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Levanté la vista hasta el tercer piso. Las contraventanas estaban abiertas.

– ¿Ésa es tu casa, Geppetto?

Sonreí.

– Ésa es mi casa.

Entramos en el portal.

– ¿Es cómoda y elegante?

– Es cómoda.

– ¿Vas a conseguir aburguesarme?

– Eso nunca.

Mi concierge no estaba en su cubículo. Pasamos por delante de la portería y subimos los tres empinados tramos de la elegante escalera de parquet. No funcionaba el ascensor. Supongo que la guerra había estropeado su motor eléctrico, tan seguro y de fiar hasta entonces. Los tiempos de guerra lo arruinan todo. Extraño fenómeno este: uno abandona una casa y le salen goteras, deja un estanque y se cubre de hojas, está ausente del jardín y se derrumban las vallas. Todo por arte de la melancolía.

Aunque llevaba el llavín de casa, preferí llamar al timbre: en los tiempos que corrían, los sustos no eran bienvenidos. Al cabo de un minuto, se abrió una de las dos hojas de la puerta y apareció la cara sorprendida de Angelines.

– ¡Pero don Manuel! ¿Ya está usted aquí?

– Recibiste mi carta.

– Sí, ayer la trajo un mecánico de no sé qué embajada.

– ¿Podemos entrar?

– Huy, estoy tonta -se hizo a un lado y me quitó la maleta de las manos.

Accedimos a un vestíbulo circular al que daban tres puertas de cristal decolorado al ácido y por la derecha, el pasillo que llevaba al fondo del apartamento, a las habitaciones que se abrían sobre la avenida de New York y el río. Sí, supongo que la decoración era elegante; hoy, con sus consolas imperio y los apliques sobrecargados, sería excesiva, pero entonces resultaba muy del gusto más refinado de la época.

– Prefiero Les Baux -dijo Marie en voz baja.

Angelines había adelgazado, pero seguía siendo la muchachona treintañera y recia de Torrelaguna, guapa y verdinegra, que siempre había sido. Trabajadora, de risa pronta y opiniones políticas inconfundibles, llevaba conmigo más de diez años, siguiéndome a todas partes, excepto en esta ocasión en que debería de haberlo hecho y no lo hizo. Ah sí, habíamos visto de todo juntos, la había paseado como fiel escudero, cocinera y factótum por España y Francia y algún otro país de Europa. En todo este tiempo tenía que confesarme un único fracaso para vergüenza de un sedicente hombre ilustrado: Angelines seguía siendo tan analfabeta como el primer día, pese a lo lista e intuitiva que era, pese a estar dotada de una memoria asombrosa que le hacía recordar hasta los pesos de los ingredientes de cada receta de cocina que ella no sabía cómo interpretar pero que luego condimentaba de forma superlativa. Siempre le decía, el día que te eches novio, Angelines, ¿cómo os vais a cartear? Bah, don Manuel, si él me quiere y no me quiere perder, ya se ocupará de estarme pegado al culo; ¿para qué me sirven a mí las letras?

Debo decir que en algunas largas veladas invernales en este piso o en las tardes de húmedo calor en Les Baux, su poderoso cuerpo, los hombros anchos, las fuertes caderas y los pechos impertinentes, me habían tentado de modo casi irresistible. Sólo mi sentido del ridículo, otra vez mi sentido del ridículo, y el refugio obstinado en la lectura (aunque flaco antídoto de la lujuria), me habían impedido en este caso cometer una tontería mayúscula.

– Angelines, ésta es Marie; te va a gustar: estuvo en el Ebro batiéndose el cobre y conduciendo ambulancias… Mírala bien, que la vas a tener hasta en la,sopa…

– Anda, mira don Manuel. Parecía una mosquita muerta y mira lo que nos trae a casa. Bien guapa que es… -le tendió la mano y Marie se la estrechó, sonriendo.

