– ¿Y qué problema tienes?
– Pues que el primer paquebote que parte de La Rochelle hacia Portugal y América no zarpa hasta dentro de doce días… Neira y familia… -titubeó-. Tú tenías una casita en el campo cerca de Montpellier, ¿verdad?
Tragué saliva.
– No -contesté con prudencia-. Es un pequeño mas, una masía provenzal, pero no está cerca de Montpellier sino de Arles.
– Ya. Bom. Como fuere… Es que no pueden estar vagando como almas en pena por Francia sin lugar en el que refugiarse… Y tú eres el único que puede darles cobijo, el único que conozco. Si están escondidos en tu casa, puedo irlos a buscar dentro de diez días para llevarlos a La Rochelle… -me miró expectante.
Inspiré muy despacio por la nariz.
– Arístides, me pides algo que me es muy difícil darte. Mi posición es muy delicada… Imagínate: yo un refugiado…
– ¡Pero si tienes la nacionalidad francesa! ¿Cuál es tu problema? -preguntó con el tono algo lento y pesado que utilizaba al enfadarse. Se subió las gafas, empujándoselas con el dedo índice sobre el puente de la nariz.
– Un fugitivo… -balbuceé.
Guardó silencio y bajó la mirada al plato que tenía delante. Al cabo de unos segundos, sin levantar la vista, dijo:
– Técnicamente no es un fugitivo, Manoel. Lo buscan, sí, mas él no se ha escapado.
– Pero ¿y cómo pasarías de esta zona a la ocupada? Porque La Rochelle está en zona ocupada…
– Eso no es problema, en realidad. Soy un diplomático de un país extranjero y neutral y puedo moverme con libertad por toda Francia -sonrió-. Bueno, casi. Son muy pocos días los que tiene que pasar la familia Neira en tu casa. Te lo pido como amigo y como ser humano: esta gente debe ser salvada.
– Me planteas un grave problema, Arístides, un grave problema: si los Neira son descubiertos en mi masía, a ellos los detendrán y a mí probablemente también. Y será mi ruina.
– Não. Es muy simple. Dirás que son tus amigos y los has invitado a pasar unos días en tu casa hasta que reciban los visados para viajar a América -de pronto levantó la cabeza-. Ainda melhor… Déjame que te proponga una cosa: si los Neira son descubiertos en tu casa, diré que te había engañado asegurándote que se trataba de mi propia familia pasando unas semanas de veraneo en el mas y te exoneraré de toda responsabilidad.
– ¡Pero eso sería tu ruina!
Tardó unos segundos en contestar.
– No -aseguró, por fin, aunque, por su tono, noté cuan inseguro estaba-. Ya encontraría una solución… Bah, ya se me ocurriría algo para excusarme ante los franceses e impedir que en Lisboa llegaran a enterarse -tonterías, pensé-. Me aterra, pero no puedo dejar de ayudar a los Neira -concluyó, clavando su triste mirada en mí. Y murmuró-: No creo que me quede mucho tiempo para hacerlo. Creio que me van a acabar echando de Francia y bien pronto.
Removí con una cucharilla el azúcar del café que alguien había puesto delante de mí sin yo darme cuenta de que habíamos llegado al final de nuestro almuerzo.
– Vaya – musité. Después alargué la mano izquierda hasta el otro lado de la pequeña mesa y di unas palmaditas en el antebrazo de Arístides.
– Gracias – dijo por fin éste, conmovido -. Gracias. Todavía hoy, al recordar aquel instante, no soy capaz de determinar qué pudo más en mi decisión de ayudar al cónsul portugués, si la admiración por la entrega de un hombre dispuesto a arriesgar todo con tal de librar a unos desconocidos de los graves apuros que los acechaban; o la vergüenza (guiada sólo por el más educado concepto del qué dirán) que me provocaba tanta generosidad; o el sentimiento frivolo y casi aventurero de sentirme seguro en el bando reconocible de los buenos pese a que fuéramos a perder esta guerra. Como si tal adscripción supusiera estar encuadrado en un regimiento compacto, invencible, sin fisuras, cuya solidez no se debiera a mí sino a los que lo componían conmigo. Una fortaleza inexpugnable en el centro de la cual me encontrara, aterrado, infeliz, pero relativamente a salvo. A buen recaudo de los que querían asaltarla. Y todo esto por cuatro o cinco personas. Arriesgar la vida por cuatro o cinco personas cuando los que sufrían se contaban por millones.
