– Vous avez raisonl -dijo otro-. Ellos nos llevaron al desastre… a la derrota… ¡Son unos corruptos! ¡Los Blum, los Lebrun, los Mandel… todos! Esto es lo que han hecho…
– ¡Han sido los comunistas! -exclamó otro.
Y otro más:
– … ¡Los judíos!
– ¡Vendepatrias!
Aquí el que no corre, vuela, pensé para mis adentros. Poco han tardado en encontrar culpables. A este pobre señor Blum…
– Vive Laval! Vive la France!
A punto de desaparecer en el interior del hotel du Pare, Fierre Laval se dio la vuelta en lo alto de la escalinata, se quitó el sombrero y saludó con él a la muchedumbre. Su gesto fue acogido con una salva de aplausos.
– Vive le Maréchal!
La llegada poco después del Presidente de la República pasó sin pena ni gloria. Lo mismo les ocurrió al presidente del Senado, Jules Jeanneney, y al de la Cámara de Diputados, Edouard Herriot. Llegaron, se apearon de sus respectivos automóviles y, quitándose el sombrero, saludaron brevemente a los soldados del retén de guardia, subieron deprisa los pocos escalones de acceso al hotel y desaparecieron en el interior de su vestíbulo.
No, no. Éstos son meros comparsas, me dije: este público espera únicamente a Philippe Pétain. Y era bien cierto que lo esperaban con una mezcla de recogimiento y excitación, como suele suceder en los grandes acontecimientos religiosos en los que, además de una presencia sagrada, se espera alguna manifestación mirífica que la acompañe. Algún milagro, alguna transmutación de agua en vino, de plomo en oro, algún hecho sobrenatural.
Y cómo no, a los pocos minutos, un movimiento imperceptible de la muchedumbre agolpada frente al hotel du Pare, un repentino silencio en el público expectante anunció la llegada del mariscal mejor que si hubiera sido proclamada por altavoces. A un centenar de metros, calle arriba en dirección al lateral del casino, pudimos divisar un pequeño cortejo de tres o cuatro automóviles precedidos por dos motoristas militares que se acercaban con lentitud solemne.
No bien se hubieron detenido, abiertas las portezuelas de los dos automóviles delanteros, se produjo un estallido de indescriptible entusiasmo y griterío. Los hombres, enarbolando sus sombreros, los agitaban pretendiendo lanzarlos al aire para sujetarlos sólo en el último instante; las mujeres habían cerrado las sombrillas y las sacudían como si se tratara de mástiles de banderas de seda enrollada y festoneadas con miles de puntillas multicolores. Todos aplaudían si podían, reían y saludaban agitando las manos que tenían libres o, todo lo más, ocupadas con ramilletes de lirios y rosas. Algunos niños que habían estado correteando por la calzada, sorprendidos por el jolgorio repentino, habían vuelto apresuradamente al regazo de sus madres o a protegerse tras las amplias faldas de las señoritas de cornpañía (en su mayoría francesas o suizasf con la guerra, el mercado de las fräulein alemanas se había reducido de forma notable, ya por estar mal vistas por las familias francesas, ya porque, perteneciendo a la raza triunfadora, ellas mismas debían de considerar humillante trabajar para los vencidos).
– Vive le Maréchal! -gritaron unos.
– Vive notre sauveur! -exclamaron otros.
– Vive la France! -dijeron otros más.
– ¡Sálvanos! -pedían los más entusiastas o los más asustados.
– ¡Viva Pétain! ¡Viva Francia!
– ¡Arriba el ejército!
– ¡Muerte a los alemanes!
Esto último, sobre todo gritado por las buenas gentes de Vichy que, pocos días antes, habían padecido el susto inmenso de ver desfilar a la soldadesca alemana por estas mismísimas calles después de que avenidas y plazas hubieran quedado de pronto desiertas a causa de la apresurada huida de centenares de oficiales y altos funcionarios franceses (que, de todos modos, sólo se encontraban en Vichy de paso). En realidad, el entusiasmo de los buenos burgueses de la capital se debía más que nada a una recuperación intensa del patriotismo una vez que la Wehrmacht agotara, apenas una semana antes, todas las existencias de mercancías, bombones, aparatos de fotografía Kodak y picantes objetos de corsetería y lencería íntima expuestos en las bellísimas vitrinas de las tiendas de la avenida Wilson, de la rué Lucas o del pasaje Giboin.
