Algo de aquella mujer, más presentida que sentida cuando sólo tenía cinco años y su abuelo Rufino el Conde lo paseaba por todas las vallas de gallos de La Habana, había resurgido en la imagen de Karina. No era un detalle preciso, porque además de las manos lánguidas y el color limpio de la piel de su maestra, nada había sobrevivido en la memoria del policía: era más bien una atmósfera ecuánime, como un velo azul, que obraba el milagro de una sensualidad reposada y a la vez incontenible. No tenía remedio: se había enamorado de Karina igual que de aquella maestra y ahora era capaz de oír, mientras espiaba la casa donde vivía la joven, la melodía cálida del saxofón que ella tocaba, sentada sobre el muro de la ventana, mientras las rachas nocturnas del incansable viento de Cuaresma le alborotaban el pelo. El, sentado en el suelo, le acariciaba los pies y dibujaba con sus dedos cada falange, cada rincón terso o suave de sus plantas, para apropiarse con sus manos de todos los pasos que aquella mujer había dado por el mundo hasta llegar a su corazón, definitivamente. ¿Usará un cuatro y medio o un cinco?
– La mató el Pupy ese, me la juego. Estaba celoso y por eso la mató, pero se la templó primero.
– No digas eso, tú, eso ya no lo hace nadie. Mira, mira, salvaje, eso es cosa de un loco, un sicópata de esos que da golpes, viola y estrangula. Si ya yo vi esa película el sábado pasado por la noche.
– Caballeros, caballeros, pero ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si la muchacha en vez de ser profesora hubiera sido, es un decir, ¿no?, cantante de ópera, muy famosa, claro, y en vez de matarla en su apartamento la matan en medio de una función deMadame Butterfly, en un teatro lleno de gentes, en el momento…
– ¿Por qué los tres no van a lavarse el culo? -preguntó por fin el Conde, con toda su seriedad, ante los rostros sonrientes de sus tres amigos y de Josefina, que movía la cabeza y lo miraba, como diciéndole, te están vacilando, Condesito-. La verdad que tienen hoy el comemierda de turno. Yo hago el café y ustedes friegan -concluyó y se levantó en busca de la cafetera.
El Flaco Carlos, el Conejo y Andrés lo observaron desde la mesa sobre la que permanecían, como restos de un desastre nuclear, los platos, las fuentes, las cazuelas, los vasos y las botellas de ron desangradas por la voracidad digestiva y alcohólica de aquellos cuatro jinetes del Apocalipsis. Josefina había tenido la idea de invitar esa noche a Andrés, convertido en su médico de cabecera desde que unos dolores nuevos la sorprendieron hacía tres meses y, como siempre, contempló la posibilidad más causal que casual de que llegara el Conde, siempre muerto de hambre, y entonces apareció también el Conejo, él le traía unos libros al Flaco, dijo, y se sumó tranquilamente a la actividad priorizada, como calificó a aquella comida bien condimentada con la nostalgia de cuatro ex compañeros de Pre situados ya en la recta veloz que conduce a los cuarenta. Pero Josefina no se amilanó -es invencible, pensó el Conde, cuando la vio que, después de tener casi un minuto las manos sobre la cabeza, sonrió, porque la bombilla de las ideas culinarias se le había encendido: ella podía matar el hambre de aquellos depredadores.
– Ajiaco a la marinera -anunció entonces, y colocó sobre el fogón su olla de banquetes casi mediada de agua y agregó la cabeza de una cherna de ojos vidriosos, dos mazorcas de maíz tierno, casi blanco, media libra de malanga amarilla, otra media de malanga blanca y la misma cantidad de ñame y calabaza, dos plátanos verdes y otros tantos que se derretían de maduros, una libra de yuca y otra de boniato, le exprimió un limón, ahogó una libra de masas blancas de aquel pescado que el Conde no probaba hacía tanto tiempo que ya lo creía en vías de extinción, y como quien no quiere las cosas añadió otra libra de camarones-. También puede ser langosta o cangrejo -acotó tranquilamente Josefina, como una bruja deMacbeth ante la olla de la vida, y por fin lanzó sobre toda aquella solidez un tercio de taza de aceite, una cebolla, dos dientes de ajo, un ají grande, una taza de puré de tomate, tres, no, mejor cuatro cucharaditas de sal-. Leí el otro día que no es tan dañina como decían, menos mal -y media de pimienta, para rematar aquel engendro de todos los sabores, olores, colores y texturas, con un cuarto de cucharadita de orégano y otro tanto de comino, arrojadas sobre el sopón con un gesto casi displicente. Josefina sonreía cuando empezó a revolver la mezcla-. Da para diez personas, pero con cuatro como ustedes… Esto lo hacía mi abuelo, que era marinero y gallego, y según él este ajiaco es el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al pot-pourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsch eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sopones latinos. El misterio que tiene está en la combinación del pescado con las viandas, pero fíjense que falta una, la que siempre se le echa al pescado: la papa. ¿Y saben por qué?
Los cuatro amigos, hipnotizados por aquel acto de magia, con las bocas abiertas y miradas de incredulidad, negaron con la cabeza.
– Porque la papa tiene un corazón difícil y estas otras son más nobles.
– José, ¿y de dónde coño tú sacas todo esto? -preguntó el Conde, al borde del infarto emotivo.
– No seas tan policía y saca los platos, anda.
El Conde, Andrés y el Conejo votaron por concederle la categoría del mejor ajiaco del mundo, pero Carlos, que había tragado tres cucharadas cuando los otros apenas comenzaban a soplar la humareda que brotaba de sus platos, señaló críticamente que otras veces su madre lo había hecho mejor.
Tomaron el café, fregaron la loza y Josefina decidió irse a ver la película de Pedro Infante que pasaban en «Historia del Cine», porque prefería aquella historia de charros de lujo a la discusión que se armó entre los comensales con el primer trago de la tercera botella de ron de la noche.
– Mira, salvaje -dijo el Flaco después de tragarse otra línea de alcohol-, ¿tú de verdad crees que la marihuana tiene que ver con el Pre?
El Conde encendió su cigarro e imitó el ejemplo etílico de su amigo.
– No sé, Flaco, la verdad, pero es un presentimiento. Desde que entré en el Pre sentí que aquello era otro lugar, otro mundo, y que no lo podía ver como si fuera el Pre de nosotros. Es una cosa extrañísima llegar a un lugar que te sabías de memoria y darte cuenta que ya no es como te lo imaginabas. Pero yo creo que nosotros éramos más inocentes y estos de ahora son más bichos, o más cínicos. A nosotros nos encantaba el lío de tener el pelo largo y oír música como benditos, pero nos dijeron tantas veces que teníamos una responsabilidad histórica que llegamos a creerlo y todo el mundo sabía que debía cumplirla, ¿no? No había hippies ni estos friquis de ahora. Este -y señaló al Conejo- se pasaba el día con la cantaleta de que iba a ser historiador y se leyó más libros que toda la cátedra de historia junta. A éste -y ahora le tocó a Andrés- se le metió en la cabeza ser médico y es médico, y se pasaba el día jugando pelota porque quería llegar a la Nacional. Tú mismo, tú mismo, ¿no te pasabas la vida atrás de cualquier culo y luego sacabas 96 de promedio?