La ayudé a vestirse con ropa limpia. Después Marie quiso que nos tumbáramos en su cama y que yo la abrazara fuerte fuerte, me dijo.
Dio un suspiro de contento.
– Creí que nunca volvería a verte -murmuró.
– Yo también -cerré los ojos con fuerza.
Y, en el mismo tono apacible y satisfecho, me preguntó:
– ¿Y Philippa? ¿Se la ha llevado ya Domingo a España? ¿Han pasado por Les Baux? Siento no haber podido saludarla antes de que se marchara…
No contesté.
Inmediatamente Marie supo que algo no estaba bien. Se incorporó sobre un codo para poderme mirar. Había fruncido el ceño.
– ¿Geppetto?
Tardé algún tiempo en contestar y, a medida que pasaban los segundos, la expresión de Marie iba ensombreciéndose hasta adquirir la certeza del desastre.
– La detuvieron en Lux -dije con voz casi inaudible.
– La… ¿pero quién?… Los alemanes no pueden entrar en zona libre.
– La policía francesa.
– ¿Qué? ¿Cómo?… ¿Tú estabas ahí?
– No.
– ¿La habías dejado sola?
– Era el sitio más discreto para que no la descubrieran mientras… Yo había vuelto a Vichy para intentar conseguir tu liberación.
– Y la habías dejado sola.
– En el Métropole, con Le Saunier.
– Oh, dios mío… ¿No comprendes que aquellos tipos no eran de fiar, que eran una pandilla de vendidos?… ¿Él y los cheminots y los revisores?
Mentir sólo me tentó una fracción de segundo.
– No fueron ellos, Marie.
– No te entiendo.
De pronto, comprendió.
Me miró con horror.
– Dime que no la entregaste a los nazis -no dije nada-. ¡Dímelo!
– Era tu vida o la de ella, Marie -murmuré por fin. Se apartó de mí y haciendo girar las piernas fue a- sentarse en el borde de la cama. Doblando el espinazo, bajó la cabeza hasta apoyarla en las rodillas. Estuvo así un largo tiempo antes de volver, por fin, a enderezarse. De pronto aquella Marie era una persona diferente: ni rastro de su humor, de su amor, de su travesura, de su ternura, de su sensualidad.
Ni rastro.
– ¿Mi vida o la de ella? ¡Pero no comprendes nada! Has mandado a la muerte a una amiga que confió en ti… Te has vuelto loco…
– Era tu vida… -repetí.
– Mais, nom de Dieul, ¿cómo pudiste hacerlo?
– Bousquet.
– ¿Eh?
– Me puse a buscar a quien pudiera sacarte de París. Brissot, Chambrun, Laval… hasta pensé en el mariscal… Armand me consiguió una entrevista con Bousquet… Ya ves, al que menos esperaba…
– ¿Y?
– Bueno, ¿qué quieres que te diga?… Me ofreció un trato: tú por Philippa- me encogí de hombros-, y acepté.
– ¿Pero cómo aceptaste nada de ese idiota engreído?
– ¿Que cómo acepté? Hubiera aceptado lo que me hubiera propuesto, Marie… lo que me hubiera propuesto. ¿No lo comprendes? Decidí que haría lo necesario para que te devolvieran a mí y tuve que escuchar la mayor sarta de tonterías que he oído en mi vida, la mayor sarta de justificaciones idiotas que… Pero… él tenía la llave de tu libertad. ¿Cómo no iba a aceptar lo que me propusiera? Bousquet es un cínico, pero es un cínico con poder… y no me importó su cinismo, sino su poder: era tu vida la que estaba consiguiendo, la de la mujer a la que amo por encima de todo a cambio de la de una mujer rota…
– ¡No digas rota!
– … Bien, bueno, rota no… Pero a cambio de la de una mujer a la que hace una semana no conocía ni de nombre.
No debiste quererme tanto… no debiste hacer que te quisiera tanto. ¿Cómo iba a dudar? Era tu vida, Marie…
Marie, pálida como la muerte, me miraba con los ojos muy abiertos.
– ¡Pues no quiero esta vida que me regalas! Y no quiero vivirla a tu lado para tener que acordarme todos los días del precio que hubo que pagar -estaba inmóvil, rígida sobre la cama.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté espantado. Sacudió la cabeza como si no me hubiera oído.