– ¡Comunistas a la guillotina!
Y así fue cómo, en este ambiente festivo y desbordante, el mariscal Pétain se apeó con lentitud majestuosa de su coche. Había abierto la portezuela su médico y factótum personal, el doctor Bernard Ménétrel, que, sin permitir que nadie más se acercara, con mano vigorosa ayudó al anciano a bajar del automóvil, permitiéndole aparentar la agilidad juvenil perdida años antes. También se aproximó solícito, aunque sin llegar a tocarlo, León Bonhomme, el secretario de Pétain. Conocía a ambos y pensé que pronto aprovecharía cualquier ocasión para saludarlos.
Ya en la calzada, el mariscal se enderezó con un último empujón de ríñones y cuadró los hombros. Luego, volviéndose hacia la acera en la que se amontonaba el público, se quitó el sombrero y saludó con aire galante. Sonreía por debajo de su blanquísimo bigote y sus ojos de azul intenso parecían brillar con una luz traviesa y simpática. ¡Qué tipo!
Fue el delirio. El pandemónium de gritos y la algarabía de gestos y aplausos arreciaron hasta el paroxismo. Junto a mí, una mujer pareció ahogarse sin llegar a emitir sonido alguno; sólo hacía gestos convulsos con la boca hasta que, al cabo de unos segundos, consiguió decir con voz estrangulada: «¡Es inefable!». Mientras tanto, Pétain permanecía inmóvil detrás de su coche, saludando con parsimonia, hasta que apareció la pequeña mano de la mariscala sujetándose a la portezuela. Ménétrel, que se había apartado para no robar protagonismo a su anciano patrón, se precipitó a ayudar a Mme. Eugénie Hardon a bajar del gran Fiat. Buena es la mariscala, pensé; si no la ayuda aquél, los castiga a todos sin cenar.
De pronto, una preciosa niña que no tendría más de siete u ocho años, vestida con un delicado traje blanco y tocada con un pequeño sombrero de paja, se separó del público y, andando con paso firme y rápido, se dirigió hacia donde estaba Pétain. En las manos llevaba un pequeño ramo de flores del campo. Cuando llegó hasta él, se detuvo y le ofreció el ramo. El mariscal alzó la cara riendo, cogió las flores, se las dio a Ménétrel y, con un gesto rápido, levantó a la pequeña. Le dio un beso y la volvió a dejar en la acera. Si hubiera faltado algún gesto para consagrarlo como el verdadero padre de todos los franceses, ése habría bastado. Y bastó.
Míralos. Vaya teatro, cielo santo, vaya salvadores de la patria. Pobre Francia, menuda le espera.
Suspiré, pero para no ser menos que cuantos me rodeaban, me quité el canotier y lo agité sonriendo con el entusiasmo propio de quien ha pasado años perfeccionando el arte del disimulo. Luego, para poder seguir mi camino sin levantar sospechas de tibieza patriótica y dirigirme hacia la merienda cotidiana en el café-glacier del que era fiel cliente, tuve que esperar a que disminuyera el fervor popular y a que el gentío empezara a disolverse un buen rato después de que el mariscal y su corte hubieran desaparecido en el interior del hotel.
3
– ¡Qué semana, amigos míos! -exclamé, quitándome el sombrero para secarme el sudor de la frente con un pañuelo de seda.
– En efecto, amigo de Sá -dijo el encargado de Negocios colombiano, Mario Barrantes; se pasó un dedo por dentro del cuello duro de la camisa almidonada-. Está haciendo un calor insoportable.
Tipo alto y muy delgado, repeinado con gemina que, por supuesto, respondía al apodo de Flaco Barrantes, su entendimiento de las cuestiones de Europa, y en especial de las de la guerra, era, en el mejor de los casos, somero. En su juventud temprana había sido enviado por sus padres a estudiar a París y como únicos frutos de este periodo educativo guardaba un conocimiento prometedor del francés y una impresionante libreta de direcciones de señoritas, no siempre de la mejor sociedad. Pronto había convencido a su padre, un senador liberal de la propia Santa Fe de Bogotá, de que lo dejara permanecer en Europa seudo trabajando en su embajada en Francia. Habiéndole sorprendido allá la guerra, el gobierno colombiano lo había mantenido en el puesto (abandonado como víctima propiciatoria de la diplomacia) para ocuparse de unos intereses colombianos en París que en los tiempos que corrían, no daban la impresión de preocupar a demasiada gente.