Cuando lo vio llegar, Candito el Rojo se sorprendió. Hacía varios meses que no lo visitaba y, aunque el Conde era su amigo, la visita del policía nunca era una presencia inocente para Candito. Al menos mientras el Conde no demostrara lo contrario.
– El Conde, carajo -dijo después de mirar hacia el pasillo del solar y descubrir que estaba vacío-, ¿qué se te perdió por aquí?
El teniente le tendió la mano y sonrió.
– Mi socio, ¿qué tú haces para no ponerte viejo?
Candito le cedió el paso y le indicó uno de los sillones de hierro.
– Por dentro me conservo con alcohol y por fuera con esta jeta que Dios me dio: más dura que un palo -y gritó hacia el interior de la casa-. Cuqui, pon la cafetera ahí, que llegó el Condesito.
Candito levantó las manos, como pidiéndole tiempo a un árbitro, y avanzó hacia un pequeño aparador de madera y extrajo su medicina personal de preservación interior: le mostró al Conde una botella de añejo, casi completa, que le removió al policía la sed que le provocara el bar inexpugnable de Caridad Delgado. Tomó dos vasos y, sobre la mesa, sirvió el ron. Haciendo a un lado la cortina de tela que separaba la sala de la cocina, Cuqui asomó la cara y sonrió.
– ¿Cómo estás, Conde?
– Aquí, esperando el café. Aunque ya no estoy tan apurado -dijo, mientras aceptaba el vaso que le ofrecía Candito. La muchacha sonrió y, sin agregar palabra, escondió la cabeza tras la cortina.
– Oye, esa niña es mucho pa ti.
– Pa eso uno se mete en candela y se busca unos pesos, ¿no? -aceptó Candito y se tocó el bolsillo.
– Hasta que un día te busques un lío.
– Oye, que esto es legal, mi socio. Pero si hay líos tú me vas a ayudar, ¿verdad?
El Conde sonrió y pensó que sí. Iba a ayudarlo. Desde que trabajaba como oficial investigador, Candito el Rojo lo había ayudado a resolver varios problemas y los dos sabían que la influencia del Conde en caso de necesidad era la moneda de cambio con la que operaban. Además de una vieja deuda y los años de amistad, se dijo el Conde y bebió goloso un trago largo del añejo.
– Está tranquilo el solar, ¿no?
– Compadre, le dieron casa a la gente del primer cuarto y esto está ahora más tranquilo que un sanatorio. Oye, oye, qué silencio.
– Menos mal.
– ¿Y qué te pasa ahora? -preguntó Candito recostándose en su sillón.
El Conde tomó un trago bien largo de añejo y encendió un cigarro, porque siempre le sucedía lo mismo: no encontraba cómo plantearle a Candito que le sirviera de informante. El sabía que, a pesar de la amistad y la discreción y el ropaje de un favor a un viejo amigo, sus encargos iban contra la ética callejera y estricta de un tipo como Candito el Rojo, nacido y criado en aquel solar fogoso donde los valores de la hombría excluían desde el primer capítulo la posibilidad de aquel género de colaboración con un policía: con cualquier policía. Entonces decidió empezar moviéndose por las ramas.
– ¿Tú conoces a un pepillo que se llama Pupy, que vive en el edificio del Banco de los Colonos y tiene una moto?
Candito miró hacia la cortina de la cocina.
– Creo que no. Tú sabes que aquí hay dos mundos, Conde, el de los niños de papá y el de la gente de la calle, como yo. Y los niños de papá son los que tienen Ladas y motos.
– Pero eso es a tres cuadras de aquí.
– A lo mejor lo he visto, pero no me suena. Y no midas eso por cuadras: esa gente vive en la gloria y yo la tengo que pulir todos los días pa inventar un baro. No jodas, tú conoces la calle, mi socio. ¿Pero qué pasa con el tipo?
– No, hasta ahora nada. Es que tiene que ver con una candela que me interesa resolver. Una candela fea, porque hay un muerto por el medio -dijo y terminó el ron. Can-dito le volvió a servir y entonces el Conde se decidió a tocar fondo-: Rojo, me hace falta saber si en el Pre hay drogas, sobre todo marihuana, y quién la está llevando.
– ¿En el Pre de nosotros?
El Conde asintió mientras encendía el cigarro.
– ¿Y se echaron a uno?
– Una profesora.
– Candela de verdad… ¿Y cómo es el pase?
– Lo que te dije… La noche que la mataron se fumaron por lo menos un pito en su casa.
– Pero eso no tiene que ver con el Pre. A lo mejor salió de otra parte.
