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– Ya lo sé. Uno no se acostumbra a la necesidad de ir documentado, ya sabe… -pensé en la acreditación que me había extendido Fierre Dominique tantos meses antes para que yo pudiera desempeñar mi «labor periodística», pero me pareció que, proviniendo de un organismo de la zona libre, enseñarla me crearía más problemas que otra cosa.

El gendarme dio un gruñido.

– ¿Y qué hace usted aquí parado en esta esquina tan lejos de su casa?

– Nada. Descanso un momento…

– ¿Pesa mucho lo que lleva ahí dentro?

– No, es ropa de mi mujer que llevo a la junta diocesana.

– Eso ya me lo ha dicho -se bajó de la bicicleta y se dio la vuelta por completo hacia mí. Dejó que el sillín descansara contra sus ríñones. Del bolsillo de su guerrera sacó un cuadernillo de los de espiral y tapas de cartón. Lo ojeó durante un par de minutos después de comprobar el nombre que figuraba en mi pasaporte. Al cabo, levantó la vista y me miró con detenimiento-. Abra la maleta.

Creí que me desmayaría. Cerré los ojos y respiré hondo.

Tumbé la maleta sobre la acera y me puse en cuclillas cuidando de no caerme (tanto me temblaban las piernas) y de dar la espalda a la panadería y a la cola de gentes que con toda seguridad contemplaba boquiabierta la escena.

– Lo hago por ayudar, ¿sabe? -el gendarme se encogió de hombros.

Entonces apreté los cierres esperando que Philippa no hubiera cerrado con llave. Por suerte, saltaron ambas lengüetas de latón y pude levantar la tapa. No había gran cosa, en efecto: unos zapatos de tacón bajo con suela de goma, un peine, una pequeña toalla, un par de faldas, un jersey que me pareció de angora, una blusa o dos y una chaqueta impermeable que tenía aspecto de ser caliente, para los días de invierno. Y debajo de todo ello, asomaba un cuaderno de tapas marrones. Enseguida supe de qué se trataba y mientras daba la vuelta a la maleta para que el gendarme pudiera comprobar su inocente contenido» empujé el cuaderno hacia el centro de modo que el chaquetón disimulara su existencia. Si aquel tipo me detenía y me registraba, estaba perdido.

El policía quiso inclinarse para registrar él misnio el contenido pero no supo qué hacer con la bicicleta. Supongo que pensó que dejarla en el suelo sería una pérdida de dignidad personal y de autoridad y que aún lo sería más ordenarme que la sujetara por él. Por añadidura, el hombre estaba gordo y se movía (y doblaba la cintura) con cierta dificultad. Hubo un momento de incertidumbre. Mirándole a los ojos, seguí en cuclillas con una mano puesta en la tapa de la maleta, como si quisiera cerrarla de una vez y acabar con tan engorroso y estúpido trámite; en fin, esperé que esa fuera la impresión que daba y que ello convenciera al gendarme. Me corría el sudor por la espalda.

– Venga, vamos, circule -dijo por fin-. Tiene usted suerte de no estar fichado… Allez. Circulez.

Se subió en la bicicleta y se puso a pedalear, no sin dificultad, desapareciendo calle arriba. No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, agachado; se me antojó largo, pero debieron de ser apenas unos segundos. Se me hicieron eternos. El dolor se pasa en el instante en que desaparece lo que lo ocasiona, pero el miedo obra de distinta manera: como un cazo hirviendo, sigue abrasando mucho tiempo después de haberlo apartado del fuego. Y así, estuve asustado durante gran parte de lo que quedaba del día y, en aquellas horas, cada sobresalto, justificado o no, renovó con igual fuerza el terror que había sentido. Respiré hondo notando cómo se dilataban las aletas de mi nariz para aspirar más aire. Después bajé la tapa de la maleta, eché los cierres y me puse en pie. Saqué un pañuelo del bolsillo de mi pantalón y me sequé las palmas de las manos.

Me di la vuelta. Salvo Philippa y Marie cuyos ojos reflejaban la angustia con que habían presenciado la escena, las restantes mujeres de la cola me contemplaban con indiferencia. Estaban a lo que estaban, que era comprar la ración de pan a que les autorizaba la cartilla de racionamiento, trescientos sesenta míseros gramos de unas baguettes revenidas.

