– Y cómo no, que bien agradecidos le estamos a México por su generosidad, pero no se excite, Luis, que da calor -dije.
– Y não fules de calor aquí si não has estado viviendo a Zanzíbar -dijo con gran seriedad Arístides de Sousa Mendes. De Sousa siempre parecía sumarse a las discusiones con retraso, como si la información le llegara al cerebro unos segundos más tarde de lo que debía. Algo amorfo, pero buena persona, solíamos decir de él cuando no nos oía. Estos portugueses siempre han sido muy suspicaces.
– ¿Eh? -dijo Cifuentes.
– Pois: mi primeiro posto fue la legaçao de Portugal en Zanzíbar. Tres de mis niños nasceram ahí.
– ¡Es cierto! -dijo Flaco Barrantes-. ¿A quién se le ocurre hacer la carrera diplomática en las colonias de África? El único lugar que vale la pena, todo el mundo lo sabe, es París. En las colonias sólo se contagia la malaria.
– ¿Has tenido la malaria, de Sousa? Eso es horroroso -dijo Sciamella.
– Não, não. Yo fui afortunado. Dois hijos, en cambio, sí.
Luego nos aseguraba que su dominio del castellano era tan bueno como el del inglés o el del francés. Los portugueses son así: lo único que hablan siempre fatal es el español.
Y juntando dos veladores y unas cuantas sillas, cupimos todos en círculo, a la sombra de uno de los grandes castaños. De nuestro grupo de habitúes sólo faltaba Porfirio Rubirosa, el ministro de la República Dominicana, que había viajado a París por negocios particulares.
Vichy no había cambiado, al menos en apariencia, durante esta primera semana de julio de 1940, salvo quizá por la cantidad de gente que no encajaba en el panorama habitual de la ciudad. Seguía haciendo un calor insoportable y la humedad subía desde el río como una manta sofocante que todo lo aplanaba sin concedernos un momento de respiro. Hombres y mujeres, muchos ataviados ceremoniosamente, en especial los políticos, ministros, diputados, senadores, que pronto se reunirían en el casino para votar la transformación del Estado, sudaban sin remisión, ellos embutidos en sus pesados trajes de media gala, algunos tocados incluso con sombreros de copa, o ellas, transpirando y sufriendo los rigores de las duras fajas que moldeaban sus figuras como lo exigía el sobrepeso la moda del momento. Las muchachas jóvenes, en cambio, lucían vestiditos de seda oscura o a lunares, con faldas que apenas rozaban las rodillas. Los zapatos de medio tacón de doble tono realzaban sus pantorrillas para deleite de quienes observábamos sus andares llenos de coquetería. No lo confesaba a nadie, pero en ocasiones, tanta galanura despertaba el don Hilarión que había en mí y que sólo mi pudor me forzaba a disimular todo lo que pudiera. Desde que pocos meses antes había cumplido los cincuenta, había hecho del sentido del ridículo la norma de mi existencia.
No dejaba de ser divertido ver a tanta gente esforzándose por aparentar parsimonia, lujo y sentido del Estado, convencida de su importancia histórica, ir del hotel du Pare al Pequeño Casino, del hotel de la Paix a los establecimientos termales de primera clase, del Gallia al restaurante Chantecler (y hacer cola a la espera de una mesa, aunque se fuera un antiguo presidente del consejo de ministros); para luego acabar en su mayoría recogiéndose en los míseros locales en donde habían conseguido instalarse, pequeñas habitaciones compartidas, carentes de ventanas, ventilación, salas de baño o comodidades mínimas, o incluso en vestíbulos de hoteles o en sus comedores, en los que, en camas pudorosamente tapadas y separadas unas de otras por biombos, compartían después sudores y ronquidos. Sólo el mariscal, por supuesto, y los grandes nombres del Estado, los generales, los ministros, los prefectos de visita, algunos parlamentarios y pocos más, habían conseguido que se les asignaran habitaciones individuales en los mejores hoteles. Y aun así, durante las tres o cuatro primeras semanas, Pétain almorzaba y cenaba en el comedor del hotel du Pare, a la vista de todos, contemplado con concupiscencia por las decenas de caraduras, aduladores y aprovechados que pululaban por allí a la espera de conseguir cualquier prebenda.
