– Mayor -le recibí-, bienvenido a mi casa, aunque tal vez deberíamos hacer la ceremonia al revés…
– Herr de Sá, agradezco su hospitalidad -respondió en perfecto francés-. Permítame que me presente. Soy el conde Erwin von Neipperg -y volvió a dar un taconazo.
No dije nada.
– Sé que para ustedes no es cómoda mi presencia -continuó-, y soy el primero en lamentarlo. Son los inconvenientes de la guerra. En fin, sabía por Ángela -¿Ángela?, vaya-, de su viaje a España… Espero no molestarles en exceso. Lo único que puedo decirle es que creo que no estaremos mucho tiempo aquí -sonrió-. Bueno, cuando me vaya, siempre podrá hacer lo que el noble personaje de Calderón de la Barca, ¿o era Lope de Vega?, que, tras marcharse el rey de su impuesta estancia en su castillo, lo quemó.
– No será necesario -oí que regresaba Marie y me volví para presentarla-. Es Marie, mi esposa -taconazo. Y Marie, entre rechazo e irritación, mirándole a los ojos, se llevó las manos a la espalda-. El conde von Neipperg.
– Bonjour.
– Le decía a su marido que lamento la imposición de mi presencia y que procuraré hacerla lo más liviana posible.
– Gracias -contestó ella secamente. Después de tan brusco rechazo, los tres nos refugiamos en el salón en medio de un gélido silencio. La conversación fue esporádica y desde luego muy forzada: no encontrábamos temas de los que hablar y los pocos intentos del militar alemán por discutir de teatro o de cine o de música no acabaron de tener éxito. Hubiera sido fáciclass="underline" decenas de salas de cine estaban abiertas exhibiendo las últimas películas de los cineastas franceses, Marcel Carné, Jean Cocteau, Claude Autant-Lara, la productora Continental (para la que trabajaban las grandes estrellas, Pierre Fresnay, Danielle Darrieux, Fernandel) y, aunque muchos espectadores se sentaban en ellas sólo para mantenerse en calor, siempre estaban llenas de aficionados; los únicos momentos embarazosos se producían cuando, con la sala a oscuras, se proyectaba el noticiario alemán, indefectiblemente acogido con risotadas, cuchufletas y silbidos.
Confieso que me hubiera gustado permanecer en París durante unos días más para dedicarme a dos cosas: ir al teatro de la Ópera a disfrutar del Lago de los Cisnes, de Serge Lifar y llevar a Marie a Maxim’s a cenar. Ella nunca había estado allí y me producía morbosidad lucir ese esplendor vital en medio de tanta podredumbre. Los franceses más decadentes, los intelectuales colaboracionistas, los explotadores y las más altas autoridades alemanas se congregaban allí por las noches, lo que, en principio, parecía excluir al común de los mortales. Pero Porfirito Rubirosa me había dicho que él no perdonaba ocasión de comer en ese templo de la gastronomía, por supuesto siempre acompañado por Danielle Darrieux. Como siempre, si uno estaba dispuesto a pagar con generosidad por la cocina de Maxim’s, Maxim’s no lo defraudaría a uno.
Pero nuestra incertidumbre, la inseguridad de encontrarnos en París en situación irregular, unidas al peligro que corría Philippa a cada minuto de su permanencia en la capital, nos obligaban a regresar a Vichy cuanto antes. No debíamos quedarnos ni un instante más. «Eh, Geppetto, cuando podamos volver a un París sin alemanes, iremos a cenar a Maxim’s.»
En la cocina pregunté a Angelines si quería venirse con nosotros a la zona libre. Me dijo que no: prefería quedarse en el apartamento de la plaza de Alma.
– Así no les creo dificultades en la huida. Bastante complicada es la cosa como para andarse liando con un fardo como yo.
Además, que de pronto dejáramos solo al alemán provocaría la alarma y Angelines debía quedar al margen. No. Todo debía seguir igual para que nadie sospechara.
– Pero ¿tú con Erwin…?
– Yo me las compongo, ¿no? Un relajo para el cuerpo le va bien a cualquiera…
– No digas tonterías. Te mandaré a buscar para que te bajes a Les Baux, ¿eh? Ya veré cómo lo hago. No me gusta que estés sola en París.
