Había oído, como muchos en Vichy, aunque la cosa me inspirara menos optimismo que a la mayoría, que las hostilidades apenas durarían unas semanas más y que la situación acabaría resolviéndose en lo más naturaclass="underline" la pronta, inevitable y limpia victoria de los más fuertes, al lado de quienes, por evidentes razones, convenía estar. Claro, desde luego. Seguro que sí. ¿Pero es que nadie había aprendido nada? Les daría yo la batalla del Ebro y las purgas del partido comunista y los fusilamientos de Franco para que fueran enterándose todos de lo que se les venía encima.
A Philippe Pétain, el héroe de Verdún, salvador de Francia en 1918, se le había ocurrido asegurar a sus cornpatriotas veinte años después de aquella guerra insufrible que la nueva catástrofe se evitaría sin necesidad de que ellos se lanzaran a pelear una vez más contra el invasor. Para esa tarea sublime él se bastaba y sobraba: llegada la hora del sacrificio, hacía donación de su persona a Francia para así atenuar la infelicidad de la patria. «Seguro que, encima, este imbécil se lo cree a pies juntiñas», mascullé para mis adentros. Sorprendido de mi osadía, levanté la cabeza para asegurarme de que no me había podido oír ningún paseante cercano. Sonreí aliviado. ¡Qué me iban a oír! Estaban todos como papanatas apretujándose frente al hotel du Pare por si pudieran divisar al mariscal en un instante de delirio y no se iban a fijar en este dandy solitario que rumiaba sus quejas al otro lado del parque. «Pétain», exclamé en voz alta poniendo los ojos en blanco. En qué cabeza cabe. Primero se rinde a los alemanes porque decide no luchar y luego acepta que le dejen un trocito de la patria para hacerse la ilusión de que el país sobrevive intacto. Donación de su persona. Vaya, hacía donación de su persona ocupando una suite en el hotel du Pare, acompañado de la maríscala y sin más riesgo para su vida que el mal estado de alguna ostra servida en el almuerzo. Y además le debía de parecer glorioso y valiente recomendar la rendición del ejército francés ante el asalto arrollador de la Wehrmacht: «con el corazón encogido os digo que debemos dejar de combatir». Ésas habían sido sus palabras en la radio. ¿Cómo diablos conseguiría un viejo soldado de ochenta y cuatro años atenuar la desgracia de Francia entregándose por ella? Este hombre chochea. Así me lo parecía y estaba seguro de no equivocarme: apenas una semana antes, mi confidente y amigo Armand de la Buissonière, destinado desde el primer momento del armisticio en el gabinete civil del mariscal, me había asegurado que el coronel De Gaulle afirmaba de Pétain que, a su edad provecta, era demasiado orgulloso para la intriga, demasiado fuerte para la mediocridad, demasiado ambicioso para trepar y que encima lo consumía la pasión por el poder. La vejez es un naufragio, había dicho De Gaulle.
Venían tiempos malos, sí, y como siempre que la soberbia y la tontería resplandecen, serían tiempos de estrechez moral. Días peligrosos para la gente de bien.
Me enderecé y, suspirando, me ajusté -debo confesar que con una pizca de coquetería- el canotier, ladeándolo ligeramente sobre la sien izquierda. Luego, con paso ligero (en realidad, años atrás, a una amante ofendida cuyo nombre no recuerdo aquellos andares le habían parecido no más que pizpiretos; bien es cierto que era holandesa), bajé los pocos y anchos peldaños de la gran escalinata del casino -eran diez y siempre me hacía la ilusión de que los bajaba al ritmo de una mazurca del brazo de una hermosísima dama, tal que un Rhett Butler cualquiera en Lo que el viento se llevó- y me dispuse a atravesar el parque en línea recta por su centro, entre los enormes castaños, haciendo caso omiso de la sombra que me brindaba a derecha e izquierda la galería cubierta de hierro forjado, resto bien aprovechado de alguna exposición universal. Me dirigía hacia el hotel Garitón, al que llegaría no sin antes merendar en mi café-glacier habitual. Desde 1934 alquilaba en el Garitón una habitación amplia y luminosa con un gran ventanal sobre la avenida Wilson y una vista espléndida sobre el parque. Una disposición verdaderamente afortunada. Y eso por no hablar de cosas más pedestres como, por ejemplo, que el cuarto de baño se encontrara apenas dos puertas más allá de la mía, al fondo del corredor. Mi pequeña fortuna personal me permitía este dispendio manirroto y así me resultaba cómodo disponer durante todo el año de una habitación en la que guardaba alguna ropa de primavera y verano y los libros y cuadernos de notas personales que prefería tener en Vichy mejor que en mi masía de Les Baux-de-Provence. Esa fidelidad al establecimiento y el hecho de que mi habitación se encontrara en la última planta fue lo que propició que me fuera permitido permanecer en el hotel incluso cuando en las plantas inferiores acabaron instalándose los servicios del ministerio de finanzas. Siempre he sostenido que es mejor estar bien colocado a la vista del recaudador de impuestos que inquietándolo porque no sabe él dónde se esconde uno.
