Me había hecho la ilusión de poderme desentender de la suerte que corrieran los Neira. Su presencia en Les Alpilles sería breve, Arístides se los llevaría antes de que pudiera producirse reacción alguna en Les Baux y yo quedaría a salvo de la maledicencia local y de los efectos, aún desconocidos para mí, de la delación o de la denuncia a unas autoridades de policía que hasta entonces me habían tratado con benevolencia amistosa. En fin, que hubiera preferido quedar al margen.
No pudo ser.
Con un entusiasmo más que moderado, organicé aquel mismo día un viaje hacia el sur, dejándome arrastrar a lo que no quería hacer. El único consuelo sería la presencia de Marie, a la que propuse la aventura y que, como excusa para acompañarme, alegó alguna imperativa necesidad periodística. No recuerdo bien el pretexto, pero tuvo que ver con escribir una serie de artículos sobre la organización y las comodidades o incomodidades de la vida civil en la zona libre tras el armisticio. Como no quise que Mme. Letellier pudiera desconfiar de la moralidad de un viaje a dos, propuse a Jean Lebrun que nos acompañara.
No me pareció sensato explicar a Olga el verdadero motivo del periplo que emprendíamos; las confidencias tienen un límite, sobre todo en tiempo de guerra, cuando atañen menos a la amistad que a las lealtades a un bando u otro. Aquella mujer era tan tonta que, incluso con la mejor voluntad, si la hubiera tenido, era capaz de meternos a todos en un lío con un simple comentario hecho en voz alta ante quien no debía. Por esta razón, simplemente le pedí autorización para ser el chófer de Marie en su misión periodística por el sur de Francia. Aceptó de buen grado y dijo mostrarse aliviada por que una muchacha de tan pocos años llevara a su lado a un protector de confianza. Y, de paso, añadió sonriendo, porque ambos jóvenes, Marie y Jean, viajaran acompañados de una «carabina» tan respetable. No me hizo mucha gracia verme tildado de tal. Pero reímos ambos y me tuve que aguantar.
Emprendimos camino en la mañana del 16 de julio, dos días después de la fiesta nacional, conmemoración bien triste de la toma de la Bastilla, tres días después de que Albert Lebrun dejara de ser presidente de la República y, según pudimos saber más tarde, en las mismas horas en que Hitler ordenaba que fuera preparada la invasión de Inglaterra.
Tuvimos la suerte de que la gasolina todavía no estuviera racionada aunque ya no fuera fácil encontrar un surtidor bien aprovisionado y en algunos lugares la vendieran ¡a veinte francos el litro! Una buena propina, sin embargo, allanaba bastante las dificultades.
Pusimos a Jean Lebrun en el ahítepudras, lo que pareció divertir a Marie sobremanera. Se pasó el viaje mirándolo con aire travieso, mientras nuestro joven y airado amigo mantenía una expresión más lúgubre y enfurruñada que nunca y ella me ponía de vez en cuando una mano cómplice sobre el brazo aprovechando que lo movía para cambiar de marcha.
El camino era largo, más de cuatrocientos kilómetros, y pese a que salimos muy de mañana, tras seis horas de viaje sólo pudimos llegar hasta Valence. Algunos trechos de la carretera habían quedado bastante intransitables tras los bombardeos de pocas semanas antes y no había modo de avanzar a un ritmo razonable. En vista de ello, decidimos almorzar en Valence. Fui derecho a Pie, el antiguo hotel de la avenida Victor Hugo, cuya bodega tenía justa fama y en el que comeríamos algún guiso, si no abundante debido a los rigores de la guerra, al menos bien condimentado y sabroso.
