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– Marie Weisman -dije cuando hubimos cruzado e íbamos adentrándonos por el parque, por entre matorrales de anémonas y lirios, sorteando sauces y cerezos-, Weisman… ¿viene de dónde?

– Polonia. Toda mi familia es polaca… originariamente, claro. En su emigración pasaron por Alsacia y el primer Wizzie nacido en París…

– ¿Wizzie? ¿Os llamáis Wizzies? Vaya falta de respeto hacia vuestro nombre.

– No es muy grave -respondió con impaciencia-. Wizzie, por abreviar… el primero ya fue un soldadito de Napoleón. A todos estos inmigrantes, que eran judíos que huían de los pogromos en Varsovia y llegaban a la tierra de libertad que era Francia, a Alsacia, a Marsella, al bórdeles, los emancipó la Constituyente durante la revolución de 1789. Luego, Napoleón los dotó de un sistema consistorial, más o menos como la organización de los protestantes y les dijo: vuestra religión es asunto privado vuestro y se acabó. Vaya, en mi familia hay una tradición grande de laicismo desde siempre. En realidad dejamos de ser judíos hace tres generaciones… ¡Qué bonito es el chalet de Napoleón! -exclamó de pronto-. Me encantan esos balcones tan delicados. Si yo fuera Pétain, me habría instalado allí, pero, bueno, como no soy Pétain… -rió.

Cuando reía, los rasgos de su cara se suavizaban, se hacían tal vez más femeninos, no, ésa no es una buena explicación. ¿Cómo se iba a hacer más femenino algo que ya lo era? Puede que fuera que sus párpados se plisaban o que las arrugas de su sonrisa se hacían más marcadas, puede que de ella se desprendiera una promesa de sensualidad como un aura. No sé. A lo mejor al reír cambiaba de postura, metía los ríñones (la expresión francesa, mucho más sugerente, es elle cambrait les reins), subía el pecho, se tornaba más provocativa…

– Los militares entienden poco de belleza, Marie. Seguro que al mariscal, los chalets de Napoleón in le parecen una estupidez decadente.

Se soltó de mi mano para agarrarse con más comodidad de mi brazo.

– Parecemos novios -murmuró-. Bien. Mi abuelo Raymond era un aventurero. ¿Sabe usted lo que hizo? Se fue a Palestina a trabajar.

– ¿A Palestina? -pregunté con incredulidad.

– Sí. Él trabajaba para el barón Rothschild en París y le propusieron ir a Palestina a administrar las posesiones que los Rothschild tenían allí. Ni corto ni perezoso. Y no sólo eso. Allí se casó con la nieta del primer médico judío de Galilea. De modo que mi abuela era una beduina morena de grandes ojos negros así -con las dos manos se estiró de los extremos de los ojos para achinarlos. Sonrió-. Después volvieron a París… allí nació mi padre.

– ¿También es banquero?

Rió de nuevo.

– No, no. Papá es profesor de universidad. Enseña Historia en la Sorbona.

– ¿Y su madre?

– ¿Mamá? Mamá es médico. Pediatra -me pareció que lo decía con orgullo.

– ¿Y la niña?

– Ah, mais quel interrogatoire -sonrió-. Parece usted de la policía. La niña nació hace veintiocho años, creció… demasiado, siempre me llamaron patas largas, estudió Ciencias Políticas en la Sorbona, salió corriendo cuando estaba a punto de casarse, se fue al frente del Ebro como conductora de ambulancias y ahora ha acabado en Vichy de corresponsal de guerra. Voilà.

Habíamos llegado al borde del río. Estuvimos quietos durante unos momentos mirando cómo las apacibles aguas se deslizaban haciendo pequeños rizos y remolinos en los que se enganchaban briznas de hierba y hojas. El Allier bajaba marrón, cargado del barro de las tormentas de verano. Muchos paseantes iban y venían andando despacio. Otros se sentaban en los pequeños cafés que jalonaban el sendero del río bajo los sauces.

