– ¡Válgame el señor! ¡Pero tu ministerio va a descubrir esta nueva trampa enseguida! Dos mil visados no se esconden así como así… Y ¿qué harás cuando lo descubran, hombre de dios?
Se encogió de hombros y, con un hilo de voz, dijo:
– Não sé -al cabo de un momento se enderezó en su silla-. Había una mujer muy joven en el primer descansillo, ¿sabes? Tenía un niño en brazos; lo llevaba apoyado en la cadera. ¡Se parecía tanto a ella! Tenía el pelo muy negro y grandes ojeras azules, como su madre. Al lado de los dos había un fardo pequeño… seguro que era todo lo que tenían. Me miraban los dos con esos ojos tan oscuros cada vez que pasaba delante de ellos. No se movían, siempre en el mismo descansillo mirándome… sin decir nada… -de Sousa parecía al borde de las lágrimas-. Hice que les bajaran una barra de pan y un tazón de chocolate… Cuando pasé de nuevo delante de ellos al irme hacia casa, la mujer me agarró por el brazo y me dijo danke, danke, danke. ¡Me dio las gracias! Ah, Manoel, pensé en mis niños pequeños. ¿Qué podía hacer? -levantó las manos con las palmas hacia arriba-. ¿Qué podía hacer? Cuando regresé do almoço, allí estaban. No sé cómo ni cuándo se las apañaba para que el bebé hiciera pis, cómo dormían. Por la noche los hicieron bajar a todos al jardín y allí pasaron las horas de espera… todos, guardando el orden de la cola en silencio. Aún no sé cómo los alemanes no entraron y los detuvieron a todos. Cuando regresé a la mañana siguiente, se habían vuelto a colocar todos en la escalera. Entonces hice que llamaran a la mujer y me la trajeran al despacho. Se quedó quieta delante de mí con el niño en la cadera. ¿Tú sabes que no lloraba? El niño, que tenía que estar hambriento, no lloraba. Dime, Manoel, ¿era yo responsable de todo aquello? ¿Me tocaba a mí cargar con el problema? ¿O debía decirle a aquella mujer que su desgracia era culpa de Hitler? -pinchó una pequeña patata salteada como si la estuviera banderilleando y luego la sostuvo en el aire mirándola fijamente. Sacudió la cabeza y se metió la patata en la boca. Masticó, tragó y después dijo-: La miré durante un buen rato y ella acabó por poner al niño en el suelo y se abrió el chai que la cubría; debajo llevaba una camisa de algodón y cosida en el lado izquierdo sobre el bolsillo, una estrella amarilla que llevaba una inscripción: Jude. ¿Cómo habría llegado hasta Burdeos? Santo cielo, Manoel, ¿cómo pudo llegar? Ela me disse: «Ich bin jude», como si aquello lo explicara todo. Le pregunté cómo pensaba llegar hasta Portugal, pero me parece que no me entendió. Del fardo sacó, entonces, un pasaporte. Lo cogí y lo estuve examinando un rato sin saber qué hacer. ¿Qué tendrías hecho tú?
– Ah, no sé, Arístides -contesté confuso, sorprendido, sin saber bien qué decir-. Tal vez llamar a la policía francesa…
– No los conoces, entonces… Son los mismos que han encerrado a los viejos combatientes españoles, a tus compatriotas, en esos horribles campos de concentración… ¿Pero tú has estado en alguno? ¿Tienes visto el espanto? -sacudió la cabeza-. Miré a aquella pobre mujer, Raquel Hammer se llamaba, y le hice la señal de dinero, así -se frotó el índice con el pulgar-, para averiguar si tenía dinero para sobrevivir. Ella no me entendió -Arístides bajó la vista, avergonzado por la mera idea de que alguien hubiera podido pensar que pretendía aprovecharse de la situación-, y del fardo sacó un mísero fajo de billetes, marcos alemanes, creo, y me los quiso dar. No, le expliqué, no, no, es para tu viaje, para tu viaje, y se los rechacé. Luego ella comprendió lo que le quería decir y sonrió: mein Bruder ist da, su hermano estaba ahí. No sé lo que era ahí, pero que su hermano anduviera en algún sitio cercano parecía resolverlo todo… -bebió un gran sorbo de vino tinto y eructó de forma casi imperceptible-. ¿Sabes? Es como cuando abres una cornpuerta y se salta el agua a presión… Llamé a mi secretaria y le ordené que le dieran el visado. Y ella me dijo pero señor cónsul y yo le respondí qué puedo hacer. Bueno, mi secretaria me contestó que no habíamos pedido autorización a Lisboa. Recuerdo haberme encogido de hombros. Déselo, repetí. ¡Mas está prohibido!, dijo ella. Da igual. Mas es ilegal. ¿Más que lo de los días pasados? No eran judíos, bueno, no todos. Déselo, insistí -de Sousa sonrió-. Sí, señor cónsul. Y no se lo diga a nadie. No, señor cónsul…
– Estáis locos.
