– ¿Mucho por hacer? -balbució Olga.
– Mucho. Por de pronto, tengo que viajar al Pirineo a ponerme en contacto con los camaradas del Valle de Aran y hacerme con una bomba… en fin, pólvora y metralla, ya sabéis, y volver a tiempo… ¡Mierda!, hay poco Fiempo.
– ¿Y vas a viajar por media Francia con una bomba debajo del brazo?
– No os preocupéis por eso. Todavía no ha nacido quien pueda conmigo… -sonrió-. Vosotros tenéis que preparar el resto.
– ¿El resto? -preguntó Armand.
– Sí. No es complicado. Éste es un atentado sencillo. No olvidéis que es el primero, que no se lo esperan, que si actuamos con rapidez y decisión, habremos desaparecido antes de que se den cuenta. Tenemos que saber dónde vive Alibert, cuáles son sus itinerarios… con lo pomposo que es, seguro que para hacer cien metros usa el automóvil. Habrá que decidir si le ponemos la bomba… -¡Qué barbaridad! -exclamó Olga. -… en su vivienda, en el coche, en la calle por la que pasa… Habrá que decidir la hora del atentado. Habrá que decidir las medidas de seguridad para que todos nos libremos… en fin, ya sabéis. Hay poco tiempo. Tú, Armand, analiza los lugares de trabajo de este tipo, su vivienda…
– Eso ya lo sé: vive y trabaja prácticamente en el Pare. -Eso complica las cosas. Tendremos que ponerle la bomba en el auto… O tal vez… tú, Manuel, mira a ver si Alibert se pasea por el parque, si podemos acercarnos a él, si podemos esperar a que anochezca. Sería más fácil descerrajarle un tiro.
– ¿Y yo qué hago? -preguntó Olga, temiendo sin duda que se le encargara de algo en verdad peligroso.
– Nada por el momento, Olga, nada por el momento… ¿Estamos de acuerdo? Me voy, entonces. Estaré de regreso el día diez.
– Vete con cuidado.
– No temáis. Viva la revolución -sonrió. En el umbral de la habitación se detuvo y se dio la vuelta. Nos guiñó un ojo-. Trabajad duro, ¿eh? Hasta pronto, compañeros.
Lo que recuerdo con mayor claridad de aquel momento es la expresión derrotada y asustada de Olga Letellier. Supongo que reflejaba lo que todos sentíamos pero que hubiéramos querido esconder. Por dios. Ella, pobre mujer, era una persona de orden a quien la tentación más delictiva de su vida no había ido con seguridad más allá de sisar una gragea de Vichy de alguna cestita colocada en el mostrador de cualquier salón de té. Pero ¿y nosotros? ¿Yo, un hombre de bien, pensando en acabar con la vida de otro?
Santo cielo, pensé. ¿Es así la guerra? Pero enseguida volví a lo que me obsesionaba: ¿y Marie? Antes de separarnos aquella tarde, pregunté a Armand con quién creía que me acabaría entrevistando para conseguir que me ayudaran a liberarla. Me dijo que no lo sabía aún pero que esperaba tenerlo resuelto a la mañana siguiente. ¿Brissot de Warville? ¿Bunny Chambrun? ¿Laval? Qué más me daba. Cualquiera de ellos. ¿Qué más me daba a mí quién tuviera la llave de la libertad de Marie, con tal de que fuera alguien a quien yo pudiera convencer?
Al final, mi interlocutor no fue Brissot. Ni lo fueron Hourny ni Laval, ni, santo cielo, nuestro aristocrático comandante conde von Neipperg.