– Estamos en guerra, Manuel, en guerra. Y en la guerra se hacen sacrificios, unos por otros… -qué sarcasmo que me lo estuviera diciendo ella a mí-. Yo sabía lo que arriesgaba… ¿Te acuerdas? El Ebro eran aventuras. Tú mismo dijiste que esto de ahora no, que esto iba en serio porque ya no era cuestión de cantar alegremente con los milicianos españoles: ahora, aquí en Francia, se trataba de defender nuestros hogares. Defender a Philippa era defender nuestras casas, era defender la decencia.
– ¿Qué me importaba a mí Philippa? -exclamé con impaciencia-. Con todo lo que la quieres desde hace un par de días… -ironías a estas alturas, santo cielo-,… en un minuto tuve que escoger entre tú y ella. Son las desgracias de la guerra. Había que escoger y eras tú… eras tú, ¿no lo entiendes? Porque yo sí lo entendí -añadí con desesperación-. No me hizo falta ni un segundo. Por salvar tu vida, por salvar nuestra vida, habría traicionado cualquier cosa, lo habría traicionado todo. ¿Por esta guerra estúpida? ¿Tú no?
– No es una guerra estúpida, Manuel. Y además, acabábamos de justificarnos: ya habíamos pagado el precio de nuestra guerra, la razón que nos impulsa a luchar: habíamos salvado a nuestra primera víctima. ¿No comprendes que entregándola a nuestros enemigos, dábamos marcha atrás, negándolo todo? Estábamos diciendo no, no, salvar a esta víctima no vale, no vale el precio que hemos comprometido como luchadores. ¿Qué somos? ¿Soldados que sólo luchan si el premio vale la pena? ¿Hay perseguidos de primera y de segunda clase? ¿Por qué no se lo preguntas a Arístides? ¿A cuántos salvó que no valían la pena? ¿Eh?
– Arístides lo hacía con una firma en un pasaporte, no con un intercambio de vida por vida… Lo suyo era fácil… -qué mezquindad la mía. Estaba de pronto tan furioso que casi la acusé de jugar con sofismas-. Ni hablar. No Marie. Hay precios que se pagan y precios que no se pueden pagar, que no se deben pagar, ni siquiera como luchadores. Porque antes de esta puta guerra, pasas tú, mil veces pasas tú, cien mil veces pasamos nosotros dos. ¿Y me estás diciendo que hubieras querido que alegremente renunciara a todo lo que es mi vida por la vida de Philippa, una mujer estupenda, de acuerdo, pero que en todo caso habría muerto antes siquiera de llegar a la frontera con España? Porque dime si no la habría encontrado toda la policía de Bousquet en un santiamén…
– ¡Que la pillaran después habría dado igual! -levantó una mano-: No, espera. No habría dado igual porque habría sido una tragedia. El dolor… la tristeza, la muerte de una mujer valiente… -sacudió la cabeza-. Pero en lo que a nosotros respecta, es el acto en sí de la cesión lo que traiciona lo que somos, lo que representamos. Hasta ahora había cosas que nos distinguían del enemigo… el sacrificio…
Poco faltó para que acusara a Marie de decir chiquilladas románticas pero me contuve. Por un momento hasta pensé que nuestras diferencias tenían que ver con nuestros respectivos niveles de madurez; supuse que ella, con una generosidad que se me antojaba infantil, era incapaz de comprender lo que significaba minimizar daños inevitables. Imaginé que un poco de firmeza la acabaría llevando por el camino de la sensatez.
– No, mi amor, lo siento. Para pagar este precio, deberían haberse buscado a otro que vendiera. Además, noi estaba en mi mano decidir por ti. Nadie te iba a preguntar lo que querías hacer. Me lo preguntaban a mí. ¿Quién era yo para decidir por ti que te sacrificaras?
– Manuel, en esta guerra tú tenías la llave de mis decisiones igual que yo la tenía de las tuyas. Esta guerra no es un retiro espiritual en el que te ayudan a decidir sopesando con cuidado todos los pros y los contras: cuando te has metido en ella has tomado todas las decisiones de antemano… siempre las más duras. En una guerra, no hay caminos fáciles.