– No me refiero al clima, hombre de dios, sino a todo lo que está pasando a nuestro alrededor, caramba -respondí, creo que con mayor viveza de la necesaria, olvidando por una vez mi perenne buena educación; a veces, estos amigos míos conseguían irritarme de veras-. La alta política, los grandes hombres, la diplomacia de altos vuelos, una guerra que es como si no existiera, generales, coroneles, todos buscando colocarse, pintar, intrigar, estar del lado de los que vencen, aparentar una dignidad y una moralidad de la que en realidad carecen… ¡Dios mío! Estar, queridos amigos, en un pueblecito en el que se escribe ahora mismo la historia del mundo. ¿Se dan ustedes cuenta de lo que significa? No me lo querría perder por nada del mundo. ¡Ah, cómo me gustaría ser una mosca en la pared de los despachos de Laval y de Pétain! -imité con la mano el vuelo errático de una mosca.”
– Con este calor, sería usted descubierto enseguida, como insecto atontado por la canícula, y lo aplastarían contra el papel de la pared con un periódico enrollado -señaló el ministro Oswaldo Cifuentes, un hombrecillo regordete que lucía en el anular un enorme anillo universitario americano, adquirido, estaba seguro, en cualquier universidad del oeste de Estados Unidos a cambio de unas decenas de dólares.
Cifuentes era cursi, puntilloso y algo pedante, a tal punto que, pese a la bondad inocente de su personalidad, un día había conseguido enfadarme hasta hacerme exclamar con pesada ironía: «¡Cifuentes el panameño es una mierda en pequeño!», para así resaltar, no sólo su reducido tamaño físico, sino su colosal incultura. Le habían ido con el cuento a Cifuentes y éste, siempre dispuesto a la esgrima verbal, había contestado de sopetón: «Ya le gustaría a Manuel de Sá ser una mierda del Panamá». Ahora, de vez en cuando nos enviábamos estos recados pueriles, como broma confianzuda que sólo podíamos entender nosotros, extranjeros alegres en una tierra entristecida, gentes aterrizadas en este lugar incomprensible para aplicar un buen humor algo zafio y ruidoso a una guerra que, acaso exceptuándome a mí, ni nos iba ni nos venía y en la que se trataba no más que de sobrevivir a las inevitables incomodidades que nos depararía. Garabateábamos nuestras ocurrencias en bouts de papier al calor de lo que nos inspiraba la última bobada en la tertulia del hotel o como ahora, paseando por el parque en dirección al café al aire libre que se encontraba delante de la escalinata del Casino y en el que nos disponíamos a tomar el té o una limonada con hielo pilé. Levanté una ceja y di un bufido.
– ¡No sean ustedes niños! -exclamé con enfado. Con el gesto más teatral de que fui capaz, empuñé el bastón a media caña, como si se tratara de un bastón de mando, y lo agité en el aire-. ¿No se dan cuenta de que ustedes son y serán la memoria viva de cuanto está sucediendo aquí? ¡Pero miren a su alrededor! Estas gentes no podrán ser memoria de nada porque tienen el miedo en el cuerpo y pasiones engañosas en el corazón: eso… eso empequeñece la conciencia colectiva. Ellos sólo recordarán sus diminutas angustias, sus miserias, el hambre que llegaron a pasar o que consiguieron engañar, el miedo… Tal vez en el recuerdo salvarán a los que hoy son sus héroes o tal vez los inmolarán. Sólo ustedes a quienes nada importa -intenté que mi tono no denotara un desprecio que no sentía-, serán capaces de recordar el conjunto de tanto desastre con el desapego necesario para comprender lo que verdaderamente hicieron estas gentes con sus vidas, con sus países, con sus amores…
– Lindas palabras, de Sá -dijo el mexicano Luis Rodríguez, ministro de su país en Francia, un radical cornprometido que (me parecía) nunca había comprendido nada de la Europa de los fascismos pero que creía con firmeza en el manto moral del intelecto y, como era frecuente en aquella época, atribuía esta superioridad al liderazgo de Stalin aunque también, con mucha razón, a la dignidad y generosidad de su presidente Cárdenas-. Lindas palabras. Me pregunto si son aplicables a su experiencia personal de la catástrofe española… Dicho de otro modo, ¿será usted igualmente capaz, querido amigo, de recordar con el mismo desapego tanto desastre como ocurrió en España?
– No, claro -contesté-. No es ése mi argumento. No es que yo crea en mi superioridad intelectual y moral a la hora de interpretar la historia, tanto de España hace un año como de Francia ahora. Es que, como sé que eso no es posible, recomiendo a los observadores no comprometidos que analicen y recuerden…
– ¡Yo sí estuve y estoy comprometido en España! -me interrumpió Luis Rodríguez con calor.- Sus diatribas rara vez venían a cuento, pero su orgullo revolucionario era inapelable y su rectitud, indomable. Tenía el rostro bondadoso, cuadrado, encajado entre grandes orejas, y proyectaba una tensión obstinada ante las cosas de la vida, una terca decisión. Pero sus ojos negros con las cejas descendiendo en permanente actitud de sorpresa dolorida le traicionaban aminorando la firmeza de sus convicciones.
– Pues yo no -interrumpió Enrique Sciamella, ministro argentino-, ni me interesa vuestra afición tan… tan… estúpida al derramamiento de sangre. ¡Bah! Ustedes torean al toro deseando en el fondo que les clave un cuerno porque es heroico escenificar la tragedia de la existencia. Nosotros, en cambio, reservamos el dolor de la entraña para las nada dignas traiciones de una mujer… y el toro nos lo comemos en un asado en el campito, vieron.
Sciamella era un porteño buen mozo y moreno al que seguro que jamás había traicionado una mujer. A él nunca; a mí, casi siempre. En fin. Me parece que el único campo de batalla europeo que conocía el buen Sciamella eran las camas de sus amantes. Me preguntaba yo a veces si, con esa planta de conquistador intenso y fuste de jugador de polo, sería capaz de algún acto de valentía o siquiera de reconocer que alguien se lo requería; si ante un marido ofendido y violento, se escondía en un armario esperando la oportunidad de descolgarse por el balcón o si por el contrario hacía frente al peligro con galanura. Sciamella y Porfirito Rubirosa rivalizaban en conquistas y en elegancia, siempre vestidos a la última moda, con camisas a rayas y cuellos largos y estrechos, chalecos forrados de seda, chaquetas entalladas de delgadas solapas y zapatos en punta con delicados dibujos discretamente perforados en el cuero. Eran nuestra vanguardia del glamour. Y, en el fondo, nos enorgullecían.
– Estuve con las brigadas en Albacete -siguió Rodríguez como si no hubiera sido interrumpido-, estuve en Barcelona antes de que cayera en manos enemigas, he estado en los puertos de Francia organizando los paquebotes de exiliados camino de Veracruz…
Yo, que en ese momento arrimaba una silla de pesada forja al velador del café al aire libre que habíamos escogido, me giré hacia él sonriendo para quitar hierro a nuestras palabras e intensidad a la situación.
– No me diga, de Sá -insistió con su tono machacón-, que por orden de mi presidente doy amparo a cuanto gallego huido de Franco se me pone a tiro… Usted sabe que me he pasado los últimos meses censando a todos los españoles exiliados que han sido internados en campos de concentración en Francia. ¡Pero, hombre, si anteayer estuve visitando al presidente Azaña en Montauban!