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A todos les hubiera gustado organizar un comité de recepción. El primero, Armand, que se ofreció a estar presente junto a mí en la espera del tren proveniente de París, pero me negué; le dije que era un cotilla y los dos nos reímos. Luis Rodríguez, como siempre considerado en extremo, ni lo había propuesto. Domingo, por fortuna, todavía no había regresado a Vichy de su expedición al Pirineo: nadie habría sido capaz de impedirle estar en el andén. Y a Olga la había convencido de que lo mejor sería que esperara a Marie en casa con una taza de chocolate bien caliente. Este momento era para mí.

Quería estar solo.

El instante tan inseguro, tan angustioso, tan excitante, en el que Marie me era devuelta era sólo mío.

Tuve un último momento de ansiedad, ¿vendría, no vendría?, cuando vi que el tren se materializaba en la distancia bamboleándose sobre los rieles mientras emergía rodeado de niebla y de su propios vapores. No hubo tiempo de más. La locomotora dio un plañidero silbido final y enseguida desfilaron ante mí los vagones, uno tras otro, llenos de rostros fugaces. El expreso se detuvo. Guardo en la memoria, perfectamente nítido, el ligero olor a consomé que emanaba de las inmediaciones del vagón restaurante. (Trucos que juega el pasado, puesto que no me parece que en la Francia de noviembre de 1940 los Grandes Expresos Europeos estuvieran en disposición de servir a sus clientes caldo alguno.)

Plantado más o menos en la mitad del andén, indeciso sobre hacia dónde dirigirme, si a la cabecera o a la cola del convoy, me puse a escudriñar las ventanillas y después las portezuelas de los vagones. Los revisores ya habían bajado y los empleados de los coches cama de Wagons-Lits Cook habían colocado los escabeles con los que facilitarían la bajada de los pasajeros. Por doquier había mozos, eso sí algo huérfanos de maletas que apilar sobre sus carros. Y hoy, pocos reencuentros: en estos tiempos no se viajaba a Vichy por vacaciones, por placer o por reunirse con la familia.

Y entonces, paseando una vez más, y no sin impaciencia, mi mirada por el convoy, por pura casualidad divisé a Marie. Apoyada en la mano de un revisor, se apeaba del primer vagón, el que seguía a la locomotora y al furgón de correos. Desorientada, giró sobre sí misma buscando, claro, una cara conocida. Me dio un vuelco el corazón. Enseguida me vio, de pie en la lontananza. Levantó una mano sin llegar a moverse de donde estaba y me pareció que le faltaba el equilibrio y que se tambaleaba. Angustiado de pronto (idiota de mí, por instinto esperaba a la Marie de siempre, como si hubiera regresado de un viaje cualquiera) me abrí con fuerza paso por entre los viajeros recién desembarcados y fui corriendo hacia ella. Al llegar donde estaba, me detuve de golpe, procurando no pensar dios mío en el aspecto horrible que tenía. Abrí los brazos. Titubeó. Pero, por fin, dando un paso, se refugió en ellos, pegándose a mi cuerpo con todas sus fuerzas. Temblaba como una hoja.

¿Cuántos días había pasado sin verla? ¿Cinco, seis, una semana? No hubiera creído que una persona pudiera perder tanto peso en tan poco tiempo. Las curvas sensuales y fuertes de su espalda, tan sedosas, habían sido reemplazadas por huesos duros y puntiagudos, costillas, omoplatos, columna, a los que se enganchaban mis dedos. Pensé que le haría daño si seguía abrazándola y confieso que me dio un poco de grima. Su pelo estaba grasicnto y olía a carbonilla y su ropa, a una suciedad indefinida, medio sudor, medio orín. Separó su cara de la mía para mirarme. Tenía un moratón en el carrillo izquierdo y una herida sin cicatrizar que empezaba a sanar, un corte no muy profundo que le cruzaba la frente desde la sien izquierda hasta casi la ceja derecha.

– Geppetto -murmuró-, oh, mi Geppetto -y me agarró la cara con las manos-. ¿Me ves así de horrible?

– ¡No, no, mi amor! -exclamé. Sacudí la cabeza, reprendiéndome.