Aquellos primeros días de después del armisticio y del establecimiento de una engañosa zona libre en el sur de Francia, producían una extraña esquizofrenia en el observador: el país estaba en guerra, desde luego, había sido derrotado, por supuesto, pero había recuperado, al parecer, la normalidad de antes del conflicto. Sin embargo, normalidad o no, destrozos de la guerra o no, nada había vuelto a ser como antes. El paisaje era el mismo y las ciudades que atravesábamos seguían siendo iguales a como las recordábamos (bueno, en fin, con alguna destrucción provocada por los bombardeos de la aviación alemana en zonas rurales), pero todo era distinto aunque todavía o de nuevo engañosamente normal.
Por eso, la llegada a Les Baux sólo produjo en Marie una reacción de maravillada sorpresa. Me obligó a detener el coche casi en el mismo lugar en el que yo me había parado cinco o seis años antes y se apeó de un salto ágil, como el de una cabritilla. También Jean Lebrun se estiró, desenroscándose de la posición forzada en la que había viajado metido en el ahítepudras. Y mientras Marie aplaudía con un entusiasmo casi infantil, Jean se unió a ella al otro lado del camino; se detuvo y permaneció inmóvil y en silencio contemplando el espectáculo de aquella roca blanca iluminada por el sol poniente.
– Mais que c’est beau! -exclamó Marie. Dejó de aplaudir y apoyó las manos en el hombro izquierdo de Jean-. Nunca he visto nada igual… ¿Y eso es una fortaleza? Casi ni se ve…
– No -dije desde el coche-, está muy disimulada en la roca. El pueblo está justo detrás.
– ¿Y su casa está en el pueblo? -volvió la cara para mirarme.
– No, no. Está a unos tres kilómetros de aquí, en el llano, siguiendo por esta misma carretera. Enseguida llegamos.
Jean Lebrun se dio la vuelta.
– Esta familia de españoles que tiene usted allí, son los que usted dice que son luchadores antifascistas escapados de España.
– Sí, eso es lo que son… me parece -sonreí-. En fin, en la medida en que un catedrático de universidad puede serlo… Luchadores escapados de España… Al menos ellos pudieron llegar a Francia y ponerse a salvo.
– ¿Están solos en la casa? ¿No es un poco arriesgado que cualquiera los encuentre allí?
– No, mi amigo el cónsul portugués es quien los ha traído hasta aquí. Está con ellos protegiéndolos y nos espera…
– Geppetto -dijo Marie, interrumpiéndonos a los dos con cierta urgencia-, ¿tiene usted una cámara de fotos? Se me ha olvidado la mía en Vichy. ¡Qué tonta soy!
– No se preocupe, Marie. Llevo una en mi equipaje. Es una Zeiss estupenda. ¿Seguimos?
– Vamos -contestaron los dos a coro. Y Marie añadió-: me muero de ganas de rencontrer les petits espagnols que se han escapado del infierno.
Hicimos una entrada triunfal por el camino de tierra de Les Alpilles. Marie se había puesto de pie en su asiento y, agarrada al marco del parabrisas, daba gritos de entusiasmo, mientras que Jean, sentado a mis espaldas sobre el guardabarros y con los pies metidos en el espacio del ahí te pudras, contemplaba la escena con solemnidad y aire levemente desaprobatorio.
El escándalo de ruidos y bocinazos, como no podía menos de ocurrir, alertó a todo el mundo. Dos niños de más o menos diez años, saliendo a toda velocidad del porche, se precipitaron con expresión sorprendida y la boca abierta a la explanada que había delante de la masía. Se pararon de golpe, mirando con los ojos como platos hacia el automóvil en el que llegábamos. Cualquiera habría dicho que sobre ellos se abalanzaba un tren expreso que, en su camino hacia París o hacia la jungla tropical, estuviera dispuesto a atravesar la casa de parte a parte.
Inmediatamente detrás de los niños asomó con aspecto de ansiedad mal reprimida la figura bonachona de Arístides. Al vernos, sonrió con alivio. Le seguía una mujer joven y pequeña, peinada con un severo moño, que se apresuró a sujetar a los niños para que no fueran atropellados por este automóvil de locos que se dirigía hacia ellos sin control.