– No me des las gracias – suspiré -. No me las des. En realidad, no estoy siendo generoso, Arístides. Hago lo que hago porque… porque… – me encogí de hombros -. Da igual. Acompáñame a mi hotel y te daré la llave, un plano para que podáis llegar sin pérdida a la casa y una carta para los guardeses.
Sí. Aquel 11 de julio cambió mi vida. No puedo decir que la cambiara para bien ni para maclass="underline" sólo la hizo diferente.
Por seguir un orden cronológico de tal modo que su secuencia me permita recuperar los recuerdos uno a uno, diré que me resultó asombroso comprobar cómo el almuerzo con Arístides de Sousa había alterado mi percepción de cuanto estaba ocurriendo a nuestro alrededor… y, desde luego, cualquier pretensión de valentía personal. Estábamos en una platea desde la que la guerra era un espectáculo (desagradable, pero espectáculo al fin) de ejércitos machacados, de refugiados penando por las carreteras, de muertos, de heridos, de gentes huyendo de Hitler y su infernal maquinaria, de pobres miserables que padecían privaciones, miedo y horror sin cuento. Poco a poco, las circunstancias me iban obligando a dejar de ser espectador de este circo para convertirme en funambulista. Los judíos que hacían cola en la escalera del consulado portugués en Burdeos y, sobre todo, la familia Neira, se empeñaban en entrar de la mano de Arístides en mi masía de Arles para meterme de lleno en una guerra que me parecía obscena, una pesadilla de la que había conseguido mantenerme apartado hasta aquel mismo momento.
Y así, cuando, terminado nuestro almuerzo, salimos del hotel du Pare, me pareció que Vichy había cambiado: ya no era la estúpida y frivola ciudadela-balneario que conocíamos, sino un villorrio sofocante, húmedo, lleno de amenaza.
Deambulando por el parque des Sources, había más gente, mucha más gente que apenas unas horas antes. No se trataba aún, como acabaría ocurriendo semanas más tarde, de bandas políticas organizadas o de manifestantes fascistas, de legionarios, de activistas de L’Action Française o de cualquier otra tendencia de la extrema derecha. Se trataba de la atmósfera instintiva creada por civiles estupefactos que intentaban organizar sus vidas y acomodar sus creencias a las nuevas realidades. Todos pretendían sobrevivir, por más que no se dieran cuenta todavía de lo que les esperaba. La necesidad hace virtud y quien más quien menos montaba sus mecanismos de defensa frente al hambre, el miedo y la tiranía estúpida. Se estructuraba, planeaba y perfeccionaba el arte del disimulo, que es el modo que tienen los aherrojados de hacer frente a los déspotas.
(Tampoco es que hubiera en Vichy en aquel momento una diversidad grande de estamentos sociales y, por consiguiente, de opiniones políticas. Los balnearistas eran los balnearistas y a ellos el armisticio había sumado en los últimos días funcionarios, militares, diputados, senadores y diplomáticos extranjeros, ninguna de aquella gente de la extrema izquierda. Desde luego, no me pareció que fuera éste el caldo de cultivo de resistencia alguna al régimen del mariscal Pétain.)
Ahí estaban todos juntos, anunciando el nuevo evangelio de la lucha contra el complot del judío, el masón, el extranjero y el comunista. Con Francia derrotada, los tiranos ni siquiera tuvieron necesidad de imponer su férula con violencia. La adhesión al viejo mariscal lo hizo todo y el francés aceptó con gusto su nuevo papel de delator colectivo al servicio de la moralidad renacida. Sólo mes y medio después de que fuera certificada la defunción de la Tercera República y para llenar el vacío dejado por la disolución de los partidos políticos, el mariscal, embarcado en su reforma patriótica, creó la «Legión de los combatientes» (recuerdo la angustia que nos causó a todos la recomendación dada a los nuevos legionarios por Xavier Vallat, secretario general de los ex combatientes: «sed los ojos y los brazos del mariscal hasta la esquina más recóndita de Francia»; es decir, sed delatores). Y éste era sólo el principio. En fin, volvamos al relato.