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Armand se sobresaltó.

– No estoy loco. Por algún sitio tenemos que empezar las «hostialidades» -dijo riéndose.

– Un momento -interrumpió Armand-. Si he entendido bien lo que me explicó Manuel someramente, se trataría de atentar contra la vida de monsieur Alibert…

– Mais c’est de la folie! -exclamó Olga, escandalizada-, ¡es una locura! No permitiré nada de eso en mi casa.

Luis Rodríguez, que hasta ese momento había permanecido en silencio, levantó una mano.

– Debo marcharme. Si me lo permiten, mi condición de representante de un país en el que se respetan con todo rigor las leyes y que tiene relaciones diplomáticas con Francia me impide participar en una discusión de este tenor. Lo lamento muchísimo, pero debo marcharme. -Estaba muy serio.

Armand dijo:

– Lo comprendemos bien, Luis. Es más, estoy seguro de que a todos nosotros nos parece razonable su postura -nos miró y los demás asentimos.

Luis suspiró. Se puso en pie y besó la mano de Olga, a la que la brutal sorpresa de los propósitos de Domingo había dejado momentáneamente muda, no sé si de indignación o de espanto.

– Hasta muy pronto -dijo, y se fue.

– Necesito una explicación -exigió Armand.

– Esto es la lucha del GVC, querido amigo -contestó Domingo-. Para eso está… para eso lo creasteis vosotros.

¡Esto es la guerra! Y Alibert, uno de nuestros peores enemigos. Hay que cargárselo. ¡Menos panfletos y más bombas!

– ¡Oh no! -suspiró Olga poniendo los ojos en blanco.

Raphäel Alibert era un fanático de todos conocido. Mediocre profesor de ciencia política, había conseguido llegar a Vichy y al poder para tomarse la venganza por todo y de todos por cuanto éxito no había conseguido en la vida, el fracaso de la cual atribuía a los demás y no a su cretinismo moral. Autor del estatuto de los judíos y de gran parte de los textos de la nueva constitución, ministro de justicia en el gobierno de la Francia nono, su sectarismo había seducido (cómo no) al mismísimo Pétain. Mala gente. Maurice Martin du Gard, el ácido corresponsal en Vichy de la Dépêche de Toulouse, al que yo conocía bien de nuestros tiempos de París, me había explicado con sorna, una tarde tomando el té en el Pare, quién era este Alibert.

– Un gallo enorme y ampuloso, con una carrera política inexistente, forzosamente ociosa porque hasta cuando concurrió a las elecciones para ser diputado frente al más mísero legislador de Francia fue vencido con ignominia. ¡Él, que iba a salvar a Francia! Sólo que, en lugar de hacerle comprender sus propias limitaciones, la derrota estimuló en él un rencor absoluto contra esta Tercera República que se mostraba indiferente ante sus méritos. Pero, por más que sea un payaso, no desdeñe usted la capacidad de Alibert de causar el mal, no la infravalore. Ah, amigo mío, un pobre hombre, un mediocre que por fin ha conseguido sentar su pesado culo en la silla del poder que considera suya por derecho propio. ¿Sabe usted de lo que es capaz un tipo así? Es lo más peligroso que puede ocurrimos. Imagíneselo: ¡ministro, revolucionario, constituyente! Un pobre hombre que se considera un héroe y que no pasa de ser un peligroso enemigo de la república. Líbrenos dios.

– ¡Pero Domingo, hombre de dios! -exclamé-. Nosotros no somos revolucionarios ni terroristas… no tenemos madera de justicieros. Incluso si no me importaran las connsecuencias, ¿cómo podría yo apuntar al corazón de unaa persona, por mucho que se llame Raphäel Alibert, y apreetar el gatillo? ¿Yo? ¿Causar la muerte? ¡Quia!

– Prohíbo que se hable de estos asuntos en mi casa -dijcjo Olga con decisión.

– No es eso, compañero, no es eso -prosiguió Domingo como si Olga no hubiera hablado-. Cuando vosootros creasteis el Grupo Vichy de Combate, lo hicisteis corn un objetivo bien claro: proseguir la guerra, no dejar que see apagara la llama de la resistencia. Me dijo Rodríguez quee él os había impulsado a difundir panfletos porque estábalas poco decididos a la acción…

– Y seguimos sin estarlo, Domingo.