El resto del acomodo en Vichy había sido confiscado para instalar oficinas, ministerios, cuartelillos, salas de juntas. Yo, como queda dicho, me había librado por puro milagro. Mi dinero me costaba.
El trajín en Vichy era enorme: organizar un Estado con la pompa debida y en un lugarejo que, como este pequeño balneario, carecía de tradición alguna de seriedad administrativa, no estaba siendo tarea fácil para nadie. Administradores y administrados resolvían con dificultad la confusión nacida de innovar una administración que ya estaba inventada, para trasladarla de sopetón desde los grandes ministerios de París a los exiguos hoteles del balneario. Sólo el hecho de tener Vichy un buen servicio telefónico y la posibilidad de excelentes comunicaciones exteriores había inclinado la balanza del Estado a su favor, en perjuicio de Clermont-Ferrand o Lyon (para la pequeña historia añadiré que el alcalde de esta última ciudad era Edouard Herriot, mil veces primer ministro y ahora presidente de la Cámara, por quien Pétain no sentía simpatía alguna). Quedaba por ver si toda aquella técnica eléctrica tan innovadora resultaba de alguna utilidad.
Yo estaba acostumbrado a valerme en el servicio público. Muchos años de diplomacia me habían enseñado no sólo la prudencia indispensable para no herir las delicadas sensibilidades de la administración del Estado, siempre perezosa y estúpida, sino el modo de circunvalar la obstinación de los funcionarios.
Esperé dos o tres días a que empezaran a serenarse los ánimos y a que con inevitable lentitud se fueran organizando, aun de modo esquemático, algunos de los servicios gubernamentales indispensables. Entre ellos, por supuesto, los de Asuntos Exteriores y Prensa: la afluencia de diplomáticos y periodistas (incluso los grandes nombres de París, pese a que, con la falta de noticias espectaculares, pronto se aburrirían) y agencias informativas de todas clases a Vichy fue multitudinaria en los días iniciales de julio de 1940 y, desde el primer momento, las autoridades quisieron hacer frente a lo que ello suponía.
– La buena cara, la censura y la normalidad en los contactos con otros gobiernos son prioridades de cualquier país -les expliqué semanas después a mis colegas de ultramar-, y más si ha sido derrotado en guerra y debe aparentar que no lo ha sido.
– Pois -contestó de Sousa al cabo de un rato.
Y así, la primera persona a la que visité en su despacho de la segunda planta del hotel du Pare fue a Fierre Dominique, el hombre que acababa de ser encargado de las relaciones con la prensa en el gabinete de Pétain. Viejo conocido mío de los tiempos de París, tuve la suerte de que pudiera más una cierta simpatía mutua nacida de los contactos sociales de entonces que la clara antipatía política que siempre nos había separado: yo, el ex diplomático español, nacionalizado francés huyendo de la barbarie, cualquiera que fuera ésta, no pasaba en el fondo de ser un distinguido exiliado disfrazado, por mucho que mi pasaporte dijera lo contrario. Sólo mis afectos parisinos habían servido para que se me aceptara en las alturas pese a algunas de mis irritantes lealtades y para que se diera por supuesto que mi conocimiento del medio me hacía fácil la maniobra entre los españoles refugiados, sobre todo entre los políticos. Puede que aquello le resultara útil a algún ministerio francés, no lo sé, pero en todo caso mi nueva documentación y mi antigua condición de diplomático acreditado en París, además de una cierta fama de inofensivo, con seguridad me habían evitado en los primeros días de 1939, aunque yo lo ignorara, la espantosa tragedia vivida por las decenas de miles de españoles que habían tenido que refugiarse en Francia huyendo de los facciosos por la frontera de Port-Bou, sólo para encontrarse metidos de hoz y coz en los infames campos de concentración instalados por las autoridades galas a este lado de los Pirineos. Pero estoy convencido de que ello no me libraba del estigma revolucionario que pesaba sobre todos nosotros ahora que los vientos políticos habían rolado de modo tan radical.