Desde el interior, Cuqui preguntó «quién es», y él sonrió.
– El Conde -dijo, sin gritar, y esperó a que la muchacha le abriera. Tres, cuatro minutos después, fue Candito quien abrió. Se limpiaba las manos con un trapo mugriento y el Conde comprendió que no era especialmente bienvenido.
– Entra, Conde.
El teniente miró al Rojo antes de entrar y trató de comprender lo que sentía su viejo compañero del Pre.
– Siéntate -dijo Candito, mientras servía en dos vasos un alcohol lechoso de una botella sin etiqueta.
– ¿Mofuco? -preguntó el Conde.
– Pero baja bien -dijo el otro y bebió.
– Sí, no es tan perrero -concedió el Conde.
– ¡Qué va a ser perrero! Esto es un Don Felipón, el mejor mofuco que se fabrica en La Habana. Fíjate que está a quince pesos y hay que encargarlo con antelación. Cosechas limitadas. ¿Estás apurado, no?
– Siempre estoy apurado, tú lo sabes.
– Pero yo no puedo apurarme, asere. Yo me la juego toda en esta gracia.
– No jodas, que esto no es la mafia siciliana.
– Créete eso, créete eso. Si hay hierba, hay plata, y donde hay plata hay gente que no la quiere perder. Y la calle está que hierve, Conde.
– ¿Entonces hay hierba?
– Sí, pero no sé de dónde sale ni adónde va.
– No me metas cuento, Rojo.
– Oye, ¿qué tú te crees, que yo soy papá Dios que lo sabe todo?
– ¿Y qué más?
Candito probó otro sorbo de alcohol y miró a su antiguo compañero de estudios.
– Conde, tú estás cambiando. Ten cuidado, que tú eres bueno, pero te estás volviendo un cínico.
– Coño, Rojo, ¿qué te pasa?
– Al que le pasa es a ti. Me estás utilizando y yo te importo un carajo. Ahora lo tuyo es resolver tu problema…
El Conde miró los ojos enrojecidos de Candito y se sintió desarmado. Sintió deseos de irse, pero escuchó la voz de su informante.
– Pupy es un tigre. Está en todo: facho de motos para venderlas por piezas, compra de fulas, bisnes con extranjeros. Vive como Dios manda. Fíjate que la moto que tiene es una Kawasaki, creo que de 350, de las bacanas de verdad. ¿Qué más quieres saber?
El Conde miró sus uñas limpias, de un matiz rosado, tan diferentes de las uñas oscuras y largas de Candito.
– ¿Y hierba?
– Va y sí.
– Debe de estar fichado. -Eso averígualo tú, que eres fiana. El Conde terminó su trago y encendió un cigarro. Miró a los ojos a Candito.
– ¿Qué te pasa hoy, compadre?
Candito trató de sonreír, pero no lo consiguió. Sin volver a tomar dejó su vaso en el suelo y empezó a limpiarse una uña.
– ¿Qué tú quieres que me pase? Oye, Conde, ¿qué es lo que tú quieres que me pase? Tú eres de la calle, tú no viniste en un preservativo ni nada de eso y sabes que lo que yo estoy haciendo no se hace. Esto no es juego. ¿Por qué no me dejas tranquilo haciendo mis chancletas sin meterme con nadie, eh? ¿Tú sabes que a mí me da vergüenza estar en esta descarga? ¿Tú sabes lo que es ser un trompeta? No jodas, Conde, ¿qué tú quieres que me pase? ¿Que eche a la gente para alante y me quede tan tranquilo…?
El Conde se puso de pie cuando Candito recogió su vaso y terminó el trago. Sabía muy bien lo que le pasaba a su amigo y sabía muy bien que cualquier justificación sonaría con acordes de falsedad. Sí, Candito era su informante: vulgo, trompeta, chiva, soplón. Miró al amigo que lo había defendido más de una vez y se sintió sucio y culpable y cínico, como le había dicho. Pero necesitaba saber.
– Sé que estás pensando que soy un hijo de puta, y a lo mejor es verdad. Tú sabrás. Pero voy a hacer mi trabajo, Candito. Gracias por el trago. Salúdame a tu pepilla. Y acuérdate que quiero regalarle unas sandalias a la jevita que conocí -y ofreció su mano para recibir la palma callosa y manchada de pegamento que desde el fondo de su sillón le extendió Candito el Rojo.
