– No, teniente, no sé nada de ese hombre. Ella nunca me habló de eso. A lo mejor no era nada importante, digo yo.
– Tal vez, Dagmar… Me dicen que ella tenía muy buenas relaciones con sus alumnos.
– Eso sí es verdad -admitió la profesora sin pensarlo un instante. Ahora pareció satisfecha con el giro de la conversación-. Se llevaba muy bien con todos y creo que la querían mucho. Es que era tan joven.
– ¿Y ella le comentó alguna vez por qué no hizo el Servicio Social en el interior?
– No, no… Bueno, algo me dijo de que el padrastro, no sé si usted sabe…
– Me lo imaginaba. ¿Cuándo fue la última vez que usted vio a Pupy por el Pre?
– El lunes. El día antes…
– ¿Hay algo más que usted crea importante que me pueda decir de Lissette?
Ella volvió a sonreír y cruzó las piernas.
– No sé, imagínese… Lissette era como un terremoto, lo revolvía todo. Siempre estaba haciendo algo, siempre estaba dispuesta. Y era ambiciosa: todos los días demostraba que podía ser mucho más que una simple maestra de química, como yo. Pero no era de esas gentes que suben sobre la cabeza de los demás, no. Es que tenía energía. No me imagino que nadie hubiera querido hacerle algo a una muchacha así. Fue horrible, una cosa tan salvaje.
Un loco, un sicópata que da golpes, viola y estrangula. ¿Tendría razón el Flaco? ¿O todo sería más fácil si fuera cantante de ópera?
– Hay algo muy importante en esta historia, Dagmar, y quiero que me responda con sinceridad y sin temor. Lo que usted me diga es totalmente confidencial… La noche que la mataron, en la casa de Lissette hubo algo así como una fiesta. Había música, ron, y se fumó marihuana -enumeró el Conde, dejando que los dedos de su mano marcaran cada elemento, y vio cómo los ojos de la profesora admitían el asombro que le provocaba la última información-. ¿Tiene alguna idea de si Lissette la fumaba? ¿Ha oído algo en el Pre sobre la marihuana?
– Teniente -dijo ella después de darse un largo minuto para pensar. Otra vez pasó sus dedos de prestidigitadora por la frente y en ningún momento sonrió. No, no es bonita, concluyó el Conde-, eso es muy grave. Pero no me imagino a Lissette haciendo algo así, me niego a pensarlo, aunque cualquiera le puede decir cualquier cosa. Es mentira eso de que de los muertos siempre se habla bien… ¿Y que haya marihuana en el Pre, muchachos que la fumen? Mire, eso es absurdo, discúlpeme que se lo diga así.
– Está disculpada -admitió el Conde, mientras comenzaba a luchar por librarse de las arenas movedizas del sofá. Cuando logró recuperar la verticalidad que tanto había significado en la evolución del hombre, tuvo que acomodarse la pistola que apenas se sostenía contra el fajín del pantalón. Entonces pensó que, tal vez, Manolo debía haber estado allí, y en su honor dijo, con la dureza que consideró más apropiada-. Pero yo tenía mucha fe en esta entrevista. Todavía creo que usted hubiera podido ayudarnos más. Recuerde que hay una persona muerta, una amiga suya, y que todo es importante, al menos por ahora. Perdone que se lo diga, pero es que éste es mi trabajo: no sé bien por qué, pero parece que usted no me dice todo lo que sabe. Mire, aquí tiene mis teléfonos. Si recuerda algo más me llama, Dagmar. Se lo voy a agradecer. Y no tenga miedo.
Tenía las piernas de piedra. Se sentaba en un taburete, en el portal de la gallería, y con el gallo en la mano iniciaba apenas un movimiento hacia atrás con sus piernas de piedra y el respaldo del taburete quedaba recostado contra el horcón de caguairán del portal. Entonces él acariciaba al gallo, le sobaba el cuello y la pechuga, le peinaba la cola, le limpiaba el aserrín de las patas y le soplaba el pico, inyectándole su aliento. Tenía un palillo de dientes en la boca y lo movía y lo movía y yo tenía miedo de que se lo fuera a tragar algún día. Guardaba una tijera medianita en el bolsillo de la camisa y después que había calmado al gallo, acariciándolo mucho, diciéndole Vamos, gallo bueno. Arriba, macho guapo, cogía la tijerita y lo empezaba a tuzar, no sé cómo podía hacerlo todo con dos manos, movía al gallo como si fuera de juguete y el gallo se dejaba mover, mientras la tijera lo iba descañonando y las plumas le caían sobre sus piernas de piedra y el gallo se iba haciendo fino, más fino, fino perfecto, con los muslos rojos y la cresta roja y las espuelas largas como agujas, no, como espuelas de gallo fino. A esa hora siempre el sol se filtraba a través de los gajos del tamarindo y con aquella luz el abuelo parecía jaspeado por el sol, como un enorme gallo giro. En el portal de la gallería flotaba el aroma noble de la panadería cercana, luchando contra el olor inconfundible de las plumas y el vaho del linimento para los músculos de las aves, la peste de la mierda fresca de los pollos y el perfume de la madera triturada de las virutas que cubrían el círculo cerrado de las peleas a muerte. Este va a matar o se va a morir, me decía, así tranquilo, cuando soltaba al