Llegamos a Lux a media tarde. Fuimos directamente al hotel Métropole. Detuve el coche en un costado del establecimiento y nos apeamos intentando aparentar relativa indiferencia, como si nuestra presencia allí pudiera obedecer a cualquier otra causa inocente que nada tuviera que ver con el cruce clandestino a la zona del norte. Dos enamorados dando un paseo. Vaya ridiculez.
En el pequeño bar del hotel al que accedimos desde el frente del edificio había tres o cuatro clientes con todo el aspecto de ser gente del pueblo. Hablaban en voz baja y bebían vino tinto; me pareció que el vino tinto en las mesas era la última señal de normalidad, por más que nos encontráramos en el borde mismo de la guerra. Nos miraron con curiosidad, sobre todo a Marie, y esperaron a que nos acercáramos hasta la barra chapada en cinc para volver a sus asuntos. Detrás de la barra, había un tipo corpulento, de unos treinta o treinta y cinco años, prematuramente calvo, que nos observaba sin moverse; apoyaba una mano encima de una botella de Pernod y la otra sobre el mostrador, entre los vasos recién lavados.
– Buenas tardes -saludé.
– Monsieur-dame.
– ¿Me pone un Pernod con agua?
– Ef madame?
– Nada, gracias.
Mientras me servía, apoyé un codo sobre la barra. -Buscamos a Jacques Le Saunier. -¿Para qué?
– Nos gustaría hablar con él… tenemos que pedirle un pequeño favor -expliqué con prudencia.
– ¿Pasar a la zona ocupada? -preguntó el tipo del bar. Con un sobresalto, me volví a mirar a los que estaban sentados bebiendo y charlando. No se habían inmutado. Me alarmó comprobar la despreocupación con la que se hablaba en este lugar público en el umbral mismo del territorio ocupado por el ejército enemigo. Marie me puso una mano en el brazo-. No se preocupe por ellos. Son cheminots, ferroviarios. Ellos nos ayudan a pasar a la gente de un lado a otro… Yo soy Le Saunier -se encogió de hombros y me tendió la mano sin sonreír. Luego miró a Marie sopesando la razón por la que una mujer así quería arriesgarse a cruzar clandestinamente a la zona ocupada, con la de peligros que ello seguramente comportaba-. Y no se preocupen. Aquí no hay alemanes. Aquí estamos en Francia. ¿Adonde quieren ir? Por su aspecto y la ropa que llevan, supongo que a París. ¿Me equivoco? -hice un gesto negativo-. Sus razones tendrán. Pero ¿cómo sé yo que no son ustedes espías alemanes? -nos miró a ambos de modo truculento y finalmente soltó una risotada estentórea.
– Eh, voyons, Jacquot! -exclamó uno de los ferroviarios-. No asustes a los clientes.
– Los hemos llamado varias veces desde Vichy -dijo de pronto Marie-, pero no contestaba nadie.
– Et non, madame. Aquí no contestamos al teléfono. La gente tiene las orejas muy grandes por aquí -metió la mano bajo el mostrador y sacó un papel impreso arrugado-. Esto es una ordenanza que los boches acaban de sacar sobre el cruce ilícito de la línea de demarcación. Bah, dicen que a quien pillen lo van a fusilar. Pero son bastante inútiles a la hora de vigilar y si te pillan, la cosa no suele pasar de una multa. El único problema es que últimamente son muchos y además cuentan con la ayuda de la policía de aquí… De modo que en estos días nos andamos con cuidado.
– ¿Cómo piensan cruzarnos?
– No se preocupen por eso. No es difícil, si se sabe cómo hacerlo y si los pasadores tienen, como tenemos nosotros, laissez-passer petite frontière, «salvoconductos de pequeña frontera».
– ¿Y qué son?
– Los salvoconductos de quienes trabajamos en la línea de demarcación y nos desplazamos por ella -con la barbilla señaló a los cheminots-. Sin ellos los trenes no funcionarían… No se preocupen.
