Se sentó en el borde de la bañera y se arrebujó en el improvisado albornoz. Me puse en cuclillas frente a ella. Por entre los pliegues de la toalla, alargó una mano y me acarició la cabeza y la cara.
– Ay, Geppetto. Aj… sin decir nada más, la tipa aquella se fue con mi ropa y yo me quedé desnuda. ¡Desnuda! ¡Allí, en aquel salón de paso! Desde luego, aquella puta sabía cómo humillar a la gente. Yo estaba enferma de vergüenza. Me tapé como pude con las manos y me senté en el sofá… un sofá verde y sucio, un verdadero asco. Tiritaba de frío… No sabes lo que es el frío. Me dolían las rodillas de tiritar, pero fue un consuelo, ¿sabes?, porque acabé concentrándome en el frío para no pensar en mi desnudez. Y cuando me pareció que lo había conseguido, al rato, se abrió la puerta de un despacho y se asomó un soldado. Me gritó sie!, ¡usted!, y me hizo gestos de que fuera hasta allí. No me moví. Prefería morir. Hubiera preferido morir con tal de no cruzar desnuda aquel salón… No sé si era un resto de dignidad o qué… Komm! me gritaba el soldado, hasta que uno que pasaba por allí debió de apiadarse de mí, levantó una mano para que esperara y de un perchero descolgó un capote y me lo tiró. El de la puerta le dijo algo con enfado… me parece que debió de ser que no tenía que ayudarme, y el otro le contestó ja, ja, ja, y siguió su camino.
– De verdad, mi amor, no tienes que contarme todo esto, no tienes por qué sufrir dos veces, ¿eh? -me puse de rodillas porque me habían empezado a doler las articulaciones a causa de la posición tan forzada. Le puse una mano en cada hombro-. ¿Eh? -repetí.
– No. ¡No! Tengo que seguir… tengo que seguir. Entré en el despacho más pequeño y, al pasar delante del soldado que me había llamado, me arrancó el capote de encima y de un empujón me hizo caer al suelo. Detrás de una mesa de despacho estaba… Lo reconocí enseguida, von Neipperg. Estaba de pie y me miraba con total frialdad, como si no fuera con él. Mon Dieu, qué mirada… como si no me hubiera reconocido y yo fuera un bicho leproso. Me dijo póngase de pie, qué le pasa, ¿le da vergüenza? Sí, le contesté, ¿a usted no le daría vergüenza estar desnudo ante su carcelero? Se encogió de hombros. Le daba igual. Se puso a hojear unos papeles que había sobre la mesa. Hacía mucho calor en aquel cuarto. Madame de Sá, ¿verdad?, me preguntó, ¿O debería más bien decir mademoiselle Weisman, la concubina de de Sá? Póngase de pie… Y déjese de falsas modestias. No estamos interesados en su sucia… no recuerdo lo que dijo. Y luego: bueno… algunos de los soldados más bestias e ignorantes de las mazmorras de abajo, sí están interesados, ya lo comprobará usted. Y de golpe me preguntó: ¿dónde está Philippa von Hallen? En una esquina de la mesa estaba mi bolsón y delante, los cuadernos de Philippa. Los reconocí enseguida… ¿Philippa?, dije yo. Me hubiera reído de no haber estado tan muerta de miedo: eso era lo que querían, ¡Philippa! Pero ella estaba lejos de sus garras. ¿Por qué la persiguen ustedes?, le pregunté. El Führer tiene mucho interés en hablar con ella, contestó él. ¿Dónde está?, insistió. No tengo ni la más remota idea. Le he dicho que se ponga en pie… Ni siquiera un conde alemán tiene esa falta de delicadeza, le dije. Eso le llegó… lo vi en su cara. ¡Estoy desnuda! Tengo frío… Entonces ladeó la cabeza y con un gesto de la barbilla, así -Marie levantó la barbilla-, indicó al soldado que me devolviera el capote, pero cuando me lo iba a poner sobre los hombros, hizo un gesto para que se detuviera. ¿Dónde está la condesa von Hallen?, repitió. Iba en el tren al que no pude subirme, contesté. Von Neipperg dio un respingo y exclamó ach so! Comprendí que hasta entonces ellos habían pensado que Philippa aún estaba en París. ¿Está en Vichy, entonces? No lo sé, dije, supongo que ya no, que irá rumbo a la libertad… que se les ha escapado… pero, por dios, ahora deje que me tape. Se encogió de hornbros y miró al soldado. Éste dejó caer el capote a mi lado. Lo agarré con las dos manos y por fin pude cubrirme. Entonces pude mirarle y él sonreía como si yo hubiera dicho alguna gracia que sólo pudiera comprender él. ¿De modo que hacia la libertad, eh? Hice que sí con la cabeza y añadí: Philippa iba en el tren con Manuel de Sá. Von Neipperg rió. Valiente este de Sá que huye y la abandona a usted en manos de la Gestapo… Eso dijo, Geppetto.