– Lo sé -soltó una carcajada amarga-. Luego le dije, Amalia, deles visado a todos los de la escalera, a todos, ¿me oye? Mire, le dije, ni son apatridas ni huyen de nada. Para mí todos quieren viajar a Lisboa por placer.
– Pero ¿cuánto tardarán en Lisboa en darse cuenta de que has dado esos visados sin autorización?
Arístides volvió a encogerse de hombros.
– Não sé. Imagino que cuando llegue el primero a Lisboa… Bueno, no, el primero no. Cuando lleguen dos mil…
– Pero los devolverán, y a ti te cortarán el cuello…
– No, devolverlos, no. La mayor parte van en tránsito, van a embarcarse rumbo a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil… Además, en Portugal hay una comunidad grande de judíos, con mucha influencia. Salazar no se atrevería. Está todo en un equilibrio muy delicado: dejar entrar, no; expulsar, tampoco. ¿Sabes que Gulbenkian, el millonario del petróleo, el Mister Cinco por Ciento, ha conseguido instalarse en Lisboa? ¿A que a ése no lo echan de Portugal? Pues él no deja que se persiga a los judíos en Portugal…
– Pero ¿y tú?
Hizo una mueca.
– Un par de visados que concedí a personalidades más conocidas hace dos meses me crearon problemas, pero al final fueron convalidados. Me advirtieron de que era la última vez que pasaban por alto mi indisciplina. Pero ¿qué puedo hacer? Después de eso he dado otros treinta mil. ¿Qué puedo hacer? -repitió-. Pedí muchas veces que me destinaran de vuelta a Lisboa. Nunca lo conseguí. Vaya, cuando me castiguen, que supongo me castigarán, iré a ver a Salazar y le explicaré todo. No creo que sea muy grave. Le pediré que me mande a algún lugar lejano, a Buenos Aires…
– ¿Con tu mujer, tus doce hijos y madame Cibial?
Se le ensombreció el semblante.
– ¿Te puedo confesar una cosa? La quiero mucho. Y con todo y lo joven que ella es y la posición que tiene, algo debe de ver en mí puesto que está decidida a seguirme a donde vaya. Y ella sabe que no me puedo divorciar de Angelina. ¡Dios mío, Manoel, qué escenas de celos!
– Bah, que no te amarguen la existencia -quise cambiar de tema para averiguar de una vez en qué consistía la espada que este Damocles me había colocado encima y apartarla-. En fin, dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Dije esto con la aprensión que suscitaba en mí el asunto, porque después del relato de sus angustias consulares, cualquier cosa que Arístides me pidiera sería, sin duda, engorrosa de atender. Y bastante tenía yo con cuidarme las espaldas para andar comprometiéndome en defender las ajenas.
Suspiró.
– ¿Has oído hablar de Eduardo Neira?
– ¿El médico?
– Sí, el catedrático de la universidad de Barcelona, es grande amigo.
– ¿Qué le pasa? Oí que se dedicaba a coordinar a los vascos exiliados de Dax…
– Eso es. Pero como a todo exiliado español prominente lo buscan los alemanes para entregárselo a Franco y lo quieren los franceses para meterlo en un campo de concentración. En cualquiera de los dos casos, es la muerte segura para él y para toda su familia.
– ¿También los franceses?
– También los franceses ¿qué?
– Pregunto si los franceses son también asesinos en masa.
Hizo un gesto de disgusto.
– No, claro que no. Pero la mujer de Neira… bueno, a ella no le pasa nada, pero su hijo mayor, ése sí está enfermo. Los Neira no tienen recursos. No les queda nada. Si a él lo internaran en un campo, intentaría escapar… en fin, no quiero describirte las consecuencias… -alzó los hornbros-. Bueno, a través de Flaco Barrantes, hemos conseguido un visado para que se vayan todos a Bolivia. Creo que si los Neira llegan a Lisboa a bordo de un paquebote que lleve rumbo a Suramérica, no me dirán nada desde mi ministerio y a ellos los dejarán seguir.