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Como, por haberlos estudiado a fondo, conocía bien a la gran mayoría de los actores de la vida política francesa, habría podido dar, sin temor a equivocarme, un verdadero curso de interpretación psicológica de sus motivos e intenciones y de cuanto estaba ocurriendo en Francia en aquellos momentos, desde cualquier ángulo que se lo quisiera mirar. En el fondo, ésa era la razón por la que mis colegas latinoamericanos me habían pedido que los asesorara en la interpretación de los avatares más sofisticados de la vida vichyssoise. Pero además, por ser superviviente de la otra tragedia, la mía, la española, era capaz de predecir como ninguno la que se avecinaba en esta guerra tan fácilmente ganada por los alemanes. ¿Podía alguien creer en verdad que Hitler sería magnánimo en la victoria, que no exigiría las arras del triunfo? Yo, Manuel de Sá, diplomático superviviente, republicano español bondadoso (de don Manuel Azaña, caramba) y ahora francés de pura cepa, conocía mejor que nadie cuan engañosos eran los inusuales días de calma aparente que seguían a una capitulación. Ésta no sería excepción; estaba dispuesto a apostar sobre ello. Y lo más terrible era, lo sabía bien, que a los dirigentes y patriotas que llegaban en masa a Vichy aquel domingo les importaba bastante menos el destino de la patria y de sus ciudadanos que la resolución del propio futuro y el mantenimiento de las prebendas. Ah, sí. Conocía bien el alma humana y sus debilidades. Sonreí, debió de ser con melancolía, a juzgar por mi estado de ánimo.

A Laval («el hijo triunfador de Batiste, el carnicero de Cháteldon», dije de él después) también le encantaba cornprobar el efecto que su aparente sencillez tenía sobre el público que esperaba a los protagonistas de aquel día en los alrededores del hotel (llegar andando al Pare a las cuatro de la tarde con la simple compañía de un secretario portando su maleta no había estado nada mal, es más: había tenido un efecto bestial, un effet boeuf, sé que confesó a su yerno aquella misma tarde. Nada mal, no, aunque la cosa se debiera a que había fallado el motor de su automóvil un segundo antes de empezar a cruzar el puente de Bellerive; bueno, las casualidades engendran fortunas).

Los mirones aplaudieron, las señoras sonrieron agitando sus sombrillas, todos se inclinaron hacia delante para ver mejor lo que estaba ocurriendo y los que ocupaban la primera fila de curiosos, apretados por la gente arremolinada detrás de ellos, no tuvieron más remedio que dar un paso al frente e invadir la calzada. Uno, empujado desde detrás, tropezó y casi se fue al suelo; lo sujetaron entre tres y, mientras lo mantenían en pie, él se volvió para buscar al culpable con mirada torva. Un cordón de policías se afanó por contener a la masa (bastante educada, todo sea dicho) de entusiastas. Incluso los ilustres viajeros que le precedían y aún no habían subido los peldaños que conducían al vestíbulo del Pare parecieron esfumarse ante la personalidad arrolladura de Laval y su manejo de las tablas. Quedaron mirando el espectáculo como meros comparsas.

La llegada de Laval fue saludada con una salva de aplausos y pudo oírse más de un vive la Frunce!, más de un vive Laval!, mientras los cuatro soldados que componían el retén de la Guardia Republicana permanecían firmes a un lado y a otro de la entrada al hotel manteniendo una marcialísima posición al presentar armas. ¡Pero si han perdido la guerra!, pensé, ¿a qué viene ahora esta fiereza en la defensa de lo que tiraron por la borda? Bah. «Y según andaba, lo conozco como si lo hubiera parido», expliqué al grupo de mis oyentes, «estoy seguro de que Pierre Laval iba calculando, midiendo los riesgos de lo que le quedaba por hacer, los pasos que tenía que dar, los mimosos cuidados que debía prestar, las palabras de adulación que tendría que deslizar en los vanidosos oídios de tantos diputados, senadores, urdidores, traidores y vendidos con los que se habría de entrevistar durante los siguientes días».

Lo que sí es cierto es que, ocupado como estaba en planear el mejor modo de dar cumplida satisfacción a sus ambiciones, el viejo político francés no tuvo en ese instamte el sosiego necesario para calcular las consecuencias del camino que emprendía si cualquiera de los elementos con q[ue él contaba (entre otros y muy principalmente, la victoria de monsieur Hitler) no daba el resultado esperado. Tampoco lo tuvo para adivinar que este paseo desenfadado constitiuía el primer tramo de un trayecto fatídico que le llevaría Ihasta el pelotón de fusilamiento cinco años más tarde. ¿Comió iba a saberlo? ¡Si los alemanes habían ganado la guerra!

La expectación que causó su llegada al hotel du Pare fue por cierto mucho mayor que la provocada unos minutos después en aquel mismo lugar por el presidente de la República y su señora al descender del automóvil official. (En un primer momento se había pensado que el presidente Lebrun ocupara el pabellón Sévigné, cerca de:l río, pero la proximidad de unos burros -los utilizados para alquiler de paseantes por las orillas del Allier- pastando apaciblemente en un descampado contiguo lo desaconsejó: bastante era que al presidente se lo comparara frecuentemente con uno de aquellos animales, ¡pero pomerle a cuatro o cinco delante, en las mismas narices!)

Tanta fanfarria y excitación frente al hotel acabaron picándome la curiosidad. Decidí esperar la llegada dell mariscal para así palpar su grado de popularidad o el entusiasmo que suscitaba entre el pueblo llano. ¿Llano? Poca llanura había aquí.

Miré a mi alrededor, contemplando sin disimulo a «quienes me rodeaban, ciudadanos de Francia, derrotados ayer pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, victoriosos hoy. Todos sonreían con el aire abstraído de quien vive una ensoñación feliz. Se los veía animosos, optimistas ante una nueva oportunidad de redención nacional. Como si el gobierno del armisticio los estuviera salvando de la derrota, los hubiera rescatado a todos de un destino infernal. El destino horrible de la humillación y del sufrimiento que corresponde a los vencidos. Bueno, pensé, con algo tienen que consolarse del miedo. Se hubiera dicho que la guerra había terminado para todos ellos. No saben lo que les espera. Mi único error en este análisis fue no decirme «no sabemos lo que nos espera».

– ¡ La Tercera República nos llevó a esto! -exclamó de pronto con voz furiosa un caballero de mediana edad. Calló un momento, temblando de indignación, y luego, levantando aún más la voz, insistió-: ¡Traidores!

Vestía de gris y llevaba anudada al cuello una corbata negra. Se había quitado el sombrero y lo mantenía en alto, sujeto por su mano derecha erguida encuna posición de saludo que se me antojó bastante teatral. Pensé que aquel grito bien podía estar siendo el primero con que se rompía la extraña pasividad burguesa de una ciudadanía que había acogido con lo que sólo podía ser descrito como complacencia el cúmulo de acontecimientos desplomado sobre Francia en aquellos pocos días. Me encontraba muy cerca del hombre, a su derecha, y pude ver con absoluta nitidez cada detalle de la tensión de su semblante: su grito llevaba tanta frustración y rabia que no podía ser individual, por fuerza tenía que responder a un sentimiento colectivo, a la tristeza por la muerte patria, a la indignación porque los políticos, siempre culpables, se hubieran rendido y hubieran traicionado a la ciudadanía, antes de que llegara Pétain a salvarlos a todos. ¿Qué otra explicación podía haber si no?