– ¿Y no le preocupaba que estuviera sola?
– Ya le dije…
– Sargento.
– Que era muy independiente, sargento, se sabía hacer sus cosas, y, por favor, ¿es necesario sacar ahora esas cuentas?
– No, perdóneme. ¿Ella tenía novio ahora?
Caridad Delgado pensó un instante y aprovechó para mejorar su posición. Se colocó de frente a Manolo.
– Creo que sí, pero no puedo decirle nada seguro sobre eso. Ella hacía su vida… No sé, me habló hace poco de un hombre mayor.
– ¿Un hombre mayor?
– Creo que me dijo eso.
– Pero tuvo un novio que andaba en una moto, ¿verdad?
– Sí, Pupy. Aunque hace rato se pelearon. Lissette me dijo que había tenido una discusión con él pero no me explicó. Nunca me explicaba nada. Ella siempre fue así.
– ¿Qué más sabe de Pupy?
– No sé, creo que le gustan las motos más que las mujeres. Ustedes me entienden, ¿verdad? No se bajaba de la moto en todo el santo día.
– ¿Dónde vive?, ¿qué hace?
– Vive en el edificio que está al lado del cine Los Ángeles. El edificio del Banco de los Colonos, pero no sé en qué piso -dijo y pensó antes de seguir-. Y creo que no hacía nada, vivía de arreglar motos y eso.
– ¿Cómo eran las relaciones de ustedes dos?
Caridad miró al Conde y había una súplica en sus ojos. El teniente encendió un cigarro y se dispuso a oírla. Lo siento, vieja.
– Bueno, sargento, no muy cercanas, por decirlo de alguna forma. -Hizo una pausa y se observó las manos, manchadas por unas pecas cobrizas. Sabía que caminaba por un suelo fangoso y debía calcular cada paso-. Yo siempre he tenido muchas responsabilidades en mi trabajo y mi esposo igual, y el padre de Lissette tampoco paraba en la casa cuando vivíamos juntos y ella estudió becada… No sé, nunca estuvimos muy unidas, aunque yo siempre me ocupaba de ella, le compraba cosas, le traía regalos cuando viajaba, trataba de complacerla. La relación con los hijos es una profesión muy difícil.
– Algo así como las secciones fijas -opinó el Conde-. ¿Lissette le contaba sus problemas?
– ¿Qué problemas? -preguntó como si hubiese escuchado una herejía y logró sonreír, adelgazando apenas los labios. Alzó una mano a la altura del pecho y mostró los dedos, lista para ejecutar una convincente enumeración-. Ella lo tenía todo: una casa, una carrera, estaba integrada, siempre fue buena estudiante, tenía ropa, era joven…
Los dedos de la mano fueron insuficientes para el con-teo de bienes y utilidades y dos lágrimas corrieron entonces por la cara marchita de Caridad. Al terminar, su voz perdió brillo y ritmo. No sabe llorar, se dijo el Conde, y sintió lástima por aquella mujer que hacía mucho tiempo había perdido a su única hija. El teniente miró a Manolo y con los ojos le pidió que le dejara la conversación. Apagó su cigarro en un amplio cenicero de vidrio coloreado y se volvió a recostar.
– Caridad, usted debe comprender. Nosotros debemos saber qué pasó y esta conversación es inevitable.
– Yo sé, yo sé -dijo, recomponiéndose las arrugas de los ojos con el dorso de la mano.
– Algo muy raro sucedió con Lissette. No lo hicieron para robarle, porque como usted sabe no parece faltar nada en la casa, ni fue una violación común, porque además la maltrataron. Y lo que es más alarmante: esa noche hubo música y baile en su casa y fumaron marihuana en el apartamento.
Caridad abrió los ojos y luego dejó caer los párpados muy lentamente. Un instinto profundo la hizo llevarse una mano al pecho, como tratando de proteger los senos que palpitaban bajo la tela del pullover. Parecía vencida y diez años más vieja.
– ¿Lissette consumía drogas? -preguntó entonces el Conde dispuesto a aprovechar su superioridad.