– Bueno, cuando quiera. Ya sabe, don Manuel, usted manda. Pero aquí, yo vivo como un papa. Yo me las cornpongo -repitió.
– No, si ya lo veo. Dame un beso, anda y cuídate, cornpañera -se puso de puntillas y me dio un beso de aya en la mejilla-. Hasta pronto, don Manuel.
Decidimos que si era indispensable, le diríamos al comandante alemán que nos íbamos a un cine de los Campos Elíseos y que volveríamos antes del toque de queda. No decidimos qué haríamos si en efecto, él reconocía a Philippa por cualquier motivo.
– Yo me encargo -se ofreció Angelines, sin explicar de qué se iba a encargar, pero sonó francamente ominoso.
También decidimos lo obvio: Philippa debía dejarse la maleta atrás. Se puso entonces los zapatos que tenía en ella, más cómodos que los que había llevado durante todo el día, y cogió el jersey de angora, el chaquetón y los dos cuadernos de tapas marrones que yo había ocultado hacía bien pocas horas debajo de toda la ropa de su maleta. Marie metió los dos cuadernos en su bolsón.
Salimos al pasillo y, sin hacer ruido, nos dirigimos al vestíbulo. Hubiera podido ser fácil, pero no lo quisieron los hados. El comandante estaba en el vestíbulo hablando con Angelines, encargándole la cena. No podíamos dar marcha atrás, so pena de proclamar nuestra culpabilidad, y al vernos llegar en procesión, yo delante y luego Philippa y luego Marie, levantó la cabeza para mirarnos.
– Ah -dijo.
– Comandante von Neipperg, le voy a presentar a mi hermana Carmen.
– Madame -saludó, dando el taconazo de costumbre.
– Vamos a ir dando un paseo hasta los Campos Elíseos y luego nos meteremos en un cine. Mi hermana ha pasado toda la tarde echada con dolor de cabeza y le vendrá bien un poco de aire fresco.
– Frío, me temo.
– Bueno, frío… Pero le vendrá bien.
– Claro. No lo olviden: vuelvan antes del toque de queda.
– Desde luego. Hasta dentro de un momento, comandante -me despedí.
Dio un taconazo, más ligero esta vez, más cordial, y luego contestó:
– Nos veremos dentro de un par de horas, estoy seguro -esperó un momento, como si titubeara. Entonces inclinó la cabeza a un lado y añadió-: las fotos suyas en el cuartel general de la avenida Foch no le hacen justicia, condesa von Hallen.
Nos quedamos petrificados, inmóviles como en una pesadilla, yo con una mano puesta en el pasamanos de la escalera y Philippa, agarrada de mi brazo. Marie, aún en el descansillo, con un pie casi en el aire, terminó de bajar el escalón con sumo cuidado. Detrás de von Neipperg, a Angelines, que tenía el instinto de un gato para intuir las situaciones aunque no comprendiera el idioma, se le abrieron mucho los ojos y me pareció que lo de encargarse ella consistía en saltarle al cuello a poco que fuera necesario para facilitar nuestra huida. Arrestos no le faltaban.
– No sé de qué me está usted hablando, conde von Neipperg -dijo por fin Philippa en tono sereno, volviéndose a mirarlo.
Hubo un silencio. El comandante enganchó un pulgar entre dos botones de la guerrera, sacudió levemente la cabeza, pareció reflexionar y por fin habló:
– Ah. Le pido perdón. Me he debido de confundir -sonrió-. El parecido es asombroso. Délo por no dicho. Buenas noches.
– Según vosotras -pregunté, cuando llegamos sin aliento a la calle, tras bajar los tres pisos como si nos llevara el diablo-, ¿cuánto tardará en dar la alarma?
– En cuanto alcance un teléfono, Geppetto.
– Si conozco a la aristocracia militar prusiana, no lo hará -frunció el ceño-. Von Neipperg… hmm, una de las grandes familias de Berlín. Eran fieles servidores del emperador. No. No nos delatará… En fin, ya no pongo la mano en el fuego por nadie. Creo que no lo hará.
– Sí lo hará, Philippa. ¿No vio usted sus ojos? Sonreían… Eran como los de un gato relamiéndose ante la caza de tres ratones indefensos -dijo Marie.