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– Que si ha dado su nombre.

– ¿El nazi? No. Ervi o algo así, pero no sé.

Miré a Philippa e hice un gesto negativo.

– No sé -dijo-, tendré que esconderme hasta verle la cara y decidir si lo conozco…

– ¡No, en absoluto! Eso sería una locura. El riesgo es inmenso y creo que no vale la pena correrlo. No. Usted, Philippa, se queda en la habitación de huéspedes del fondo hasta esta noche. Como si no estuviera aquí… Si la ven…

– Ya sé: he tenido la peor migraña de la historia y he pasado la tarde en la cama.

– Exacto. Ah, y no tenemos más remedio que marcharnos hoy mismo hacia Vichy. Aprovecharemos un descuido del tipo y saldremos a escondidas. Pero antes debemos saber si hoy hay tren, si tenemos amigos a bordo, si no nos vamos a encontrar con dificultades insuperables…

– ¿Y no será mejor que se vayan antes de que vuelva?

– Peor deambular por las calles… ¿Y el toque de queda? Creo que es a las once de la noche.

– Le cubrefé? A las once, sí.

– Nos habremos ido antes.

– Mais Geppetto…

– Vamos, Marie, no podemos tentar más la suerte. Nos tenemos que ir hoy, pero no podemos permitirnos el lujo de vagar por ahí sin rumbo fijo sin saber si en efecto nos vamos. De tener que pasar una noche en París, la tendremos que pasar aquí, en mi casa.

– Será como un filme de espías, como los Treinta y nueve escalones… -dijo Philippa, sonriendo. Se le notaba el miedo en los ojos.

– ¡Qué buena idea! ¿Por qué no nos metemos en un cinema a pasar las horas?

– Demasiadas horas, Marie. No. Las cosas que hagamos debemos hacerlas sin callejear como turistas, a tiro fijo.

Nos dio tiempo a comer en la cocina, un filete cada uno, una montaña de patatas fritas y huevos fritos, con su buen pan mojado en ellos. Y una botella de vino que se nos subió a todos a la cabeza. A Angelines le pedí, siéntate y come con nosotros, anda. Qué más da, contestó ella. Venga, no te andes con remilgos, que si tengo una novia que conducía ambulancias para los anarquistas en el frente del Ebro, no te voy a tener a ti sentada a mi mesa…

Philippa fue la primera en parar de comer, imagino que por prudencia, para no encontrarse mal después de tantos días de ayuno. Era una mujer muy controlada, de una voluntad férrea y estoy seguro de que hasta calculó la reserva de fuerzas necesarias y cuánto debía consumir si quería apuntalarlas para huir, dado el caso. Cuando hubo terminado, dijo: «Me parece que ésta ha sido la mejor comida en años», juntó las manos como si quisiera rezar y rió alegremente.

Decidimos que Marie sería la encargada de ir a la estación de Lyon para hablar con los ferroviarios, pagarles lo que pidieran (Le Saunier nos había anticipado que el regreso costaría mil francos por persona) y acordar la llegada de los tres al vagón que nos indicaran y la hora de partida. La operación era peligrosa puesto que la única documentación que poseía Wizzie (me dio ternura utilizar para mí ese apodo de infancia) era de la zona nono y su presencia en París resultaba inexplicable; pero tras mucho cavilarlo, me pareció que era la menos mala de las opciones. Hubiera preferido hacerlo yo todo pero no creí que me diera tiempo, ir a la estación, regresar y estar en casa cuando volviera el comandante alemán. Y como estaba convencido de que mi presencia en ésta era fundamental, hube de hacer de tripas corazón y aceptar que Marie se ocupara del resto. Esperé, no sin gran angustia, que se las compondría para salir indemne de cualquier encuentro con la policía. Era así de despachada. Quedaba sobrentendido (sobrentendido, puesto que no hubiera tenido ánimo para formularlo) que si no conseguía volver, llegada una hora prudencial, en torno a las nueve de la noche, Philippa y yo debíamos dirigirnos a la estación; nos encontraríamos allí, en la sala de los cheminots.

– No me gusta -le dije en el vestíbulo.