El cruce nos costaría cuatrocientos francos por persona, «ya saben, gastos imprevisibles», más la cena y la noche de hotel. Oh sí: debíamos quedarnos ya, encerrados en una de las habitaciones del establecimiento hasta que oscureciera; habíamos hecho bien en traernos una pequeña maleta cada uno. Después comeríamos algo (no mucho, nos aseguró Le Saunier) y empezaría la aventura. El tren 102, el Lyon-París, sí señores. Volvió a reír. Su hilaridad no me inspiró confianza alguna, pero estábamos en sus manos, ¿qué otra cosa podíamos hacer?
¿Podía dejar mi auto en algún lugar seguro? Claro. Debería de haberlo imaginado: el coche quedaría escondido en un granero a las afueras del pueblo, hasta que, Le Saunier levantó una ceja, volviéramos a buscarlo. Cuarenta francos por día.
La habitación del hotel era bastante pequeña, tenía un balcón que daba a la calle, un armario destartalado con un gran espejo por puerta y una cama con un cabecero de barras de latón. La cubría una vieja colcha rosa, poco útil para disimular el hundimiento del colchón por el centro. Aún no había anochecido pero si hubiéramos necesitado iluminar la estancia, la luz suministrada por una bombilla de aspecto mortecino enroscada en el interior de una tulipa de bordes azules no habría servido ni para leer los titulares de un periódico.
Cuando cerré con llave la puerta de la habitación 3 del inolvidable hotel Métropole de Lux, nos quedamos de pie inmóviles, uno frente al otro, mirándonos con la risa apenas contenida. Habría querido que este instante de anticipación se prolongara durante horas, igual.que habría querido que se prolongara el siguiente y después el siguiente y el otro. Cuando menos, habría preferido que todo se desarrollara a cámara lenta como en los filmes, para así saborearlo como un dulce inacabable.
Todos los lugares y todos los momentos que desde hacía dos semanas íbamos compartiendo ambos, la casa de Les Baux, el auto, un minuto robado en la habitación de Marie en el apartamento de Olga, un roce subrepticio de mi mano sobre su nalga o de la de ella sobre mi sexo, su espalda contra mí, apretados los muslos contra mi vientre mientras nos dejábamos ir a los vaivenes de la muchedumbre de espectadores de algún estúpido desfile, se convertían en pequeñas parcelas de paraíso que yo iba atesorando para rememorarlas cuando no estábamos juntos o (por decirlo con mi pesimismo habitual) cuando no estuviéramos ya juntos.
Empezamos a reír con lentitud mientras Marie se desabrochaba un botón de la blusa detrás de otro y la sacaba de dentro de la falda; se despojó de ella con un simple movimiento de los hombros y luego subió las manos para recoger su melena en un moño que no le estorbara. Después se volvió hacia la puerta de espejo y dijo riendo:
– Uuu, voyeurisme en la alcoba. ¿Qué dirá la revolución nacional?
Le Saunier vino a buscarnos a las once de la noche. Traía dos monos, chaqueta y pantalón, de peón ferroviario de recio paño azul.
– Pónganselo -ordenó-, guarden aquí sus ropas, en la maleta, y déjenlas aquí. Ya se las llevaremos nosotros. Una vez que estén a bordo del tren, se podrán cambiar en los retretes del vagón. Devuelvan los monos de trabajo a quien les lleve las maletas. El disfraz es para engañar a los boches. Desde ayer que nos colaron un tren, este mismo tren que venía en dirección contraria desde París con trescientos judíos de Luxemburgo, que nosotros les devolvimos ipso facto, estan más atentos a engañarnos que a vigilar el tráfico hacia el norte, ¿qué creen estos cerdos que podemos hacer con trescientos judíos?, ¿si no podemos ni alimentarnos nosotros? -sacudió la cabeza-,… de modo que estarán ustedes expuestos al escrutinio de las patrullas alemanas sólo cuando crucen el andén. De noche y con la mierda de iluminación que hay ahora, nadie se fijará. Tampoco se fíen de todos los gendarmes a los que vean, son unos hijos de puta. Y si les sorprendiera alguno que no sea amigo, ofrézcanle dinero; están mal pagados, muy mal pagados.