– No, no, si me parece muy bien, no me importa nada que hayan matado una de mis gallinas o más bien una de m’sieu Maurice. Yo…
– … pensábamos que nos perdonaría… Le pedimos permiso a m’sieu Maurice, claro… No le hizo mucha gracia pero dijo que no le importaba. La he preparado en pepitoria con lo que había, hasta con unas almendras. También hay tomates de la huerta y aceitunas y algo de aceite… ¿Qué le parece?
– Elvira cocina muy bien la pepitoria -apuntó Eduardo Neira.
– Bien, bien, a mí me parece muy bien. Es más, en la bodega hay alguna botella de vino -levanté una ceja-. Bueno, si han dejado alguna.
Uno de los dos niños, haciendo con la mano un gesto que imitaba una carrera en círculo, enloquecida y errática, nos explicó:
– La gallina corría y nosotros íbamos todos detrás. Fue Joan el que la cogió y luego Domingo la agarró por el cuello y crac se lo retorció… -el niño Andréu se ahogaba de la risa al contar la aventura.
Todos nos sumamos a la hilaridad infantil y Joan añadió:
– Nos queremos hacer un gorro de plumas, como los indios.
– Bueno -dije frotándome las manos-, pues comamos… Que alguien prepare la mesa debajo del porche. Allí estaremos bien, disfrutando de la fresca.
– ¿Por qué cojea usted, Domingo? -preguntó Marie.
– Ah, por nada. Esto de andar mucho desgasta los zapatos -levantó un pie para enseñarnos el gran boquete que tenía en la suela-. Y en algún sitio de algún camino debí de pisar una piedra puntiaguda…
Dimos cuenta del guiso, de los tomates y de tres o cuatro botellas de vino en un santiamén. Recuerdo la primera parte de aquella cena como bien grata, tan alegre y despreocupada que bien hubiera podido ser una reunión familiar en la que se celebrara un cumpleaños o una primera comunión. Sólo al lado de su madre, el tercero de los hijos Neira, pálido y ojeroso, con aire enfermo, estuvo en silencio toda la noche hasta que se fue a acostar; lo único que probó fue un caldo que le había hecho Elvira con los huesos y los higadillos de la famosa gallina.
Sentada entre Jean Lebrun y Domingo González, Marie fue la reina de la fiesta. Aplaudió, rió, contó historias de París y de la Sorbona, del novio con el que casi se había casado, un vrai con, y de los peligros de conducir ambulancias en el frente del Ebro (momento en el que Domingo pareció despertar cambiando el semblante serio por un gesto de animada melancolía), entremezclándolas con bromas a sus compañeros de mesa y miradas cómplices a Arístides y a mí. Allí, a la luz de las velas, con la melena suelta y el nada discreto escote de una blusa veraniega de algodón, nos tuvo hechizados a todos. Elvira Neira la miraba con ternura serena y una media sonrisa bailándole en los labios.
– Se diría que no estamos en guerra -comentó de pronto Jean-. Hace una noche maravillosa, hemos cenado bien, hemos reído mucho y estamos sentados alrededor de esta mesa comme de vieux camarades.
– Y sin embargo, compañero -le respondió Domingo-, estamos en guerra… -y luego masculló en español-: Me cago en dios.
– Y sin embargo, estamos en guerra -repitió Jean, inclinándose para mirarle por delante de Marie.
– Claro, pero ¿sabéis lo que nos une a todos los que estamos en torno a esta mesa? -preguntó Neira. Hubo un silencio-. Todos somos derrotados -hizo una pausa-. Todos hemos sido vencidos en esta guerra que casi no existe, aunque sólo sea porque tenemos que huir o escondernos o disimular… porque existe un enemigo que nos ha vencido a todos…
– ¿Cuál? ¿Alemania? -preguntó Marie.
