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Leonardo Padura

Vientos De Cuaresma

Para Paloma y Paco Taibo II.

Y otra vez, y como siempre,

para ti, Lucía

PRIMAVERA DE 1989

Él es el que conoce el misterio y el testimonio.

El Corán

Era Miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrificio del Mesías, penetró en el barrio y revolvió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron rundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron, como si hubieran presentido un terremoto. La tarde se marchitó con la nube de polvo y el acto de respirar se hizo un ejercicio consciente y doloroso.

De pie, en el portal de su casa, Mario Conde observó los efectos del apocalíptico vendavaclass="underline" las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos, el barrio como asolado por una guerra eficaz y cruel, y se le ocurrió pensar que tras las puertas selladas podían estar corriendo huracanes de pasiones tan devastadores como el viento callejero. Entonces sintió cómo empezaba a crecer dentro de él una ola previsible de sed y de melancolía, también avivada por la brisa caliente. Se desabotonó la camisa y avanzó hacia la acera. Sabía que el vacío de expectativas para la noche que se acercaba y la aridez de su garganta podían ser obra de un poder superior, capaz de moldear su destino entre la sed infinita y la soledad invencible. De cara al viento, recibiendo el polvo que le roía la piel, aceptó que algo de maldito debía de haber en aquella brisa de Armagedón que se desataba cada primavera para recordarles a los mortales el ascenso de un hijo de hombre hacia el más dramático de los holocaustos, allá en Jerusalén.

Respiró hasta notar cómo sus pulmones se hundían, cargados de tierra y hollín, y cuando estimó haber pagado una cuota de sufrimiento a su desvelado masoquismo, regresó al abrigo del portal y terminó de quitarse la camisa. La sensación de sequedad en la garganta era entonces mucho mayor, mientras la certeza de la soledad se había desbocado y resultaba más difícil de localizar en algún rincón de su cuerpo. Fluía indetenible, como si le corriera por la sangre. «Eres un cabrón recordador», siempre le decía su amigo, el Flaco Carlos, pero era inevitable que la Cuaresma y la soledad lo hicieran recordar. Aquel viento ponía a flotar las arenas negras y los desperdicios de su memoria, las hojas secas de sus afectos muertos, los olores amargos de sus culpas con una persistencia más perversa que la sed de cuarenta días en el desierto. Me cago en la ventolera, se dijo entonces, pensando que no debía darle más vueltas a sus melancolías porque conocía el antídoto: una botella de ron y una mujer -mientras más puta mejor- eran la cura instantánea y perfecta para aquella depresión entre mística y envolvente.

Lo del ron podía ser remediable, incluso dentro de los límites de la ley, pensó. Lo difícil era combinarlo con esa mujer posible que había conocido tres días antes y que le estaba provocando aquella resaca de esperanzas y frustraciones. Todo comenzó el domingo, después de almorzar en casa del Flaco, que ya no era flaco, y de comprobar que Josefina estaba en tratos con el Diablo. Solamente aquel carnicero de apodo infernal podía propiciar el pecado de gula al que los lanzó la madre de su amigo; increíble pero cierto: cocido madrileño, casi como debe ser, explicó la mujer cuando los hizo pasar al comedor donde ya estaban servidos los platos de caldo y, circunspecta y desbordada de promesas, la fuente de carnes, viandas y garbanzos.

– Mi madre era asturiana, pero siempre hacía el cocido a la madrileña. Cuestión de gustos, ¿no? Pero el problema es que además de las patas de puerco saladas, el pedazo de pollo, el tocino, el chorizo, la morcilla, las papas, las verduras y los garbanzos, lleva también judías verdes y un hueso grande de rodilla de vaca, que fue lo único que me faltó conseguir. Aunque así sabe bien, ¿no? -preguntó, retórica y complacida, ante el asombro sincero de su hijo y del Conde, que se lanzaron sobre la comida, asintiendo desde la primera cucharada: sí, sabía bien, a pesar de las ausencias sutiles que Josefina lamentaba.

– De puta madre, rediez -dijo uno.

– Oye, deja para los demás -advirtió el otro.

– Coño, ese chorizo era el mío -protestó el primero.

– Me voy a reventar -admitió el otro.

Después de aquel almuerzo inimaginable se les cerraban los ojos y les pesaban los brazos, en una clamorosa petición orgánica de una cama, pero el Flaco insistió en sentarse frente al televisor para hacer el postre con el doble juego de pelota. El equipo de La Habana, por fin, estaba jugando una temporada como se debía, y el olor de la victoria lo arrastraba tras cada partido de su equipo, incluso cuando sólo lo trasmitían por radio. Seguía el destino del campeonato con una fidelidad que sólo podía dispensar alguien como él, terriblemente optimista, aun después de haber ganado por última vez en el año ya remoto de 1976, cuando hasta los peloteros parecían más románticos, sinceros y felices.