El viento peinaba la Calzada del barrio como si aquel arrastre de suciedades y tierras muertas fuera su única misión en el mundo. El Conde lo sintió hostil, compacto, pero decidió enfrentarlo. Le pidió a Manolo que lo dejara allí mismo, en la esquina del cine, sin decirle que solamente quería caminar, caminar por su barrio en aquel día impropio para tales ejercicios de piernas y espíritu, porque la angustia de la espera parecía dispuesta a devorarlo. Casi dos años de trabajo y convivencia con el Conde le habían enseñado al sargento Manuel Palacios a no hacer preguntas cuando su jefe le pedía algo que pudiera parecer insólito. La fama del Conde como el loco de la Central no eran simples habladurías y Manolo lo había comprobado más de una vez. Aquella mezcla de empecinamiento y pesimismo, de inconformidad con la vida y de inteligencia agresiva eran los componentes de un tipo demasiado raro y eficaz para policía. Pero el sargento lo admiraba, como no había admirado a casi nadie en su vida, pues sabía que trabajar con el Conde era una fiesta y un privilegio.
– Nos vemos, Conde -le dijo y realizó un giro en U en plena Calzada.
El Conde miró su reloj: iban a dar las cuatro y Karina nunca lo llamaría antes de las seis. ¿Me llamará?, dudó y avanzó contra el viento, sin preocuparse siquiera por echar un vistazo a la cartelera del cine, que resurgía después de una reparación que demoró diez años. Aunque el cuerpo le pedía la horizontalidad de la cama, las revoluciones en que giraban sus ideas hubieran hecho imposible la inconsciencia del sueño para mitigar la espera. De cualquier forma aquel paseo en solitario por el barrio era un placer que cada cierto tiempo el Conde se concedía: en aquella geografía precisa habían nacido sus abuelos, su padre, sus tíos y él mismo, y deambular por aquella Calzada que vino a tapizar el antiguo sendero por el que viajaban hacia la ciudad las mejores frutas de las arboledas del sur era una peregrinación hacia sí mismo hasta límites que pertenecían ya a las memorias adquiridas de sus mayores. Desde que el Conde naciera hasta entonces aquella ruta había cambiado más que en los doscientos años anteriores, cuando los primeros canarios fundaron un par de pueblos más allá del barrio y comenzaron el negocio de frutas y verduras, al que luego se sumarían algunas decenas de chinos. Un camino de polvo y unas casas de madera y teja en la guardarraya fueron acercando aquellos confines del mundo a la agitada capital y, justo por la época en que nacía el Conde, el barrio ya era parte de la ciudad, y se pobló de bares, bodegas, un club de billar, ferreterías, farmacias y un paradero de ómnibus, moderno y competente, encargado de hacer factible aquella participación citadina conseguida por el barrio. Entonces las noches se fueron haciendo largas, iluminadas, concurridas, con una alegría pobre pero despreocupada de la que el Conde sólo tenía algunos recuerdos desgastados por el tiempo. Avanzando hacia su casa, de cara al viento y dejando que la brisa arrastrara minutos vacíos, el Conde sintió otra vez la comunión sentimental que lo ligaba a aquella calle mal pintada y sucia en la que faltaban ya muchos jirones de sus propias remembranzas: el puesto de fritas del Albino, junto a la escuela donde estudió varios años; la panadería demolida, a la que cada tarde iba en busca de un pan tibio y generoso; el bar El Castillito, con su victrola cargada de voces que siempre encontraban algún borracho dispuesto a hacerles la segunda; la guarapera de Porfirio; la sociedad de los guagüeros; la barbería de Chilo y Pedro, devastada por el único incendio realmente feroz en la historia del barrio; el salón de bailes, convertido en escuela, donde un día de 1949 se produjo la misteriosa conjunción sentimental de aquellos adolescentes que hasta entonces ignoraban cada uno la existencia del otro y que unos años después serían sus padres; y la ausencia notable de la valla de gallos donde se forjaron todos los sueños de grandeza de su abuelo Rufino el Conde, convertida ahora en un solar yermo del que habían desaparecido los jaulones, el olor de las plumas, el círculo de los combates y hasta las estampas prehistóricas de los tamarindos que él había aprendido a trepar bajo la mirada experta del abuelo. Sin embargo, hasta en la tristeza de sus ausencias, en sus desolaciones, en sus nostalgias irrecuperables, aquel ámbito era el suyo porque allí había crecido y aprendido las primeras leyes de una selva del siglo XX tan esquemática en sus dictámenes como las reglas de una tribu en plena edad de piedra: había aprendido el código supremo de la hombría que estipulaba que los hombres son hombres y no hay que pregonarlo, pero hay que demostrarlo cada vez que sea necesario. Y, como en su vida en aquel barrio el Conde había tenido que demostrarlo varias veces, no le importaba ejecutar una nueva corroboración. La imagen de Fabricio destilando una apatía incontenible era un boomerang en su memoria. Y no se lo voy a aguantar, se dijo, cuando llegó a su casa y trató otra vez de lanzar lejos aquella imagen que lo irritaba para dedicarse a pensar en un futuro tapizado de esperanzas y amores posibles.