Nos encontrábamos a un millón de kilómetros de la guerra. Apenas se oía el murmullo a flecos de las conversaciones de los demás.

– ¿Cómo voilà? -dije. No me atreví a preguntar si ahora había alguien ocupando su corazón (su cama, habría dicho si hubiera sido descarado hasta conmigo mismo)-. ¿Le parece poco?

– Bah, aventuras de adolescente -que es lo más maduro que le he oído nunca a una mujer joven. Se volvió hacia mí y me miró con seriedad.

– ¿Estamos coqueteando? -preguntó. Y arrugó los ojos.

Me dio un escalofrío.

– Soy muy viejo para eso.

– Et vous, Manuel? ¿Qué ha sido de su vida?

– Poca cosa y la poca, sin interés. Espere -levanté una mano para que no insistiera-. Espere. Me queda una pregunta, Marie. Esta guerra es muy peligrosa, especialmente para ustedes…

– ¿Para los franceses? -se encogió de hombros-. Ya lo sé. ¿Y?

Carraspeé.

– Quiero decir… eh, para los judíos.

Alzó las cejas.

– Bueno, sí. Hay mucho antisemitismo por ahí. Claro, parte de la motivación de la guerra… -hizo un gesto, una mueca de duda y luego de indiferencia. Miró hacia el otro lado del río hacia donde estaba el pabellón del club de golf-. Pero a nosotros los franceses no nos afecta. Como dice mi padre, el antisemitismo es un elemento de discordia importado de los países teutónicos. No tiene nada que ver con nosotros. Nosotros somos franceses. Bueno, es cierto que hay, en la extrema derecha, alguna histeria contra los israelitas, pero Francia es Francia. Somos civilizados… D’accord? -su expresión se había vuelto seria. No quería para sí ni la sombra de la duda.

Me parece ahora asombrosa la ligereza con la que tratábamos el tema de los judíos. En 1940, los judíos franceses eran tan franceses que podíamos hablar del semitismo y del antisemitismo estando judíos presentes en la conversación, como era el caso ahora con Marie, sin que las alusiones a los méritos y deméritos de una raza u otra pareciera más que una disensión intelectual y el peligro para el futuro de sus miembros, algo consustancial a un pueblo en guerra, ni más ni menos. Asumíanles con naturalidad que lo que arrostraban ellos era en el fondo tan grave como lo que arriesgábamos los demás; ni más ni menos. Por lo demás, el semitismo era un estado de lepra con el que habíamos crecido desde pequeños; siempre habíamos vivido con él. ¿Qué otra cosa podía esperarse de nosotros?

¡Qué lejos estábamos de comprender entonces y de darnos cuenta más tarde que el antisemitismo estaba a punto de convertirse en la cuestión moral más grave de nuestro tiempo! A todos nos parecía de más trascendencia política y social, por ejemplo, el marxismo. Locos inconscientes, cretinos morales, cobardes insensibles y ciegos, todos habríamos estado a tiempo entonces de detener la tragedia que estaba a punto de desplomarse sobre el mundo. Y encima no es verdad. Era ya demasiado tarde.

Marie me volvió a mirar con mirada intensa.

– Et vous, Manuel, alors? ¿Qué ha sido de su vida?

6

DOMINGO GONZÁLEZ

Años atrás, en 1934 o 1935, buscando refugio tierra adentro para huir por unos días de la alocada vida de la Costa Azul en verano (mi alma, después de todo, tenía recovecos estetas dentro de su frivolidad), llegué sin pretenderlo a Les Baux-de-Provence. Viajaba solo y la descubierta me produjo tal placer íntimo que la sensualidad del instante quedaría para siempre en mi memoria como un secreto a no compartir con nadie.

Conducía entonces un Chrysler Roadster (modelo anterior del que ahora tenía) y recorrer en solitario y con la capota bajada los caminos desde Cannes hasta las inmediaciones de Arles, un buen número de kilómetros, dicho sea de paso, me debía de haber ido preparando para el espectáculo que me esperaba en aquel rincón de la Provenza. Aun así, quedé mudo.