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– Déjeme a mí -le pedí, quitándosela de las manos; no debía de tener mucho dentro porque era bien ligera-. Vayan ustedes dos por delante y yo las seguiré con la maleta, a prudente distancia.

– Por dios, perdóneme, señor de Sá. Pierdo los buenos modales. Me irrito tanto con lo que ocurre en el mundo que me olvido de todo… Le pido perdón por haber asumido sin más que, habiendo llegado ustedes a buscarme, íbamos a marcharnos ahora mismo. Como ha dicho que nos vayamos…

Le sonreí, perdonándola.

– Eso he dicho, sí.

– ¿Adonde?

– Primero, a casa de mis padres -intervino Marie-, y después a zona libre, a Vichy.

– Pero… pero eso no es posible. En primer lugar no dispongo de un salvoconducto para cruzar la línea.

– Eso no será un problema -mentí con gran confianza. Por encima de la cabeza de Philippa, Marie me miró sonriendo y me guiñó un ojo.

– Y segundo, mi puesto está aquí, en París, en el corazón de los alemanes, para luchar contra ellos -como era una mujer obviamente inteligente, debía saber que esa lucha de la que hablaba no tenía sentido ni posibilidad alguna de éxito. Se hubiera dicho, más bien, que escondía una voluntad autodestructiva, una misteriosa pulsión suicida que yo, sin conocerla, no alcanzaba a comprender.

– No creo que su presencia en París resulte muy eficaz en estos días, condesa von Hallen: no puede usted moverse sin temor a ser descubierta y detenida, la buscan, sabemos que la Gestapo ha registrado la casa de Olga en la avenue Foch para intentar encontrarla a usted… -Philippa palideció y se llevó una mano a la boca.

– ¡Dios mío! ¿He comprometido a Olga? No me lo perdonaría nunca.

– No, no. No ha pasado nada. Olga está en Vichy a salvo y tiene buenos amigos… que son precisamente quienes la ponen en guardia. No se preocupe. Sólo debe preocuparse de usted misma. Por otra parte, opino que su utilidad como enemiga de Hitler está en la cantidad de ruido que sea usted capaz de generar contra él. En Francia, esa capacidad es nula. Necesitamos que usted se vaya de aquí: salvará la vida y, en un país libre, podrá defender usted sus ideas y la memoria de su marido ajusticiado con mucha más…

– ¿Ajusticiado?

– Eso nos dijo Olga.

– Cari no fue ajusticiado. Lo asesinaron en Munich, en el jardín de nuestra casa, de noche y por la espalda. Era demasiado poderoso y emblemático para que los nazis lo detuvieran y lo sometieran a juicio. No habrían podido hacerlo; hubiera sido contraproducente para ellos. No, no, tenían que matarlo de noche y por la espalda…

Ésta es la historia de Philippa von Hallen: había nacido en Munich en 1890 en el seno de una familia católica de la aristocracia bávara. Tuvo una infancia normal y feliz: el palacete solariego, la casa de verano en Garmisch, las acampadas en el bosque, las navidades llenas de música y de regalos. Era la mayor de seis hermanos, tenía un padre, el barón Festenau von Lubitsch, al que reverenciaba y una madre, célebre por su belleza y su dulzura, que fue hasta su muerte la verdadera estrella de la alta sociedad muniquesa.»

Al terminar el bachillerato en el Gymnasium, Philippa, con la aquiescencia de su padre, ingresó en la universidad para estudiar la licenciatura de Historia y de Filología francesas, mientras completaba la carrera de piano. «Desde la muerte de Cari no he vuelto a tocar», nos contó: «me entristece demasiado».

En 1912 empezó a preparar su tesis doctoral sobre Voltaire y el laicismo; nunca acabaría de escribirla ni pasaría los exámenes necesarios: la Gran Guerra, por un lado, la dificultad social de la disertación para una mujer en aquel tiempo, por otro, y, por fin, el amor la acabaron de derrotar. Philippa había conocido en el último curso de la licenciatura a Cari von Hallen, un joven alto y de belleza angulosa que terminaba abogacía para seguir la tradición de la familia. Cari era un joven impulsivo, muy simpático y desde luego muy decidido: propuso matrimonio a Philippa la noche misma del baile en que se conocieron.

La boda de Philippa y Cari fue, sin duda, el acontecimiento social muniqués más sonado de 1913, y casi se diría que de lo que iba de siglo. Asistieron el kaiser Guillermo, el gran duque Miguel de Rusia y hasta un par de los de Inglaterra. Los von Hallen eran una poderosa familia de banqueros y abogados del sur de Alemania y nadie discutía su preeminencia a la hora de hacer la lista de invitados. Más aún si a la ocasión se añadía la familia Festenau. Tal vez esta situación de doble privilegio fue lo que permitió (o la que impulsó) a Philippa lanzarse a la agitación política sin temor a consecuencias sociales excesivamente negativas. Sabía que la sociedad la absolvería al considerar que sus acciones correspondían a una excéntrica más que a una indiscreta.

Durante la Gran Guerra, madre ya de dos hijos muy pequeños, aprovechando la ausencia de Cari, entonces jovencísimo capitán en el ejército imperial alemán, se cornprometió en la causa del voto femenino, que las sufragistas consiguieron en 1919. La recuerdo diciéndome con amargura: «Debimos aplazar esa lucha: fue el voto de las mujeres lo que dio el poder a Hitler».

Pronto se implicó en movimientos pacifistas y en 1931, al día siguiente de que Constanze Hallgarten fundara la sección alemana de la Alianza de Madres y Educadoras para la Paz mundial, se unió a ella y se dispuso a luchar por la paz, «como pueden imaginarse, supremo insulto a la gente de bien».

La década de los veinte fue turbulenta en Munich: crecían la marea antisemita y, sobre todo, el nacionalsocialismo de Hitler y sus hampones. La sociedad muniquesa se implicó con cierto entusiasmo en ambas causas. Para todos nosotros fue un hecho conocido que, sin la ayuda de los grandes industriales, de los banqueros y de la buena sociedad alemana, Adolf Hitler, el bufón de todos ellos, no se habría encaramado al poder absoluto. Él mismo confesaba que, patoso como era y carente de toda gracia, se sentía como un macaco en las reuniones a las que lo invitaban las grandes damas locales, sobre todo Elsa Bruckmann (esposa de Hugo Bruckmann, conocido editor de libros de arte), antigua amiga de los von Hallen y una antisemita furibunda.

Al principio, Philippa había mirado con curiosidad no exenta de cierta condescendencia a este patán austríaco llamado Hitler. «No me esperaba a un gritón tan vulgar y tan inculto. Me había propuesto, si era preciso, rendirme a la evidencia, dejarme casi conquistar. Para mi sorpresa ocurrió todo lo contrario: sentí auténtico desdén por él. Sólo una cosa me impresionó: su actitud jactanciosa y su constante animosidad. Era un hombre manifiestamente mediocre, desde luego, pero algo tenía que tener, además de su capacidad para la demagogia, para justificar su rápido ascenso y para convertirse en canciller en tan poco tiempo. Supongo que, de modo primitivo pero hábil, puso su histeria al servicio de la gran industria, de los conservadores y los monárquicos contra los judíos, los marxistas y la república.» Después de su triunfo en las urnas, toda Alemania fue feliz durante años.

Philippa y Cari contemplaron con alarma creciente el ascenso de Hitler hacia el poder y la vergonzosa colaboración que le prestaban una parte considerable de la nobleza y la sociedad alemanas y, desde luego, la gran finanza. No se trataba sólo de que era evidente la puesta en marcha de la política antisemita sino, sobre todo, de lo brutal e inmediato que era el modo con el que se reprimía todo intento de oposición al Führer o toda paranoica sospecha de que alguien se oponía a Hitler o intentaba desestabilizarlo. Lo de menos eran las estúpidas excusas antisemitas argüidas por quienes discriminaban a los judíos: «la sociedad alemana no necesitaba del nacionalsocialismo para eso; se bastaba y se sobraba para poner en práctica sus prejuicios sin la ayuda de nadie», decía Philippa. Lo peor era la inusitada violencia verbal y física con la que se trataba al contrarío. Cada reunión de la Liga Alemana para la Alianza de los Pueblos o de la Alianza de Madres y Educadoras, a las que Philippa no sólo pertenecía sino de las que era activo miembro, era acogida en Munich con una andanada de insultos y amenazas. «Griterío de hembras salvajes contra cualquier guerra», «judías con mucho dinero que venden pacifismo», «mujeres histéricas, marimachos resabiados con el pelo corto», «ratas pacifistas», «hembras moralmente castradas», lindezas así. Los von Hallen se implicaron mucho en la campaña electoral de 1932 y 1933 y Cari gastó dinero a manos llenas para financiar a candidatos del SPD, alquilar salas de reuniones de campaña y pagar la impresión de carteles y pasquines. Con todo, es probable que el peor pecado de Philippa fuera menospreciar públicamente a Hitler, llamarle payaso, ignorante y analfabeto y abandonar de forma ostensible cualquier reunión social a la que llegaba el futuro Führer.