– Y ella es la condesa von Hallen -dije condesa por establecer una barrera social e impedir familiaridades. Angelines lo comprendió perfectamente y se limitó a sonreír y decir comantalevu. Luego, cerrando la puerta, se volvió a mí.

– Alemana, ¿no? Pues mire usted por donde que va a tener con quién practicar.

– ¿Qué dices?

– Que sí, don Manuel, que tenemos en casa a un comandante alemán.

– ¿Cómo? -me subió por el esófago una descarga de bilis. Tosí-. ¿Ahora? ¿Aquí?

– Sss… Un comandante alemán. Pero no ha vuelto todavía. Aún tardará un rato. El primer día vino acompanado de un policía gabacho y una orden por escrito. Atrás la tengo. Me lo ha explicado bien madán Ojén…

– Y ¿qué tiene que ver madame Imogène con este asunto?

– Pues que ella sabe. Como es la portera… Verá: las autoridades de ocupación tienen derecho a confiscar casas. Eso, los generales. Los demás, a ir a vivir a casas de familias francesas, con las familias francesas dentro, que se jodan, don Manuel, que para eso se rindieron, ocupando una habitación. Hay más de uno en el inmueble.

Como toda esta conversación había sido en español, me volví a Marie y Philippa y la traduje. Philippa se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado. Levanté una mano.

– No se preocupe -dije y luego continué en nuestra lengua-: Angelines, te voy a decir una cosa sobre la que ya no te puedes equivocar nunca más. La condesa es una enemiga de Hitler y la Gestapo la busca por todo París. A todos los efectos, se trata de mi hermana. Marie es mi mujer -callé un momento. Torcí la boca-. A menos que este comandante sea un tipo de la Gestapo, en cuyo caso nos tenemos que ir ahora mismo…

– Para nada, don Manuel… vamos, eso creo yo. Él mismo, cuando le pregunté por cotillear, como cuando los militares en nuestra guerra, ya sabe, de aviación, de marina, zapadores, infantería… en fin, que le pregunté, hizo como que montaba a caballo. Entonces, mira qué casualidad, le dije también ¿Gestapo?, ¿SS?, ¿hijos de puta? Y me respondió nein, nein, a ver si me entiende, con cara de asco.

– ¿En qué habitación lo has puesto?

– En la de aquí, al lado del salón -lo que dejaba libre mi propio cuarto y uno pequeño de invitados que había al fondo del apartamento.

– Uf. Vamos a ver lo que tenemos que hacer… No sé. Tendremos que decidirlo. ¿Tienes algo que darnos de comer?

– De todo, don Manuel, tengo de todo, hasta filetes con patatas fritas y huevos para hacer una órnele. Todo lo trae un ordenanza del alemán. Menos carbón, que hace ya un frío que pela en las casas, tenemos de todo.

– Pues andando. Haznos algo. Mejor estar preparados con el estómago lleno. Oye, no te vas a meter en líos por darnos comida de los alemanes.

– Qué va. Hay comida de sobra. Y el tío no pregunta. Si me lo llego a encontrar en el frente de Guadalajara le clavo un cuchillo en la tripa, pero aquí me da de comer, de modo que le tengo perdonada la vida. No, no. Hay comida de sobra. La mitad de los días se la bajo a madán Ojén.

– Pues venga… Espera, ¿este hombre cuándo viene a casa?

– Nunca antes de las siete -miré mi reloj: eran las dos y diez de la tarde.

– Pero ¿desde cuándo está aquí?

– Lleva diez días o así y siempre pregunta por usted, don Manuel, vamos, no por usted por el nombre, sino por el dueño, le propieté… que dónde está, que si va a volver pronto… Es un tipo muy cumplido. Un hijo de puta, pero muy cumplido.

– ¿Y tú?

– Yo, que está usted en España, a punto de volver y eso…

– Oye, dicho sin ánimo de molestar, ¿en que habláis?

– En francé, en qué va a ser.

– Il n’a pas donné son nom? -preguntó entonces Philippa.

Angelines se volvió a mirarla.