Cuando al día siguiente salía de mi hotel con intención de dirigirme al Ambassadeurs para cerciorarme del estado en que se encontraban las gestiones de Armand y de Luis Rodríguez, desde detrás de mí, tiró de la manga de mi abrigo un hombrecillo al que, al volverme para mirarlo, reconocí inmediatamente. Era el repulsivo ciutti de Brissot, el mísero enano que nos había vigilado a Luis Rodríguez y a mí cuando, meses atrás, en la cafetería del pasaje Giboin, el mexicano me contaba su entrevista con el mariscal Pétain a propósito del trato que Francia estaba dispensando a don Manuel Azaña. El mismo espía de tres al cuarto que nos había estado siguiendo en el hipódromo cuando Rodríguez se enfrentó al embajador Lequerica. El mismo al que no había prestado más que una atención desdeñosa en cada ocasión en que me topaba con él por las calles de Vichy. Siempre me parecía que sus apariciones repentinas se tenían que producir por alguna alcantarilla de la que escapaba como un mal olor para eclipsarse después al buscarlo yo con la mirada; era patético: se desvanecía, escondiéndose detrás de otros transeúntes o en oscuras callejas, abundantes en esta capital de pacotilla. Seguro que no habría de haberle importado esconderse en los cubos de basura con tal de mantener vigilado a uno de sus sospechosos, yo entre ellos. Pero fue aquella mañana, al tener que ocuparme de él, cuando por primera vez fui consciente de que en numerosas ocasiones lo había visto sin verlo: estaba lejos, a la sombra de un árbol, detrás de una estatua, a unas decenas de metros y antes de doblar una esquina para desaparecer, me dirigía una sonrisa irónica que ponía al descubierto su dentadura irregular y sucia. Un tipo repugnante.
Se me había acercado sin que me percatara de ello.
– Eh -me dijo-. Usted -en la comisura de los labios llevaba una colilla apagada.
– ¿Qué quiere?
Me miró con insolencia.
– Suivez-moi, sígame.
Me latía el corazón.
– ¿Adonde? ¿Para qué?
Echó a andar sin contestarme y yo le seguí a unos pasos de distancia, comprendiendo que me llevaba hasta donde estaría Brissot. Se lo pregunté y se volvió a mirarme con el mismo impertinente desprecio de costumbre. Luego se encogió de hombros y siguió adelante.
No tuvimos que andar mucho. Fuimos derechos al hotel du Pare, delante de cuya fiera guardia pasamos con apenas un gesto de la barbilla del hombrecillo que me guiaba; decidí que tenía que llamarse Jules. Tenía cara de Jules, estatura de Jules, modales de Jules. Jules.
Atravesamos el vestíbulo y nos dispusimos a subir por la escalera principal, llena a esta hora de gentes que subían con aire afanoso o bajaban con suficiencia a cumplimentar sus recados. Vestidos con la mayor elegancia posible (por más que apareciera arrugada la parte trasera de la mayoría de las chaquetas, abultada la rodillera de muchos pantalones y, mirando con atención, deshilachados muchos de los cuellos y puños de unas camisas que en tiempos mejores habrían estado bien planchadas), llevaban el aire de quien realiza una misión trascendental para el buen fin del Estado y la mirada servil de quien vendería a su madre a cambio de la más nimia de las prebendas. Esto era Vichy: lo que se movía por esta escalera a la velocidad de las cucarachas pero con la untuosidad de los ciempiés era el conjunto de los hombres que conformaban esta patética capital de prestado de una república ya inexistente. Subía y bajaba escalones enmoquetados el aparato grosero de los ambiciosos, arribistas y felones que constituían el círculo protector y al tiempo parasitario de Philippe Pétain.
Daba verdadero asco. Aquel día 6 de noviembre de 1940, sin embargo, no tenía sentimientos críticos hacia mi entorno, no padecía ni disfrutaba como hasta semanas antes con la observación de lo que me rodeaba. Sólo me animaba la urgencia; con la mirada puesta en el objetivo único de recuperar a Marie, nada habría sido capaz de desviarme de él, ni siquiera la labor de información requerida por Domingo para preparar «nuestro» atentado contra Raphá’el Alibert.
Abriéndonos paso por entre todos aquellos funcionarios, negociantes, periodistas afines, fascistas imbuidos de santa misión redentora, matones, gorrones, delincuentes y estafadores, fuimos subiendo con dificultad hasta alcanzar la tercera planta del hotel.
La planta del mariscal, pensé. No irán a hacer que me entreviste con él. Sé que sería inúticlass="underline" ese viejo chocho no movería un dedo por nadie. Sería una salva desperdiciada. Oh, por dios, que no sea él, me dije.