gallo para que picoteara en la hierba y me sentaba sobre sus piernas, que yo sentía duras como si fueran de piedra. Para él era tan normal el destino del gallo, y yo quería decirle que me lo regalara, que era un gallo tan lindo, que yo lo quería para mí, que no lo mataran nunca. Míralo cómo escarba, mira qué estampa. Tiene sangre buena este gallo, tiene cojones, ¿no se los ves?, y yo nunca pude encontrarle los cojones al gallo y pensé que a los gallos los cojones no les cuelgan, sino que están por dentro, y los sacan nada más un momentico cuando se suben arriba de la gallina, pero lo hacen tan rápido que nunca se los puede ver, hasta que aprendí que mi abuelo Rufino era un poeta y lo de los cojones del gallo era una metáfora, o una asociación inesperada y feliz, como diría Lorca, que no sabía nada de gallos de lidia, aunque sí de toros y toreros, pero ésa es otra historia: ahí sí se ven los güevos. A veces sueño con el abuelo Rufino y sus gallos y es el sueño de la muerte: en algún combate murieron todos aquellos animales perfectos, y por falta de combates y de poesía murió mi abuelo, después de la prohibición de las peleas y cuando se hizo tan viejo que sus piernas de piedra se ablandaron y ya no podía ir a las vallas clandestinas con la seguridad de correr más que la policía. Entonces se hizo completamente viejo: Nunca pelees si no tienes las de ganar, me dijo siempre, y cuando tuvo las de perder no peleó más. Un poeta de la guerra. No sé por qué hoy pienso tanto en él. O quizás sí lo sé: viéndolo a él, con sus piernas de piedra y el taburete recostado al horcón de caguairán aprendí, sin saber que lo aprendía, que él, y también que yo, teníamos el mismo destino que los gallos finos.
– A ver, dime. -Desde la ventana de su cubículo, en el tercer piso, el teniente Mario Conde observó la soledad de la copa del laurel azotada por la brisa. Los gorriones que frecuentaban las ramas más altas habían emigrado y las pequeñas hojas del árbol parecían a punto de desfallecer después de tres días de ráfagas insistentes: «Resistan», le pidió a las hojas con una vehemencia desproporcionada, competitiva, como si en la obstinación de aquellas hojas estuviera comprometida también la lucha por su propia vida. A veces solía establecer aquellos símiles absurdos, y siempre los hacía cuando algo demasiado profundo lo martirizaba: una culpa, una vergüenza, un amor. O un recuerdo.
El sargento Manuel Palacios, moviendo un pie con la insistencia nerviosa de una bailarina al borde de la fatiga, esperó a que el Conde se volviera.
– ¿Qué te pasa, Conde?
– Nada, no te preocupes. Canta.
Manolo abrió su desvencijada libreta de notas y comenzó la improvisación:
– Lo único que está claro es que no hay nada claro… Dice el forense que la muchacha tenía un alto por ciento de alcohol en la sangre, unos 225 mg, y que por su constitución física debía de estar bastante borracha cuando la mataron, porque además los golpes no indican que ella se haya defendido demasiado: por ejemplo, tenía las uñas limpias, es decir, que ni siquiera arañó al que la agredía, y no tenía golpes en los antebrazos, como hace alguien que se cubre. De marihuana no puede decir nada. Le rasparon el pulpejo de los dedos y le hicieron el análisis con los reactivos y no aparecieron restos. Pero no hay análisis para detectarla en el organismo, por lo menos si no es un fumador empedernido. Pero ahora viene lo bueno: tuvo contacto sexual con dos hombres y en los contactos no hubo violencia: no hay ninguna alteración en el sexo de ella que pueda indicar una penetración forzada. Mira las cosas que uno aprende, ¿no? Si entra con complacencia todo queda limpio y bien iluminado, como tú dices… Bueno, el caso es que hay semen de dos hombres, uno de una persona con sangre A positiva y el otro de uno con sangre del grupo O, que tú sabes que es el menos corriente, pero el médico me jura por su madre que entre una penetración, así dice él, Conde, no me mires con esa cara, que entre una penetración y otra hubo como cuatro o cinco horas de diferencia, por el estado en que estaban los espermatozoides cuando se hizo la autopsia. Eso quiere decir que la primera, la primera penetración tuvo que ser antes de que estuviera borracha, porque el alcohol en la sangre era reciente. ¿Tú entiendes algo? Y entonces, dice él, que aunque no es una prueba definitiva, que no hay certeza, así dice aquí, parece que el de sangre A positiva, que fue el primero, es un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta y cinco años por el estado de los espermatozoides, y que el segundo, el de la sangre O, es una gente vigorosa, como si estuviera alrededor de los veinte, aunque hay viejos que tienen leche de jovencitos y por eso preñan. Mira tú todo lo que se saca de un cabrón espermatozoide. Y ahora asómbrate: ¿ya te asombraste? Bueno, Pupy, o sea, Pedro Ordóñez Martell, el de la moto, tiene sangre del grupo O. ¿No te caes de culo ni nada?