sabía bien lo que iba a ocurrir. No podía decir que se proponía rechazar a los judíos y a todos los demás que escapaban de Alemania porque él es un liberal, un gran liberal, un cristiano verdadero. No, no, los judíos, no. Sólo los disidentes portugueses… ¡Ah! Me sé las instrucciones de memoria: se referían a los extranjeros de «nacionalidade indefinida, contestada ou em litígio…» de portadores de pasaportes Nansen, «judeus expulsos dos países da sua nacionalidade ou de aqueles de onde provêm»… ¿Sabes qué es un pasaporte Nansen? -asentí-. Es un pasaporte de apatrida, un documento de la SdN para judíos polacos y rusos… ¿Quién más? ¡Judíos alemanes! Y todos los demás que huyen de Hitler y los austríacos, los checos, los polacos… hasta los franceses… -bajó la voz-. Te puedo decir, Manoel, lo que Hitler tiene intención de hacer con los judíos… ¡Pogromos! Quiere acabar con todos ellos. No hace falta ser demasiado perceptivo para adivinarlo.
– ¡Pero cómo va a acabar con todos ellos! De acuerdo que son una pesadez con sus gorros y sus tirabuzones y su usura, pero ¿qué crees que puede hacer con ellos?, ¿dónde los metería?
Arístides me miró largamente y por fin, sacudió la cabeza.
– Ah, Manoel, Manoel… En fin, da lo mismo… Empezaron a venir al consulado, cada vez en mayor número. Primero eran simples refugiados que huían de la guerra, ricos, pobres, judíos, arios, alemanes, polacos, austríacos… Al principio, como Francia seguía combatiendo, no importaba que estuvieran en Burdeos. Eran como toda la demás gente en guerra, refugiados… Cierto, eran extranjeros y ya sabemos que los franceses no son muy hospitalarios con la gente con problemas… mira tus compatriotas, internados en campos… en fin. El caso es que todos querían un visado…
– ¿Todos? ¿Todos los que llegaban a Burdeos? ¡Pero debían de ser miles!
– Bueno, sí -se encogió de hombros-, miles… miles, sí. Y las cosas se estropearon enseguida. El día 18 -levantó la mirada-, ¡hace apenas tres semanas! -asentí-, la Luftwaffe bombardeó Burdeos. Fue muy violento, hubo muchísimos muertos y heridos, muchas casas destruidas, hasta el puerto. Como allí estaba el gobierno en pleno y también estaban los diputados, yo creo que les entró miedo… ¿a quién no, eh?, y fue lo que terminó de decidirlos a solicitar el armisticio.