Vaya pandilla de engreídos pusilánimes, me dije pensando en toda aquella gente que, recién llegada a Vichy, pululaba intentando medrar desde la primera hora. Politicastros de tres al cuarto más ocupados en mantener sus privilegios que en defender su país, tendrán que tomar una gravísima decisión, quiéranlo o no, si lo que pretenden es entregar todo el poder nacional a este mariscal derrotado al que Hitler permite instalarse en la mitad de Francia para controlarla y jugar a parecer dueño de su destino. No tendrán más remedio que nombrarlo jefe del estado (otra herejía similar a la que el generalito Franco había impuesto a sus camaradas de armas). Jefe de Estado, sí. ¿Y cómo se hace tal cosa si ya existe un presidente de la República elegido por los franceses? ¿Qué piensan éstos hacer con Albert Lebrun? ¿Comérselo? ¿Qué harán con el parlamento, con todos esos diputados que llegan por decenas a Vichy escapados de París, y luego de Burdeos, con más cuidado de mantener sus prebendas que de salvar la patria? ¿Un golpe de estado como en España? ¿En la Francia de la revolución, de la libertad, la igualdad, la fraternidad? No podía saberlo entonces, pero eso fue exactamente lo que ocurrió pocos días después.
Me encogí de hombros y seguí andando por entre los castaños, tan ensimismado en mis tristes pensamientos que no me importaba gran cosa ni el sol de justicia que me quemaba los hombros por debajo de la ligera chaqueta de verano ni la humedad que subía desde la orilla del Allier y me hacía transpirar por debajo del chaleco. Pero como los frondosos árboles hacían difícil la observación de lo que ocurría al otro lado y además entre la calle del Parque y este servidor de ustedes, elegante andarín (si se me permite la presunción) de chaqueta de lino beige, chaleco blanco, cuello blando, corbata de lana roja y canotier de jipijapa, se interponían centenares de curiosos parados bajo la galería cubierta, acabé optando por acercarme a ellos cuando comprobé que M. Fierre Laval, andando en paralelo, iba por la acera de enfrente en dirección al hotel du Pare seguido por un asistente que llevaba la pequeña maleta del futuro viceprimer ministro.
Dos semanas después, o tal vez fueran tres, describiría yo a Oswaldo Cifuentes, ministro de Panamá, y al resto de nuestros amigos, cómo Laval, «que no es más que un campesino pequeño, con mostachón y cara de ratón taimado, que además tiene la dentadura negra de suciedad y nicotina y lleva en la cabeza un sombrero de fieltro que le va demasiado grande», andaba por la acera sin asomo de solemnidad, casi con modestia (ja, modestia, queridos amigos), pero con paso decidido, sin perder el tiempo en frivolidades. A juzgar por lo que fue ocurriendo en los días sucesivos, ya iba planeando lo que le quedaba por hacer, lo que lo separaba del triunfo de ese día, como si de un juego de naipes se tratara (de belote o de brisca, que era lo que él dominaba), simple en apariencia pero endiablado en su cazurro refinamiento. «Mírenlo bien cuando tengan ustedes oportunidad de hacerlo», dije. «Siempre intenta dar la impresión de estar yendo de costado, para no dejarse ver demasiado, no se le vayan a adivinar las intenciones… que son siempre aviesas», añadí riendo.