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– Lo he interrumpido.

– ¿Eh?… Sí. Debemos esconderla. No podemos llegar a Vichy usted y yo en un automóvil de lujo como si regresáramos de un paseo turístico. Nos detendrían en el acto. No, no -bajé la cabeza-. Usted debe marcharse de Francia, qué digo de Francia, de Europa… a través de España y Portugal, a ser posible sin pasar por Vichy. ¿Sabe qué? Un compañero nuestro, un joven anarquista español, está metido de lleno en la organización de una filière de salida de pilotos y refugiados hacia España a través de los Pirineos. Se irá usted con él. ¡Claro! Con una parada en mi casa de la Provenza si le es necesario reponerse durante unos días. Pero no sé si Domingo ha regresado ya a Vichy. Y mientras va o viene, usted no puede estar allá, ¿en dónde, por cierto? Conmigo, no, desde luego -sonreí-. En casa de Olga, aún menos. No. Siento imponerle la incomodidad por unos días, pero debemos volver a Lux.

– ¿Al hotel?

– Al hotel, Philippa. Es el único sitio en el que estará segura hasta que la vayamos a buscar. Es un buen escondite porque es sencillo; me parece que nuestro amigo von Neipperg cree que nuestras opciones son mucho más elaboradas de lo que en realidad son. Nos buscará en los sitios que a él le parecen lógicos, en los lugares en los que él se escondería, no en un hotel de mala muerte en la misma línea de demarcación -me apeé del auto y, de pie en el macadán, me quité el cinturón. Lo abrí, saqué cinco mil francos y se los di.

Al principio no quiso aceptarlos.

– Es una cantidad excesiva, Manuel.

– No… Le permitirá salir de cualquier apuro hasta llegar a Lisboa. ¿Tiene usted modo de conseguir dinero una vez allí?

– Sí, claro, en mi cuenta del Lloyd’s.

– Pues ya está.

– Pero es demasiado.

– No, no es demasiado. ¿Qué quiere usted que haga con ese dinero?

– No sé, Manuel. Tal vez conseguir la liberación de su Marie…

– No importa. Tengo más.

– Muy bien. Acepto. Pero sólo es un préstamo.

– De acuerdo.

Y con esto, giré el coche y arranqué, de nuevo en dirección a Lux.

Por primera vez en mi vida, me veía abocado a hacer frente a las exigencias planteadas por un problema mayúsculo sin tiempo de ponderar los pros y los contras, los riesgos y las ventajas (o, por ser más preciso, las ventajas de actuar con cobardía). También era consciente de que todo pendía de un hilo, mi equilibrio mental, mi capacidad de raciocinio… todo. Un pequeño empujón, apenas moral, me derribaría. Y este todo giraba en torno a la esperanza de recuperar a Marie, en torno a la tenue posibilidad de que Marie me fuera devuelta por sus captores. Aunque no quería pensar en ello, creía que si ese vínculo entre el regreso de Marie y la continuación de mi existencia se rompía, con toda seguridad yo traspasaría el umbral de la locura.

Llegué a Vichy como un poseso, decidido a hacer lo que fuera preciso, bueno o malo, valiente o miedoso, para conseguir localizarla y obligar a quien fuera a que me la restituyeran. Corrí al hotel des Ambassadeurs a buscar alguna cara amiga (pensaba sobre todo en Luis Rodríguez, nuestro sereno ángel de la guarda mexicano), pero ninguno de mis compañeros se encontraba allí.

También me acerqué al hotel du Pare para hablar con Armand y pedirle consejo. Necesitaba encontrar el camino más rápido para entrar en contacto con quien más mandara en estos asuntos. En los dos sitios dejé recados de que me buscaran en casa de Olga Letellier, en cuyo salón me instalé sin pedirle siquiera permiso.

A los pocos minutos llegó Olga e instantes después, Armand. Ella acababa de merendar con sus amigas en Quatre Chemins y regresaba encantada de haber conseguido, además, comprar en el salón de té una bolsita de grageas de Vichy, tan escasas en estos momentos, «querido, como el hielo en el desierto». No le di oportunidad de ofrecerme una taza de té. Y a los dqs les conté a borbotones lo que había sucedido desde nuestra marcha de Vichy, el paso de la línea, París, Philippa, la huida, la captura de Marie, todo.