– No va a pasar nada. Tampoco es que vigilen mucho. Los alemanes no se meten, ¿eh? ¿Has visto? Y si es un flic como el gordo de antes, con enseñarle un poco las tetas… ¿Sabes, Geppetto? En cuanto volvamos al sur, quiero que nos vayamos a Les Baux, ¿eh? -me aprisionó la punta de la nariz con los labios-. Necesito nuestra cama y nuestros desayunos y tus cosquillas y lo que me haces.

– Shh -le puse las manos sobre los pechos, por debajo de la blusa; esta vez llevaba un sujetador, como las campeonas de esgrima que se cubren el torso para que nada estorbe las acciones más violentas de este deporte-. Aun siendo ése el premio, no me gusta. Calla… espera. No me gusta que te vayas sin protección.

– Como no me puedo llevar tus manos puestas donde las tienes, sátiro pornógrafo, sólo puedo prometerte que volveré volando. Pero tú no puedes ir, Geppetto. Tú tienes que estar aquí cuando venga el comandante ese y tienes que convencerlo de lo que le tienes que convencer, ¿no?

– De acuerdo, pero la mera idea de saberte sola andando por París me llena de angustia.

– ¡Es mi ciudad! Nací aquí y he vivido aquí casi toda mi vida. No me va a pasar nada. Enseguida vuelvo -me dio un beso largo y posesivo, como todos los suyos.

– ¿Llevas el dinero? -le pregunté cuando empezaba a bajar por la escalera. Marie levantó una mano sin volverse.

Asomado al descansillo, viéndola brincar de peldaño en peldaño, me pregunté cómo era posible que dos amantes cometieran la frivolidad de bromear sobre su intimidad cuando todo lo que los rodeaba era trágico y peligroso. Una válvula de escape, me dije, como en los velatorios, cuando una viuda deshecha de dolor es repentinamente presa de un ataque de risa al recordar con su hermana o con su hija algún detalle estúpido de la vida de su marido o encuentra ridículo el vestido fúnebre que lleva encima y del que siempre había dicho que no se lo habría de poner ni muerta.

La risa tiene poco que ver con la tragedia; quiero decir que se influyen poco. No sé explicarlo mejor, pero en los peores momentos de la guerra, lo único que nos sostuvo a todos fue la capacidad de reír, igual que la capacidad de amar o de interpretar música.

En uno de los campos de exterminio en Polonia, cuando estaba en su apogeo la solución final, un grupo de mujeres alemanas formaron una orquesta que interpretaba melodías de Bach y de Hándel mientras delante de ellas desfilaban los restantes presos camino del insufrible trabajo o de los hornos crematorios. Habían conseguido el permiso porque al comandante del campo le encantaba Bach y, además, le parecía que la música barroca contribuiría a elevar la moral de los internos.

Y de hecho, en Francia la penuria (una penuria hecha de hambre, delación y temor) se combatió con humor, una forma temprana y cómplice de resistencia. A las pocas semanas de cuanto relato, por ejemplo, en diciembre, en un gesto que pensó halagaría a los franceses (creo que hoy lo llaman mercadotecnia), Hitler devolvió las cenizas de l’Aiglon, el Rey de Roma, el hijo de Napoleón, que habían permanecido en Viena desde su muerte; los parisinos dijeron en voz baja que preferían carbón a cenizas. Y es que el invierno estaba siendo terrible.

Marie volvió a las siete, cinco minutos antes de que lo hiciera el comandante. Se lanzó a mis brazos y estuvo sujeta a mí, pegada como una lapa, durante un buen rato.

– Está todo resuelto. Tengo que ir al baño -y salió corriendo pasillo adelante.

El comandante Erwin Graf von Neipperg era un aristócrata del norte, de los de monóculo y fusta bajo el brazo. Alto, joven sin duda, elegante, impecablemente vestido, llevaba una cruz de hierro al cuello, conseguida, claro está, por su arrojo en el campo de batalla. No podía ser de otro modo. Hasta lucía en la mejilla la cicatriz del duelo a primera sangre de los oficiales prusianos.

Lo esperaba en el vestíbulo y al verme, dio un taconazo, se quitó la gorra de plato y se la entregó a Angelines que parecía un cabo de gastadores, firmes ante la puerta abierta y con cara de guasa.