– Bueno, no iba muy descaminado -sonreí con tristeza.
– ¿Tú que eres el hombre más fiel, más leal y más valiente que conozco?
– No lo soy, no.
Marie me miró con extrañeza, como si en mi tono hubiera detectado algo fuera de lo habitual. Hizo un gesto con la boca y continuó:
– Me reí. No sé cómo tenía ánimos para reírme, pero Philippa había escapado de sus garras y eso, sólo por eso, era un triunfo, ¿sabes?, que merecía… Y le dije, fue culpa mía. Señalé el bolsón que estaba encima de la mesa y le dije que me había dejado la bolsa de viaje en el cuarto de los cheminots de la estación y tuve que volver a por ella. Mi risa debió de convencerlo de que yo estaba diciendo la verdad. Estuvo en silencio un tiempo y después, me miró con desprecio. Por el momento no me sirve usted de nada más, dijo. Irá a abajo, al sótano… me dio un escalofrío de miedo… hasta que decidamos qué hacer con usted. Vístase. Mi ropa, bueno, lo que quedaba de ella, estaba ahí sobre una silla y no la había visto hasta entonces. La blusa desgarrada, las bragas sucias… Von Neipperg volvió a mirarme mientras me vestía. Oh, Geppetto, era como si contemplara basura. En voz baja dijo ¡cerda judía!, algo así como Judensau… creo, y había tal desprecio en su cara que fue como si me diera una bofetada. Y comprendí, Geppetto, lo comprendí bien: yo no era un ser humano para esa bestia bien educada… era un perro. Era un perro para todos ellos y por eso les daba igual que estuviera vestida o desnuda, que tuviera pelo u hocico, les daba igual. Me llevaron al sótano y me encerraron en una celda pequeña, sin un mueble, nada, sólo un retrete. Estuve creo que tres días encerrada sin que nadie me dijera nada… A veces hacía mucho frío… no siempre, no habría podido aguantarlo sin morir. Imagino que las tuberías de la calefacción y del agua subían por el sótano y mantenían un poco de calor… Sólo oía de vez en cuando gritos desgarradores, aullidos. Era gente a la que estaban torturando, supongo… no podía ser otra cosa, aunque te juro que me parecían animales a los que estaban desmembrando… De vez en cuando se abría la puerta y yo me refugiaba contra una esquina del cuartucho aquel, segura de que venían los esbirros que me había prometido von Neipperg para llevarme a una cámara de tortura… Pero no. Era la horrible mujer que me traía un trozo de pan revenido y un tazón de sopa… Nunca me decía nada. Por las noches, suponía que era de noche, hacía mucho frío. Intentaba envolverme en mi abrigo pero servía de poco… Mi único consuelo, Geppetto, era pensar en cómo nos habíamos burlado de aquel miserable y en que Philippa estaba a salvo aquí… -sonrió y a mí se me cayó el alma a los pies-. Un día volvió la mujer aquélla y me hizo señas de que la siguiera. Me llevó hasta un lavabo que había en un pasillo, me dio una toalla pequeña y sucia y un trozo de jabón de Marsella y estuvo ahí, delante de mí, mientras me lavaba como podía. Luego, me llevaron a un coche y me condujeron a la estación. Dos soldados me subieron a un vagón y se sentaron conmigo en un compartimento. Me brincaba el corazón, Geppetto. ¡Me devolvían a ti! Por eso no me importó que no dejaran de vigilarme hasta la línea de demarcación. ¡Qué más me daba! ¿Querían impedirme escapar? Imbéciles! En la frontera se apearon los dos y yo pude seguir sola hasta aquí. Un revisor se apiadó de mí y me trajo un bocadillo de salchichón y un poco de vino -se encogió de hombros-. Et me voici.