– Pero ¿están bien, están bien las dos? -me preguntaban una y otra vez sin conseguir que interrumpiera mi relato para contestarles.

– ¡Ah, mi pobre Marie! -exclamó por fin Olga, que durante todo el tiempo había permanecido con las manos juntas a la altura del pecho y los dedos entrelazados, como si estuviera rezando.

– La recuperaremos -dijo Armand.

– ¡Ah, cómo me gustaría estar tan seguro de ello como ustedes! -exclamé con desesperación.

– ¡Pero Philippa está en Lux, entonces! Debo ir a visitarla inmediatamente.

– No, Olga, eso no es posible. Ahora, si queremos que siga a salvo, debemos mantenerla alejada de nosotros. Nadie debe sospechar siquiera que se encuentra aquí cerca.

– ¿Y cómo resolvemos este problema? ¿Cómo conseguimos que nos devuelvan a Marie?

– No sé, Armand. De verdad que no lo sé. Me parece que nuestro único camino sería buscar a alguien de la administración que nos pudiera ayudar a entrar en contacto con los alemanes y que nos indicara qué debemos hacer…

– Brissot…

– ¡Brissot de Warville! Claro que sí. ¿No es el jefe del contraespionaje? Él sabrá cómo ayudarnos -dije, no sin optimismo. Pero enseguida volví a desanimarme-: aunque si se considera que Vichy y Berlín están en completa sintonía, no sé cómo vamos a arrancar a unos el apoyo necesario frente a los otros para que hagan algo contrario a los intereses de ambos… ¡Qué galimatías! Por más que, dios del cielo, liberar a Marie no me parezca que sea para ninguno la cosa más trascendental de esta guerra… ¿No?

– Sí, no se me ocurre nadie más apto que Brissot. Es persona bien situada en los corredores del poder, que maneja los hilos de la influencia y de la información como nadie…

– …y que, además, es un patriota francés, un hombre que se siente enemigo de los alemanes… Conoce al padre de Marie… ¿Se acuerdan de que lo comentó? No, no. Desde luego, es la persona ideal. ¿Podrá usted organizarme una entrevista con él? Espero que él quiera. Nuestros últimos encuentros no fueron demasiado cordiales que digamos. ¿Recuerdan la cena de despedida de Arístides?

– Sí, y las veces que Marie discutió con él. Pardi, y con qué dureza lo hizo. En fin, esta misma tarde lo llamaré y trataré de montar una reunión si es posible.

Cuando Armand se hubo marchado a gestionar mi entrevista con Brissot de Warville, me quedé con Olga, sentado en una butaquita frente a ella.

– ¿Y encontraron ustedes a Philippa vagando por la calle en busca de comida? ¡Qué vergüenza me da pensar en una persona como mi amiga pidiendo limosna por las calles de París!

– No lo considere usted así, Olga. Philippa no pedía limosna; eludía a los nazis que la perseguían, lo que es mucho más digno.

En ese momento entró una de las doncellas y anunció:

– Monsieur le ministre Rodríguez.

Luis entró aún con el sombrero en la mano y en estado de gran agitación.

– ¡Ah, mis queridos amigos! ¡Cuánto disgusto! Venía para acá atendiendo al recado que usted me había dejado en el hotel, querido Manuel, y en la calle me he topado con Armand que me lo ha contado todo. ¡Dios mío, Marie! ¡Qué mala suerte! Estoy, por supuesto, a la disposición de ustedes para hacer cuanto esté en mi mano para obtener su libertad y un salvoconducto hacia donde sea más conveniente -dejó el sombrero sobre una de las butacas y de ahí lo rescató la doncella al instante.

Se me había hecho un nudo en la garganta.

– Querido Luis, ¡qué buen amigo! Yo… yo… estoy desesperado, no sé qué hacer, estoy confuso… no sé. Pero agradezco su amistad. Se lo agradezco. En momentos como éste, los amigos son en verdad indispensables. ¿Qué podemos hacer, dios mío? Es verdad que Armand está realizando en estos momentos una gestión para conseguir llegar hasta los alemanes a través de la policía o del ejército. ¿Servirá de algo? Sólo queda esperar.