– Yo me voy pal carajo -dijo entonces el Conde, al final de un bostezo que lo removió-. Y no te hagas ilusiones para morir de desengaños, salvaje: al final esta gente la caga y pierden los juegos buenos, acuérdate del año pasado.

– Yo siempre lo he dicho, bestia, me encanta verte así: entusiasmado y con esa alegría… -Y lo señaló con el índice-. Eres una cabrona tiñosa. Pero este año sí ganamos.

– Bueno, allá tú, no me digas después que no te lo advertí… Es que además tengo que escribir un informe para cerrar un caso y todos los días lo dejo para mañana. Acuérdate que soy un proletario…

– No jodas, tú, que hoy es domingo. Mira, chico, mira, hoy pichean Valle y el Duque, esto es pan comido… -dijo y lo interrogó con la mirada-. No, mentira, tú vas a hacer otra cosa.

– Ojalá -suspiró el Conde, que odiaba la placidez de las tardes de domingo. Siempre le pareció que la mejor metáfora de su amigo escritor Miki Cara de Jeva era afirmar que alguien es más maricón que un domingo por la tarde, lánguido y calmado-. Ojalá -repitió y se colocó detrás del sillón de ruedas en que vivía su amigo desde hacía casi diez años y lo condujo hasta el cuarto.

– ¿Por qué no compras un pomo y vienes por la noche? -le propuso entonces el Flaco Carlos.

– Salvaje, estoy sin un medio.

– Coge dinero de la mesita de noche.

– Oye, que mañana tengo trabajo temprano -intentó protestar el Conde, pero vio la ruta marcada por el dedo conminatorio de su amigo señalando el sitio del dinero. El bostezo se le ligó con la sonrisa y supo entonces que no había defensa posible: mejor me rindo, ¿no?-. Bueno, no sé, deja ver si vengo por la noche. Si consigo el ron -luchó todavía, procurando salvar algo de su dignidad acorralada-. Voy abajo.

– No compres mofuco, tú -le advirtió Carlos y el Conde, ya en el corredor, le gritó:

– ¡Orientales campeón! -Y corrió para no oír los insultos que se merecía.

Salió al vapor del mediodía con la balanza en la mano y los ojos como vendados. Soy justo, pensó, sopesando el deber y las necesidades perentorias de su cuerpo: el informe o la cama, aunque sabía que el veredicto ya estaba decretado en favor de una siesta tan madrileña como el cocido, se decía cuando doblaba la esquina en busca de la Calzada del 10 de Octubre, pero antes de verla la presintió.

Aquel experimento casi nunca fallaba, cuando subía a una guagua, cuando entraba a una tienda, al llegar a una oficina, incluso en la penumbra de un cine, el Conde lo practicaba y le complacía verificar su efectividad: un sentido recóndito de animal adiestrado siempre guiaba sus ojos hacia la figura de la mujer más hermosa del lugar, como si la búsqueda de la belleza formara parte de sus exigencias vitales. Y ahora aquel magnetismo estético capaz de alertar su libido no podía haber fallado. Bajo el resplandor del sol la mujer relumbró como una visión de otro mundo: el pelo es rojo, encendido, rizado y suave; las piernas son dos columnas corintias, rematadas en los atributos de las caderas y apenas cubiertas por unblue-jean cortado y deshilachado; la cara enrojecida por el calor, medio oculta por las gafas oscuras de cristales redondos, bajo las que exhibía una boca pulposa de gozadora vital y convencida. Boca para cualquier antojo, fantasía o necesidad imaginable. ¡Pero qué buena está, coño!, se dijo. Es como si naciera de la reverberación del sol, caliente y hecha a la medida de unos deseos ancestrales. Hacía tiempo que el Conde no sufría erecciones callejeras, los años lo habían vuelto lento y demasiado cerebral, pero de pronto sintió que en su estómago, justo debajo de las capas proteicas del cocido madrileño, algo se desordenaba y las ondas provocadas por el movimiento se remitían hasta la solidez imprevista que empezó a formársele entre las piernas. Ella estaba recostada contra el guardafangos trasero de un carro y, al fijarse otra vez en sus muslos de corredora sin fondo, el Conde descubrió la razón de su baño de sol en la calle desierta: una goma desinflada y un gato hidráulico recostado al conten de la acera explicaron la desesperación que él vio en su rostro cuando ella se quitó los espejuelos y con una elegancia alarmante se limpió el sudor de la cara. No puedo pensarlo, se exigió el Conde, adelantándose a su pereza y a su timidez, y al llegar junto a la mujer le soltó, con toda su valentía: