En esos días del principio de la ocupación, París fue un zoológico mutuo.
Todos los viajeros recién bajados del tasen procedente de Lyon y de Chalón pasamos por delante de los soldados intentando ignorarlos o, cuando menos, no hacerles caso ni provocarlos. Sólo Marie devolvió las miradas con descaro pero ninguno de los alemanes pareció tomárselo como desafío. Fraulein!, exclamó uno sonriendo. Guten Tag, dijo otro. Oh, die Parisier!, entonó un tercero alzando la vista al cielo. Y no hubo más. Eran jóvenes, bien parecidos, con los ojos azules, rubios en su mayoría y con sonrisas ilusionadas. El enemigo.
La fecha de nuestra llegada a París tuvo que ser el 31 de octubre de 1940, un día desapacible y ventoso, porque a la salida de la estación, recuerdo haber comprado un periódico, Le Matin me parece, en cuya portada aparecía el terrible apretón de manos entre Pétain y Hitler en Montoire y debajo en titular su imborrable frase de una semana después: J’entre aujourd’hui dans la voié de la collaboration, «Inauguro hoy la vía de la colaboración». Marie alargó una mano para sujetar el periódico y poderlo leer y luego dijo: Salaud! Fue ver la noticia de Montoire en aquel diario lo que despertó en Marie la urgencia de acudir antes a buscar a la condesa von Hallen que a visitar a sus padres. A propósito de la sal de la vida, debo aclarar que estos impulsos tan generosos y repentinos de Marie, pero también tan peligrosos, hacían que a su lado, la existencia fuera un constante sobresalto.
Philippa von Hallen fue una sorpresa total. Me parece que lo que le confería una belleza arrebatadora era el aura de serenidad que reposaba en el equilibrio de sus facciones. Era menuda, llevaba el pelo castaño muy corto y en la bella cara destruida por los sufrimientos y, supuse, el hambre de los últimos meses, destacaban sus grandes ojos color topacio. Tenía mi misma edad, cincuenta años o poco más. Vestía un tailleur gris claro y unos elegantes zapatos de tacón que habían visto mejores días.
Cuando la interpeló Marie en el portal del 39 de la rué du Bac, se quedó completamente inmóvil. Sólo al cabo de unos segundos se dio la vuelta y nos miró sin pronunciar palabra. Entrecerró los ojos para sopesar el motivo de nuestra presencia y la razón de que la conociéramos sin que ella nos hubiera visto nunca.
– Oui? - preguntó, esperando. Durante unos breves segundos miró detrás de mí, estoy seguro de que calculando la posibilidad de huida, pero no se movió.
– Condesa von Hallen, no se asuste – le dije -, somos amigos. Hemos venido a buscarla… Mi nombre es Manuel de Sá y el de la señorita, Marie Weisman… No tema. Nos envía Olga Letellier.
Al oír el nombre de Olga, Philippa se relajó visiblemente y su postura erguida hasta casi el desafío se suavizó.
– ¿Vienen de parte de Olga? -alargó las manos y las puso sobre la muñeca derecha de Marie. Con una mueca llena de humor añadió-: ah, queridos amigos, no pueden imaginarse el placer que me da verlos -no había en su habla ni el más mínimo rastro de acento alemán: sólo un vernáculo purísimo. Me sorprendió oír cómo se expresaba en francés, tal era la belleza, precisión y riqueza de su manejo-. ¿Les gustaría subir a mi buhardilla? Hablaremos con más calma… y, de todos modos, me parece más prudente apartarnos de la contemplación pública, aunque en honor de la portera del edificio debo decir que es de las pocas conciérges de París que no hace de la delación la actividad principal de su vida.
Volvimos a entrar en el portal y subimos con rapidez los cinco pisos que nos separaban del largo pasillo en el que se encontraban, una tras otra, las chambres de bonne. La de Philippa, que llegó jadeando de cansancio, era la última de la izquierda. Nos hizo pasar.,
– Por favor, siéntense en donde puedan. Marie hizo un gesto negativo y nos quedamos de pie. La habitación era, como todas las de su estilo y uso, pequeña, con una ventana abuhardillada y, en una esquina, un pequeño lavabo. Una cama y una mesa con una silla; en la esquina opuesta del lavabo había un arcón en no muy buen estado y a su lado, un montón corrido de fardos, cajas de cartón y que yo pudiera distinguir, al menos una alfombra enrollada. Todo estaba en un orden impecable; al lado de la puerta había una elegante maleta cerrada.
– Siempre estoy preparada para marcharme -explicó con una sonrisa-. Los alemanes somos lentos y patosos, pero en París hay muchos, muchísimos, de uniforme y de abrigo de cuero negro y ello hace indispensable que los que no somos sus amigos debamos estar permanentemente dispuestos a salir corriendo.
– Pues creo que ha llegado el momento de que nos vayamos -dije.
– No debe de ser muy sencillo, señor… ¿De Sá?
– De Sá, sí, Manuel de Sá y mademoiselle es Marie Weisman… -repetí.
– Ese nombre… Ya me chocó antes. Me recuerda usted a alguien, señorita… ¿Es usted pariente del profesor Daniel Weisman?
– Es mi padre.
– ¡Claro! Es usted parecidísima a él… tiene sus mismos ojos. ¡Ah, Daniel Weisman! Mi marido y yo lo conocimos hace ya años, tal vez en el treinta y tres o treinta y cuatro, cuando vino a Munich a dar una conferencia sobre el sufragio femenino. Luego lo vimos en varias ocasiones más, en Alemania, en Holanda, en Londres… Un hombre encantador.
– A mí me lo parece, sí.
– ¿Dónde está su padre?
– En París, a dos pasos de aquí. Viven al lado de la Sorbona.
– ¡No me diga! -sacudió la cabeza-. Cómo lamento no haberlo sabido antes. Es lo malo de ser una fugitiva: en lo único en lo que he pensado en estos meses ha sido en esconderme -sonrió de nuevo como pidiendo perdón por haberse preocupado antes de su seguridad que de sus deberes para con los amigos-. En estos casos, el instinto de conservación resulta muy negativo para mantener las amistades y muy positivo para mantener la línea.
– Se pasa mucha hambre en París, ¿verdad? -pregunté con total ingenuidad.
– El abastecimiento, sobre todo para una alemana en fuga, es cuando menos incierto y, desde luego, esporádico… Cuando me interpelaron ustedes en el portal, me disponía a empezar la ronda diaria de búsqueda…
– ¿Pero no podría usted haber obtenido una cartilla de racionamiento?
– No.
– No, claro. Acabo de decir una tontería. Discúlpeme.
– Tengo mis contactos, no crea. El maítre del Meurice… Cari, mi marido, siempre fue muy generoso, demasiado, le decía yo que soy ahorradora, siempre fue muy generoso con las propinas y eso estimula mucho la amistad de un maître. Los días que puede, no todos, me prepara un pequeño hatillo con restos, que me entrega por la salida de servicio. Al menos mi dieta, con no ser regular, es sustancialmente igual a la de los generales de la Wehrmacht… Pobre Claude. Arriesga mucho, pero es un hombre fiel.
– Nos gustaría que estas penalidades se acabaran pronto. Supongo que las materiales se remediarán en cuanto acabe la guerra. Pero las políticas…
– Ni unas ni otras, señor de Sá, ni unas ni otras. Sólo de ver París invadido por esta turba zafia produce dolor de alma…, es como ver a un campesino llevando en la cabeza una corona de perlas y diamantes,, París es una ciudad… es la joya de la corona de todos los hombres: no tiene sentido si no es una ciudad libre y aristocrática. No tiene razón de ser. Es un símbolo… París es un símbolo. Si estos patanes ganan y se quedan, en verdad que habremos perdido el combate de la humanidad. ¿De qué me habrá servido…? En fin, vamonos -concluyó con firmeza. Fue hacia la puerta y cogió su pequeña maleta.