– ¿Alemania? -interrumpió Jean con voz campanuda, como si estuviera declamando-. Entonces tenemos dos enemigos. Alemania, sí. Y Francia. Porque si Alemania nos ha derrotado en el campo de batalla, Francia ha dejado de existir, se ha rendido, se ha acobardado. Este país, que ya no es el mío, tomó la decisión vergonzosa de no defender París. Ha dicho no combatiremos más… ¡lo ha dicho un mariscal!… Un héroe -añadió con sarcasmo-. ¿Cómo podremos fiarnos de los viejos, incluso cuando están cubiertos de gloria? ¿Debemos fiarnos de ellos ahí donde están, encaramados a las ruinas después de haber perdido una causa que no estaba perdida? -alargó una mano para agarrar la botella de vino. Rellenó su vaso y después, viendo que el de Marie también estaba vacío, murmuró alguna excusa ininteligible y echó vino en su copa-. ¿Y qué ha dicho Francia? Ha dicho: no soy culpable… son culpables mis hijos y por eso los voy a castigar.
– Não sé, Jean. Toda derrota militar trae consigo humillaciones… Es siempre inevitable.
– Bueno, inevitable… Nos queda la esperanza de que la historia nos vengue y vuelva a poner a estos vejestorios donde les corresponde: en la sombra y el olvido.
– Ya -respondió Neira-, y de debajo de los rodapiés salen las cucarachas -suspiró-. Los traidores de ahora son los traidores de siempre, los cobardes.
– Hombre, va -añadí-, y también los que están de acuerdo con la nueva situación y los que sólo se rinden porque es el único modo de asegurarse el pan, y alguno que, sin ser necesariamente cobarde, pretende sacar tajada de la situación en provecho propio -alcé las cejas y abrí las manos-. Cosas así.
– ¿Y a mí qué carajo me importa de quién sea enemigo Francia? Que Francia sea vuestro enemigo -dijo Domingo de pronto señalando a Jean con la barbilla-, es vuestro problema, el de vosotros los franceses.
– ¿Ah? -dijo Marie.
– Y el vuestro -contestó Jean-, el de los que estáis en Francia refugiados, habiendo huido de Franco. Éstos sí que son enemigos para vosotros porque habéis llegado aquí huyendo de la muerte cierta y os habéis encontrado con la miseria y el desprecio…
– No, Jean. A los derrotados siempre los tratan igual, aquí o en la Cochinchina. No nos engañemos. A nosotros nos venció el fascismo y ahora de lo que se trata es de seguir la lucha a muerte contra ellos -puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo, como si quisiera darse impulso y ponerse en pie. Marie lo miraba sin parpadear. Domingo alzó la voz-. Mi enemigo es Franco, es Hitler, es Mussolini, es Pétain… No Francia. ¿A mí qué me ha hecho Francia? Sí, me ha tratado como una mierda. Claro. Pero me ha salvado la vida, ¿eh? Y a lo mejor ahora ya no… a partir de ahora ya no, pero serán los fachistas, no los franceses los que acaben conmigo. Pues ¿sabes lo que te digo? Que hasta que no los derrotemos a todos, a los Hitler y a los Franco, el mundo será una mierda. Pues eso. ¿A mí qué más me da que me maten en Francia o en Alemania? Lo que me importa es quién me mate, porque lo hará donde me pille…
– Mais non! Puede que no para ti, pero para mí el enemigo es Pétain -se señaló el pecho con el pulgar-. ¡Qué enemigo abstracto ni enemigo abstracto! ¡Ya hombre, fascistas! Es Pétain el que me ha clavado un cuchillo en la espalda y ha traicionado a todos los franceses…
– ¡Como a mí Franco! Ya sé que mi lucha va a acabar teniendo que librarse en España hasta que acabemos con todos ellos, pero mientras tanto…
Viéndolos, se hubiera dicho que eran dos gallos de pelea ensoberbecidos, con el plumaje encrespado, marcando airados su territorio, guapos, duros, sombríos, oliendo a macho. Y de pronto me di cuenta de que los dos muchachos no disputaban en realidad sobre cuestiones ideológicas o de supervivencia, sino que estaban escenificando un rito de conquista en el que la política contaba poco, en el que el peligro no les añadía miedo sino adrenalina.
Fijé los ojos en Marie. Miraba fascinada de un joven a otro con la respiración ligeramente entrecortada, sin pronunciar palabra, sin apartar ni un instante la atención de lo que decían, tal que si su vida dependiera de aquella discusión; tenía la cara brillante, seguro que del calor de la noche de julio, pero sobre todo de la excitación de las palabras y las posturas.