Avanzábamos despacio y supongo que en algo contribuirían a nuestra pesadez de movimientos el calor reinante y el vino consumido. De modo que al cabo de un buen rato, recogida en mi hotel la llave de mi masía y pormenorizadas las explicaciones sobre su localización, decidimos que éste era el momento de cruzar el umbral del establecimiento de aguas de primera clase para darnos una merecida sesión de aguas termales, masajes y musculación.
Lo habríamos hecho, sin duda, de no ser porque topamos de frente con Marie Weisman que acababa de salir del Pare, de visitar a Fierre Dominique, nos dijo. Fue como una aparición: etérea en su camisero de lunares blancos, su sombrerito de paja negra y sus mocasines de dos tonos; parecía flotar sobre el albero del camino.
– Es alta y delgada demais -murmuró Arístides.
Al vernos, Marie aplaudió varias veces con entusiasmo y exclamó:
– Geppetto et le Portugais! Mis dos amigos preferidos desde esta mañana -por un instante pareció dispuesta a demostrarnos su alegría dándonos a cada uno un sonoro beso en la mejilla. Pero se contuvo. Se acercó sonriendo hasta donde estábamos y nos dio la mano: si no hubiera sentido pudor, la habría retenido entre las mías para disfrutar unos segundos de su piel suave y firme. Suspiró-. Uy, qué aire de conspiración se traen ustedes dos. ¡Qué habrán estado tramando!
Arístides, como de costumbre, tardó un tiempo en contestar y yo me apresuré a decir:
– Nada -sonreí-, nada, aquí en Vichy no se trama nada y menos aún desde la llegada del mariscal.
– Bueno, pero los mejores espías son los que, como ustedes, más pinta de inocentes tienen, n’est-ce pas? -la afirmación no contribuyó a calmar nuestra inquietud; sólo hizo que nuestra confusión resultara más evidente. Con aire cómplice, Marie se colocó entonces entre los dos, pasó sus brazos bajo los nuestros y, bajando la voz, preguntó-: Y ahora en serio, díganme, ¿de qué cosa terrible hablaban? No se puede ir por la calle tan ensimismados e intentando disimular como iban ustedes dos sin estarse contando secretos que por lo menos eran de Estado -¡Dios mío! ¿Tanto se nos notaba?
– Ah, mi querida amiga -contestó Arístides en su buen francés-, esa cara que usted nos veía tiene más que ver con el dolor de la indigestión que con un complot de alta política… Nos dirigíamos hacia el establecimiento balneario para ver si los masajistas podían hacer algo con nuestros problemas digestivos.
– … Pero ahora -interrumpí-, ya no necesitamos masajistas. Ha llegado el hada de Vichy y nos va a curar como por ensalmo.
Marie rió de buena gana. Vaya cursilada, pensé, reprendiéndome por este exceso de zalamería galante.
– Me van a permitir -dijo Arístides de pronto, como si la llegada de Marie le hubiera recordado un deber ineludible- que los abandone y que Manoel sea el único afortunado en disfrutar de la compañía de mademoiselle Weisman. Debo volver a mi hotel. Mañana regreso a Burdeos muy temprano y aún me quedan por hacer las maletas y preparar el automóvil para el largo viaje… -se despidió de nosotros con aire medio solemne y encaminó sus pasos hacia el hotel des Ambassadeurs.
Cuando Arístides ya no podía oírnos, Marie, sonriendo con travesura, sugirió que «también tiene que recoger a madame Cibial, ¿no?».
– ¡Vaya! Hay que ver cómo circulan los rumores por esta ciudad.
– Uy, no he querido ser malvada -exclamó-. Es sólo que me parece encantador ese côte tan humano de monsieur de Sousa, padre de familia numerosa -gesticuló para esconder su confusión pero enseguida se encogió de hombros-. Las personas son libres de hacer lo que las hace felices… ¿No le parece, monsieur de Sá?
– Si alguien la oyera en este momento, probablemente la llevaría ante el gran tribunal de la inquisición de Fierre Laval y acabaría usted en la hoguera…
– Bah, son todos un poco hipócritas.
Estoy seguro de que parpadeé sorprendido.