– No, no, ¿cómo van a pensar eso? -se rebeló la mujer, recuperando algo de su devastada seguridad-. No puede ser. Que tuviera varios novios o que fuera a fiestas o que un día se tomara unos tragos, eso sí, pero drogas no. ¿Qué le han dicho de ella? ¿No saben que era militante desde los dieciséis años, que siempre fue una estudiante ejemplar? Hasta fue delegada al Festival de Moscú y era vanguardia desde la primaria… ¿No sabían eso?
– Sí lo sabíamos, Caridad, pero también sabemos que la noche que la mataron se fumó marihuana en su casa y se bebió bastante alcohol. Quizás hasta se consumieron otras drogas, pastillas… Por eso nos interesa tanto saber quiénes pudieron ser sus invitados a esa fiesta.
– Por Dios -invocó ella entonces, anunciando el alud finaclass="underline" un sollozo áspero salió de su pecho, agrietó su cara, y hasta su pelo, rubio, vivo y resistente, pareció transformarse en una peluca mal llevada. El poeta tenía razón, pensó el Conde, demasiado adicto a las verdades poéticas: de pronto aquella mujer de pelo platinado se había quedado sola como un astronauta frente a la noche espacial.
– ¿Te gusta este reparto, Manolo?
El sargento lo pensó un instante.
– Es lindo, ¿no? Creo que a cualquiera le gustaría vivir aquí, pero no sé…
– ¿No sabes qué?
– Nada, Conde, ¿te imaginas a un desarrapado como yo, sin carro ni perro de raza ni beneficios, en un barrio así? Mira, mira, todo el mundo tiene carro y casa linda; yo creo que por eso se llama Casino Deportivo: aquí todo el mundo está en competencia. Ya me sé esas conversaciones: Vecina viceministra, ¿cuántas veces fuiste al extranjero este año? ¿Este año? Seis… ¿Y tú, mi querida directora de empresa? Ah, yo fui nada más que ocho, pero no traje muchas cosas: las cuatro gomas del carro, el arreo de cuero de mipoodle toy, ah, y el micro-wave, que es una maravilla para la carne asada… ¿Y quién es más importante, tu marido que es dirigente o el mío que está trabajando con extranjeros?…
– A mí tampoco me gusta tanto este reparto -admitió el Conde y escupió por la ventanilla del carro.
Candito el Rojo había nacido en un solar de la calle Milagros, en Santos Suárez, y aunque ya había cumplido treinta y ocho años todavía vivía allí. En los últimos tiempos, las cosas habían mejorado en aquel solar; la muerte del vecino más cercano había dejado libre un cuarto que se sumó, sin mayores complicaciones legales -«Por los cojones de mi padre», le había dicho Candito-, a la única habitación de la morada original de la familia y, gracias a la altura del puntal de aquella casona de principios de siglo, devaluada y convertida en cuartería en los años cincuenta, su padre había construido una barbacoa y aquello empezó a parecer una casa: dos habitaciones en la parte más cercana al cielo, y el sueño solariego al fin realizado de poseer un bañito propio, una cocina y una sala comedor en los bajos. Los padres de Candito el Rojo ya habían muerto, su hermano mayor cumplía el sexto de sus ocho años de condena por robo con fuerza y la mujer del Rojo se había divorciado de él y se había llevado a los dos muchachos. Ahora Candito disfrutaba su amplitud hogareña con una mulatica dócil de veintipico de años que lo ayudaba en su trabajo: fabricar artesanalmente chancletas de mujer, de las que tenía una demanda permanente.
El Conde y Candito el Rojo se habían conocido cuando el Conde entró en el Pre de La Víbora y Candito iniciaba por tercera vez el onceno grado que nunca aprobaría. Inesperadamente, un día en que a los dos les cerraron la puerta de entrada por haber llegado diez minutos tarde, el Conde le regaló un cigarro a aquel jabao de pasas cobrizas y comenzaron una amistad que ya duraba diecisiete años y de la que el Conde había sacado siempre el mejor provecho: desde la protección de Candito cuando una noche evitó que le robaran la comida en la escuela al campo, hasta los esporádicos encuentros que últimamente tenían si el Conde necesitaba algún consejo o información.