Agarré la maleta y eché a andar. Me dispuse a cambiar de acera para ganar unos minutos, pero al doblar la esquina vi que una castañera instalada a una treintena demetros asaba castañas en su pequeña estufa. Por milagro no había nadie más delante del puestecillo. Me acerqué y le compré todas las que quiso venderme, que no fueron más de un par de docenas. Pagué su peso en oro pero me fui más contento que unas pascuas con el cucurucho bien caliente en la mano. Me apoyé contra la pared del edificio que hacía la esquina, puse la maleta en el suelo y con dedos temblorosos empecé a pelar una castaña.

Enseguida, moviéndose con celeridad, aparecieron Philippa y Marie, que doblaron la esquina casi corriendo y se acercaron hasta donde yo estaba más muerto que vivo.

– Mon Dieu, Manuel! ¡Qué susto!

– Ni la mitad del que me he llevado yo, os lo aseguro.

– Mais quel sang froid! ¡Qué sangre fría! -exclamó Marie, lanzándose a mis brazos con calor; noté que temblaba de arriba abajo-. Dios mío, ahí estabas, agachado, como si no pasara nada, mirando impasible a aquel cerdo.

– ¿Impasible? -dejé escapar una carcajada-. Muerto de miedo, eso es lo que estaba: muerto de miedo. Eso sí, cuándo vi que os parabais en la cola me pareció que me iba a dar un ataque al corazón. ¿Cómo se te pudo ocurrir?

– Philippa tenía mucha hambre y pensé que podría comprarle una barra de pan…

– ¿Sin cupones?

– Bueno, pagando al panadero lo que me pidiera.

– ¡Pero te habría denunciado! -mientras hablábamos, le di el cucurucho de castañas a Philippa, que sin mediar palabra peló una y después otra y después otra más y se las fue metiendo en la boca y tragando, no sin antes masticar con sumo cuidado-. Pero, Philippa, ¿no podría haber comprado aunque fueran unas castañas? Hay castañeras por todos lados.

Sonrió.

– La verdad es que lo hubiera hecho, pero me temo que me he quedado sin dinero… desde hace algunos días.

– ¡Qué locura! Pero pobre mujer. ¿Cómo pensaba usted subsistir? ¿Y durante cuánto tiempo?

No contestó.

– Sigamos -apremió Marie-. Casi hemos llegado.

Entramos en la rué Domat y Marie aceleró el paso hasta que se detuvo frente a un portal antiguo al fondo del cual arrancaba una lúgubre escalera.

– Oui? -dijo una voz desde las profundidades de aquel siniestro portal.

– ¿Madame Suzanne? Soy yo, Marie Wizzie.

– ¿Marie? -de una garita disimulada que había a la derecha del portón, asomó una mujer enjuta y pequeña, peinada con un ridículo moño que se había hecho encima de la cabeza; tenía el pelo entrecano y desde luego muy sucio y grasicnto. Llevaba puestas unas gafas de concha redondas y muy pequeñas y en la comisura de la boca, un cigarrillo cuyo humeo le obligaba a mantener entrecerrado un ojo-. Marie, ma petite… Pero ven aquí que te dé un beso. ¿De dónde sales, niña?

– Puf, madame Suze, si te lo contara… ¿Mis padres?

– ¡Pero si no están! Se marcharon hace días. ¿No lo sabías?

Palideció.

– ¡Dios mío! No están. ¿Adonde fueron? No lo sabía, no.

Madame Suze se quitó el cigarrillo de la boca.

– Papá se tuvo que marchar. Ya sabes, Marie, las cosas se han ido poniendo feas, sobre todo para vosotros, los judíos, les youpins. Y se tuvieron que marchar… ¡Espera! Me dejó una carta para ti -se metió en su cubículo. Al instante reapareció con un sobre cerrado y se lo entregó a Marie.

Mon chou Wizzie:

Hemos recibido tu carta, llegada a nosotros como caída del cielo, y no puedes imaginar la alegría tan profunda que nos ha causado. ¿Quién es ese misterioso Manuel de quien nos hablas y que parece haberte sorbido el seso? Tu madre está llena de curiosidad y los dos tenemos muchas ganas de conocerlo. Anuncias tu venida a París y, como te sabemos en Vichy, suponemos que llegarás de tapadillo y decidida a hacer cualquier disparate en tu lucha contra le boche. Por dios, mi amor, ten cuidado, no ya de los alemanes sino de los propios franceses… Este país ha enloquecido: los hermanos no reconocen ya a los hermanos.