– Sí, tal vez.
– Dígame, Manuel, ¿le puedo llamar Manuel? Es que monsieur de Sá me parece tan solemne… ¿Sí? A cambio, le exijo que me llame usted Marie…
– Eh, está bien… eh… mademoiselle…
– Ah -dijo levantando un dedo.
– Quiero decir… Marie.
– Muy bien -se colgó de mi brazo con ambas manos-. ¿Me acompañaría usted a dar un paseo por la orilla del Allier, así bras dessus, bras dessous?; hace una tarde estupenda, ¿no?
Me latía muy fuerte el corazón y tuve que carraspear para poder articular palabra.
– ¡Claro que sí! No tengo…
– … ¿nada mejor que hacer?
– ¡No, no! Quería decir que no tengo ningún compromiso insoslayable que me impida hacer lo que más me apetece en este momento.
– Aja. De acuerdo. Pues vamos.
Dimos unos pasos en silencio hacia la rué Petit, al costado del Pare y en dirección al río. Me pareció que había transcurrido un siglo desde que aquella madrugada el insomnio me había empujado por el mismo camino. Apenas doce horas y me sentía más vivo (y más aterrado) que en años.
– ¿Y a Manuel le gustan los alemanes?
– No me gustan absolutamente nada, pero dígame, Marie, ¿cómo es que ha acabado en Vichy?
– No quería quedarme en París ni un momento más -exclamó con intensidad-. Lo que dije esta mañana era cierto. La… la invasión de los boches con sus botas ensuciándolo todo como campesinos patosos era más de lo que podía soportar… ¡En mi París! Poco falta para que tengamos que hablar alemán.
– Bueno, dicen que los soldados alemanes se comportan con delicadeza…
– Mais non! Es para cubrir las apariencias. Ya verá usted, Manuel, cómo a la menor ocasión les saldrá el Wagner por las orejas y empezarán a pisotearnos… No, no. No podía quedarme allí. ¿Sabe? No hay nada más triste que contemplar la capital del mundo humillada en la derrota. Y encima hay franceses que están encantados…
– Bueno, hay muchos franceses pro Hitler. Ya lo vimos esta mañana… También hay muchos anglofilos y si hubieran ganado ellos…
– ¡Oh, prefiero tomar el té a las cinco que desfilar haciendo el paso de oca!
– Pues me temo que es lo que nos espera en cuanto ganen la guerra, Marie.
– Pero ¿vio usted al conde Hourny y al propio Pierre Dominique? Yo creo que me asustan más ellos que los alemanes. Porque los alemanes ganarán la guerra, pero éstos, en cuanto la hayan ganado los otros y no queden enemigos, nos van a triturar con su moralidad y su trabajo y su familia… Mais, bon Dieu, si j’aime baiser, de quoi se mêlent-ils? -exclamó con irritación-. Y además, Pierre acaba de decirme que tenga cuidado, que mi deber como buena francesa es respetar al mariscal y que… y que… ¡ah, bah! Quel con!
Impelida por su explosión de vehemencia, Marie se había soltado de mi brazo. Como nos disponíamos a cruzar el bulevar des États Unis para entrar en el parque de L’Allier por el lateral del chalet de Napoleón, la agarré de nuevo para evitar que pudiera atrepellarla algún automóvil de los que circulaban velozmente por allí. Lo hice con ternura benévola de modo que en ningún caso pudiera interpretar mi gesto como algo deliberadamente íntimo. Tiempo después (puedo dar la fecha exacta: el 3 de octubre siguiente), Marie me lo reprochó.
– Los hombres bien educados sois muy curiosos: ¿a que no harías un gesto así para demostrar amistad o preocupación a un hombre? No, no, tiene que ser a una mujer. En realidad, no tiene nada que ver con la ternura cálida que nace de la atracción o de la sensualidad, sino que es una cuestión de educación: has sido educado en la creencia de que una mujer necesita calor, cercanía… más que un hombre, desde luego, y que debe dársele sin que ello tenga connotación sentimental alguna. Me tocas el brazo porque crees que lo necesito, no porque tú busques el contacto físico -vaya.