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Sin llegar al extremo de caerse, el Conde se acomodó en su silla y apoyó los codos en el buró. Sus ojos quedaron a la misma altura de los ojos del sargento, como reclamándole toda su atención.

– ¿Por fin tú eres bizco, Manolo?

– ¿Vas a seguir jodiendo con eso?

– ¿Y cómo tú te enteraste de lo de Pupy?

– ¿Tú no sabes que yo soy la flecha? Deberían darme alguna vez la orden al policía más rápido… Nada, se me ocurrió localizarlo porque todavía me faltaba una hora para verte y fui al Comité, pregunté por él, y por lo que me dijeron es medio lumpen, o lumpen y medio. Se dedica a comprar y vender motos y vive de eso. Los padres parecen gente limpia y siempre están en bronca con él, pero a él eso le importa un carajo. Tiene fama de bonitillo y se las da de castigador con las niñas. No quise ir a verlo ni nada, pero entonces se me despertó el genio que casi siempre tengo en surna y se me ocurrió con ese lío de las sangres ir a ver al médico de la familia por si tenía ese dato y sí, lo tenía: ¡Oh!, O, me dijo el médico y me confirmó que Pupy tiene veinticinco años. ¿Qué te parece, marqués?

– Que voy a proponerte para esa orden de la rapidez. Pero no me cambies el título, coño -protestó sin fuerzas y volvió a la ventana. El mediodía era intachable: la luz batía por igual todo lo que estaba a su alcance y las sombras eran estrictas y descarnadas. De la iglesia que estaba al otro lado de la calle salía en ese momento una monja con los hábitos revueltos por la Cuaresma. Nadie se salva del pecado original, ¿no? Dos perros se reconocían en la acera, oliéndose los culos ordenada y alternativamente, como gesto de buena voluntad para el inicio de una posible amistad-. Entonces hay dos hombres, uno de más o menos cuarenta años y otro más joven que estuvieron con ella la misma noche, pero en horas diferentes y… y a lo mejor ninguno de los dos la mató, ¿verdad?

– ¿Por qué tú dices eso?

– Porque es posible. Acuérdate que esa noche de amor, de locura y de muerte hubo además una fiesta con varias gentes y… hace falta hablar con Pupy. Y si supiera quién es el hombre de cuarenta años… ¿Por qué no tratas de conseguir un poco de café, anda?

– ¿Vas a pensar? -preguntó Manolo con toda su socarronería y el Conde prefirió no responderle. Observó cómo la frágil estructura del sargento se reordenaba para ponerse de pie y abandonar la incubadora, como ambos le llamaban al diminuto cubículo que les habían asignado en el tercer piso.

Como siempre, regresó a la ventana. Había decretado que aquel pedazo de ciudad, que se extendía entre los falsos laureles que rodeaban la Central y el mar que apenas se presentía en la distancia, era su paisaje favorito. Allí estaban aquella iglesia sin torres ni campanarios, varios edificios apacibles, todavía bien pintados, muchas arboledas, el griterío reglamentado de un colegio primario. Todo aquello conformaba un ideal estético bajo un sol que difuminaba los contornos y fundía los colores según las reglas de la escuela impresionista. En verdad, quería pensar: el Viejo le había pedido que se metiera hasta los hombros en aquella historia turbia y él apenas lograba tocarla con la punta de los dedos. Se le hacía difícil hablar una y otra vez de muerte, drogas, alcohol, violación, semen, sangre y penetración, cuando una mujer de pelo rojo con saxofón podía esperarlo al doblar de aquella misma tarde de viernes. El Conde todavía arrastraba el desgarramiento de su última frustración amorosa, con Támara, aquella mujer a la que había deseado durante casi veinte años, a la que había dedicado sus más entusiastas masturbaciones desde la adolescencia hasta la madurez de los treinta y cinco años, para descubrir, cuando más enamorado creía estar después de una noche de amor consumado y consumido, que cualquier intento por retenerla había sido siempre una fantasía mal fundada, una ilusión adolescente, desde el día de 1972 en que se enamoró de aquella cara, que había certificado como la más linda del mundo. ¿Y a qué hora llegará Karina de Matanzas? ¿Será posible esta otra mujer?

Hundió el dedo en el timbre, por quinta vez, convencido de que la puerta no se abriría, a pesar de sus ruegos mentales y de las patadas nerviosas que daba en el piso: quería hablar con Pupy, saber de Pupy y, si era posible y real, culpar a Pupy y olvidarse del caso. Pero la puerta no se abrió.

– ¿Dónde estará metido éste?

– Imagínate, Conde, estas gentes con moto…

– Pues me cago en las motos. Vamos al garaje.

Esperaron el elevador y Manolo marcó el botón de la S. Las puertas se abrieron en un sótano oscurecido, medio vacío, en el que sólo descansaban un par de carros americanos de las promociones indestructibles de los cincuenta.

– ¿Dónde estará metido éste? -repitió el teniente, y Manolo prefirió esta vez no intentar una respuesta. Escalaron la rampa que daba salida hacia la calle Lacret, casi en la intersección con Juan Delgado. Desde la acera el Conde volvió a mirar el edificio, el único de su altura y modernidad en toda la zona, y caminó entonces hasta el Lada 1600 en que habían venido desde la Central. Manolo reinstalaba la antena del radio, que como medida profiláctica siempre guardaba cuando parqueaba en la calle, y el Conde abrió la puerta de la derecha.

– A sus órdenes -dijo Manolo, mientras ponía en marcha el motor. El Conde miró un instante su reloj: eran apenas las dos de la tarde y percibió la ingrata sensación de saberse con las manos vacías.

– Dobla ahí en Juan Delgado y parquea en la esquina de Milagros.

– ¿Y adónde vamos ahora?

– Voy a ver a un amigo -apenas respondió el Conde, casi cuando el auto se detenía, a unas pocas cuadras de distancia-. Espérame aquí, tengo que ir solo -dijo y abandonó el carro, mientras encendía un cigarro.

Bajó por Milagros, caminando contra el polvo y el viento que no amainaba. Sentía otra vez el escozor cálido en la piel que le provocaba aquella brisa sin duda infernal. Tenía que hablar con Candito, tenía que despejar de compromisos aquella noche ya comprometida, y quería saber.

El pasillo del solar también estaba desierto a esa hora del mediodía, ideal para la siesta, y respiró aliviado cuando sintió unos martillazos blandos que brotaban de la barbacoa de Candito el Rojo. En plena faena.