– Coño, Rojo, el policía soy yo, ¿no?
– Pérate, socio, pérate. La cosa es así: a lo mejor el Pre no tiene que ver con eso.
– El lío es que ella vive cerca de aquí, como a ocho cuadras, y Pupy fue novio de ella, pero parece que seguía cayéndole atrás. Y yo te digo: si la hierba se mueve en el barrio, puede llegar hasta la gente del Pre.
Candito sonrió y con un ademán le pidió un cigarro al Conde: ahora sus manos estaban coronadas por unas uñas largas y afiladas, necesarias para su trabajo de zapatero.
– Conde, Conde, tú sabes que en todos los barrios se mueve y que no solo es hierba lo que hay en el ambiente…
– Perfecto, compadre, perfecto. Averigúame con la gente del barrio si alguien del Pre la está comprando: una profesora, un alumno, un conserje, no sé. Y averigua también si Pupy le mete al pito.
Candito encendió el cigarro y aspiró dos veces. Entonces clavó sus ojos en los del Conde y, mientras se acariciaba el bigote, sonrió.
– Así que marihuana en el Pre…
– Oye, Candito, eso te quería preguntar: ¿había en la época de nosotros?
– ¿En el Pre? No, no. Había dos o tres arrebataos que a veces se sonaban un taladro en las fiestas con los Gnomos o con los Kent, o se empastillaban y arriba le metían ron,
¿te acuerdas cómo se ponían esas fiestas? Ahí a veces había, pero era un cigarro para cien. Ernestico el Rubio era el que a veces la conseguía en su barrio.
– ¿No jodas que Ernestico? -se asombró el Conde al recordar la voz pastosa y el semblante apacible de Ernestico: unos decían que era comemierda, y otros apostaban a que era comemierda y medio-. Bueno, pero eso es historia. Ahora es cuando vale. ¿Me vas a tirar un cabo?
Candito miró un instante sus uñas afiladas. No va a decir que no, pensó el Conde.
– Está bien, está bien, deja ver si te puedo ayudar… Pero ya tú sabes:no names, como dicen los yumas.
El Conde, entonces, sonrió, con una discreta dulzura, para avanzar un paso más.
– No me pongas esa, compadre, si le están vendiendo a alguien del Pre, va a haber tremenda cagazón, y más con un muerto por el medio.
Candito pensó un instante. El Conde temía aún una negativa que casi llegaba a entender.
– Un día me vas a quemar, asere, y de una candela así no me va a salvar nadie. Cuando tú te enteres vas a tener que espantarme las hormigas de la boca -dijo, y el Conde respiró. Bebió otro trago de ron y buscó el mejor modo de sellar el pacto.
– Otra cosa, compadre, tengo una jevita ahí que quiero tumbar… ¿Están buenas las chancletas que estás metiendo ahora?
– Mamey, Condesito, y pa' ti, pa' ti, con cincuenta cañas te limpias el pecho. Y si no tienes plata, pues te las regalo. ¿Qué número usa el pollo?
El Conde sonrió y movió la cabeza, negando.
– Estoy jodío, compadre, no sé de qué tamaño tiene la pata -dijo y levantó los hombros, y pensó que a la próxima mujer que conociera, antes de mirarle las nalgas o las tetas, le preguntaría el número que calzaba. Nunca se sabe cuándo ese dato puede hacer falta.
El recuerdo más remoto que Mario Conde tenía del amor se lo debía, como casi todo el mundo, a su profesora de kindergarten, una muchacha pálida y de dedos largos, que lo rociaba con su aliento cuando le tomaba las manos para colocarle los dedos sobre el teclado del piano, mientras, en un sitio impreciso entre las rodillas y el abdomen del niño, crecía una suave desesperación. Desde entonces el Conde empezó a soñar con su profesora, dormido y despierto, y una tarde le confesó al abuelo Rufino que quería ser grande para casarse con aquella mujer -a lo que el viejo le respondió: Yo también quiero-. Muchos años después, cuando estaba en vísperas de su matrimonio, el Conde supo que aquella joven de la que jamás volvió a tener noticias después de las vacaciones de verano estaba otra vez en el barrio. Había venido desde New Jersey por diez días para visitar a sus familiares y decidió ir a verla pues, aunque muy raras veces se acordaba de ella, en realidad nunca había podido olvidarla del todo. Y se felicitó por su decisión, pues ni siquiera los años, las canas y la gordura habían logrado disipar la belleza serena de aquella maestra a la que debía su primera erección por contacto y la conciencia remota de la necesidad de amar.