– Paparruchas. Ésta es una cuestión de lógica y de seguir las cosas hasta sus consecuencias últimas. Dime, ¿queréis continuar la guerra?

– Claro.

– ¿Cómo se derrota al enemigo?

– No me preguntes eso, que no soy un estratega…

– Infligiéndole bajas -se contestó Domingo.

– Bien. ¿Y?

– Infligiéndole bajas -repitió.

– ¿Y qué? No somos soldados.

– ¡Ahí es donde te equivocas compañero! Sí sois soldados ¿O es que te crees que en una guerra como esta puede e distinguirse entre los soldados que mueren y la gente quee cena en los restaurantes de lujo? O sea que los que van a a los comedores no tienen nada que ver, ¿eh? Ya verás si soni combatientes o no cuando los pillen los aviones con sus bombas o cuando los hagan prisioneros y los lleven a campos de concentración. ¿Qué crees, que todos los que acá- bamos en Prats de Molió éramos milicianos? ¿Las madres y los niños de teta también?

Armand dijo:

– Pero nuestra voluntad tiene poco que ver con nuestra habilidad, Domingo. Si preparáramos un atentado contra Alibert, es más que probable que no consiguiéramos hacerle ni un rasguño y que acabáramos todos en el cementerio…

Domingo sonrió.

– No, compañero. Para eso estoy aquí. Yo soy un profesional. ¡El primer profesional del GVC! Lo haremos entre todos.

– ¡De ninguna manera! -exclamó Olga con gran enfado.

– Usted no, Olga, usted no -rió con estrépito-. No la veo con una bomba en el bolso, aunque bien pensado…

– ¡Qué horror!

– … Pero, este apartamento nos es indispensable como centro de operaciones…

– ¡No! ¡Bajo ningún concepto!

– ¿Dónde guardaríamos la pólvora y la metralla? ¿Dónde podríamos reunimos?

– Soy una persona de orden -protestó débilmente.

– Pero, Olga, piénsalo. Si uno solo de los panfletos que hacéis aquí es leído por un hombre decidido, si una sola de las frases que ponéis lo convence, si un día decide matar a un alemán porque, gracias a vuestro periódico, ha comprendido que hay que luchar… y lo mata, ¿eso te hace menos culpable que si apretaras tú el gatillo? ¿Eh? Tú, Olga, por ponértelo más fácil, verás un paquete en una de tus habitaciones y ni siquiera tendrás por qué saber qué tiene dentro, ¿no? No intervendrás para nada en el resto de la operación. Pero, amiga mía, ¿no ver la sangre te hace menos culpable? No, pero no porque no hayas apretado el gatillo, sino porque en la guerra todos los enemigos de un bando son enemigos al mismo nivel, disparen, escondan, escriban o mientan… el objetivo de todos ellos es el mismo: la derrota del de enfrente. En las guerras totales todos somos soldados incluso si no queremos estar involucrados: nadie se queda fuera. Si me apuras, todos somos víctimas hasta que somos combatientes. Todos. En algún momento hay que decidirse por un bando, como vosotros hicisteis, y ése es un compromiso total -nos miró a los tres, uno por uno. Quedamos en silencio-. Decidido, entonces.

– No sé -dije-. Hasta que no consiga que nos devuelvan a Marie, mis preocupaciones principales son otras, Domingo.

– ¡Ni hablar! Marie es parte de la lucha. Esto de Marie forma parte de la lucha, compañero -insistió-. Que sea tu novia no la saca de la guerra: está en manos del enemigo y el deber de rescatarla no es sólo tuyo sino de todos nosotros -se encogió de hombros-. Bien, a lo que vamos. Busquemos una fecha. Tiene que ser una fecha significativa… ¿Qué pasará de aquí a…?

– Domingo, las fechas significativas son siempre las efemérides, las conmemoraciones de algo… -dijo Armand.

– ¡El armisticio de 1918! -exclamé-. El 11 de noviembre…

– ¡Fantástico! Es la mejor fecha posible… Uf, cantaradas, falta poco menos de una semana. No sé si llegaremos a tiempo, pero la fecha es perfecta. El día en que Francia derrotó a Alemania, ¿os dais cuenta? Vuela por los aires un colaboracionista miserable y en el culo lleva pegado un cartel que pone viva De Gaulle -soltó una carcajada-. Nos queda mucho por hacer -añadió, frotándose las manos.