Sonrió débilmente y luego me besó diez, doce, quince veces en la boca. Creo que algunos viajeros nos miraron con curiosidad o con escándalo, no sé.

– ¿Todavía me quieres? -le olía el aliento a una mezcla de vómito y pan. Creo que no me importó.

La separé de mí y, como si hubiera sido la última vez que se me permitía hacerlo, le besé los ojos y la nariz y la garganta. Le besé las profundas ojeras moradas, le besé la nariz tan afilada por el sufrimiento, le besé las mejillas repentinamente ajadas.

– ¿Qué te ha pasado, dios mío, qué te han hecho? -le pregunté, pero hubiera querido comerme las palabras tan pronto como salieron de mi boca. Lejos de cualquier afán masoquista, no deseaba que me contara nada de lo que le había sucedido en esta aventura de la que me sentía tan responsable. Después pensé que tampoco quería que ella recordara el sufrimiento de los días pasados.

– Oh, cuando te cuente lo que ha sido… -le dio un escalofrío e, inclinándose hacia atrás, se apartó con rabia una lágrima de la mejilla.

– Ven, vamos a casa -dije.

¡Cómo iba a querer que me contara nada! Estaba dispuesto a todo con tal de evitarme el relato de su horror, de lo que le había ocurrido por culpa mía en aquel espantoso palacete de la avenida Foch.

Pero no iba a ser posible cerrar la puerta a semejante memoria. No, claro que no. Tendríamos que saborearla, refocilarnos en ella, dejar que la ponzoña nos creciera dentro, bien amarga. Es lo que se espera de quien es solidario por amor: la furia, la impotencia, el espanto y el deseo de venganza. A mí, sin embargo, me hubiera bastado con la venganza: nadie tenía que contarme nada para que quisiera cobrármela.

¿Venganza? ¡Ah, sí! Ya lo creo que quería cobrármela. Si algún acicate me hubiera faltado para acabar de decidirme a entrar en acción en esta estúpida guerra, ahora tenía dónde escoger. Todo me empujaba al desquite con una rabia cuya intensidad me sorprendió: la sucia negociación con Bousquet, los días de angustia sin Marie, sus horas en manos de la Gestapo (no necesitaba mucha imaginación para percibir en su garganta, en su pelo, en su ropa el sabor acre de la vergüenza y el miedo), hasta mis treinta minutos de histérica espera en la estación. Y ahora, ella, en mis brazos, casi destruida.

Venganza. En su nombre, Raphäel Alibert estaba siendo condenado a muerte con mayor certeza que si hubiera dictado sentencia el tribunal más ávido de sangre. ¡Ah, sí! Hasta pediría ser el verdugo. Alibert tenía que pagar por lo que le habían hecho a Marie.

– Ven, vamos a casa -repetí.

– ¿A casa? -Marie levantó las cejas.

– Bueno -reí forzadamente-, a casa, lo que se dice casa… no. En Vichy, no. Quiero decir a casa de Olga, que te espera con una taza de chocolate humeante.

– Hmm, qué rico -su sonrisa era algo distante; de su rostro se había desvanecido aquella espontaneidad traviesa tan suya. De una adolescente hubiera dicho que de la noche a la mañana había dejado atrás la infancia. Pero, claro, era peor. A Marie parecía haberle sido arrancada la alegría de la entraña-. Ah, Geppetto, necesito un baño ahora mismo. Estoy… sucia.

»¿Sabes? En España me habrían pillado en una trinchera y me habrían violado y acuchillado et coupé les seins y rociado de gasolina y prendido fuego después… -sonrió fugazmente-. Bueno, rociado de gasolina, no, porque no había… Bah. Pero es que en el fondo, aquella era una guerra de salvajes y sabías que te tratarían como salvajes. Nosotros lo éramos, la tierra lo era, los facciosos lo eran y no te quiero ni decir si caías en manos de los moros… Ay, Geppetto, pero ¿en París? ¿En mi ciudad? ¿En la avenida Foch? -sacudió la cabeza-. La civilización hace que ciertas porquerías sean peores, lo ensucia todo… ¿sabes?