Seis menos cuarto y no llama.Rufino, el pez peleador, dio un giro veloz en la redondez interminable de su pecera y se detuvo, muy cerca del fondo. El pez y el policía se miraron, ¿Qué coño tú miras, Rufino? Sigue nadando, dale, y el pez, como si lo obedeciera, reinició su eterno baile circular. El Conde había decidido cortar el tiempo en cuartos de hora y ya había trucidado cinco partes iguales. Al principio trató de leer, buscó en todos los estantes del librero y fue descartando cada posibilidad de las que en un tiempo le resultaron más o menos tentadoras: en verdad ya no resistía las novelas de Arturo Arango, escribía muchísimas el tipo, siempre sobre personajes tronados y con ganas recuperadas de vivir en Manzanillo y rescatar la inocencia a través de la novia perdida; los cuentos de López Sacha ni hablar, eran palabreros y rebuscados y más largos que una condena perpetua; a Senel Paz había jurado no volver a leerlo, que si las florecitas amarillas, que si la camisita amarilla, si algún día escribiera algo con demonio… Podría sugerirle, por ejemplo, una historia sobre la amistad de un militante y un maricón; y Miguel Mejides, ni hablar, pensar que alguna vez le gustaron los libros de Mejides, con lo mal que escribe ese guajiro con ínfulas hemingwayanas. Qué literatura contemporánea, ¿no?, se dijo, y optó por intentarlo otra vez con una nove-lita que le parecía de lo mejor que había leído en los últimos tiempos: Fiebre de caballos. Pero le faltaba concentración para disfrutar la prosa y apenas pudo remontar la segunda página. Entonces trató de ordenar el cuarto: su casa parecía un almacén de olvidos y posposiciones y se juró dedicar la mañana del domingo a lavar camisas, medias, calzoncillos y hasta sábanas. Qué horror, lavar sábanas. Y los cuartos de hora fueron cayendo, pesados, compactos. Teléfono, coño, por lo que tú más quieras: suena. Pero no sonaba. Lo descolgó por quinta vez, para comprobar de nuevo que funcionaba, y devolvió el auricular a la horquilla cuando se le ocurrió la idea de su última desesperación: emplearía todo el poder de su mente, que para algo existía. Colocó el teléfono sobre una silla y acomodó otra frente al teléfono. Desnudo como estaba, ocupó la silla vacía y, después de observar críticamente la colgadura moribunda de sus testículos en los que había descubierto dos canas, se concentró y empezó a mirar al aparato y a pensar: Ahora vas a sonar, ahora mismo vas a sonar, y voy a oír una voz de mujer, una voz de mujer, porque ahora vas a sonar, y va a ser una mujer, la mujer que yo quiero oír porque tú vas a sonar y ahora, saltó, ¡coñó!, con el corazón latiéndole como un loco, cuando de verdad el teléfono emitió un largo timbrazo y el Conde escuchó -también de verdad, de salvadora verdad- la voz de la mujer que él quería oír.
– Con Sherlock Holmes, por favor. Habla la hija del profesor Moriarty.
El ego del Conde estaba de fiesta: siempre había sido vanidoso y arrogante y cuando podía sacar a pasear sus aptitudes lo hacía sin el menor remordimiento. Desde el portal de su casa saludaba ahora a todos los conocidos que pasaban por la acera y rogaba porque Karina llegara a recogerlo en el momento en que mucha gente lo viera. El miraría su llegada, así como distraído, y caminaría muy lentamente… Eh, mira al Conde cómo está. Coñó, jeva con carro y to. El sabía cuántos puntos significaba ese detalle para la escala de valores de las gentes del barrio y quería aprovecharlo. Lástima que aquella ventolera insolente hubiera desperdigado al grupo de la esquina, refugiados en algún lugar seguro para tragar sus alcoholes pendencieros y crepusculares, y que a la bodega, ahorita la cierran, no hubiera llegado nada atractivo como para armar una cola. La tarde se iba demasiado ecuánime para sus deseos. Además, se había vestido con sus mejores trapos: un jean prelavado que había conseguido comprar vía Josefina y una camisa a cuadros, suave como una caricia, con las mangas dobladas hasta los codos, de estreno para aquella noche especial. Y olía como una flor: Heno de Pravia, regalo del Flaco por su último cumpleaños. Tenía deseos de besarse a sí mismo.
Al fin la ve pasar frente a su casa, veinte minutos después de lo acordado, llegar hasta la esquina siguiente y doblar en U para detenerse en su lado de la acera, con el viento a popa y la proa indicando algún rumbo prometedor hacia el corazón negro de la ciudad.
– ¿Me demoré mucho? -pregunta ella y le deja caer un beso cálido en la mejilla.
– No, no. Hasta tres horas después está bien para una mujer.
– ¿Y qué, descubriste algún misterio? -ella sonríe, mientras pone en marcha el motor.
– Oye, que no es broma, de verdad soy policía.
– Ya sé: de la Policía Judicial, como Maigret.
– Bueno, allá tú.
El pequeño artefacto salta, mal preparado para la arrancada, y se lanza a toda velocidad por la calzada semidesierta. El Conde encomienda su suerte al dios que bendijo el guano colgado en el espejo retrovisor y piensa en Manolo.
– ¿Y por fin adónde vamos?
Ella maneja con una mano y con la otra devuelve a la cabeza el pelo que insiste en caerle sobre los ojos. ¿Verá la carretera? Se ha maquillado con esmero y lleva un vestido que altera los deseos del Conde, de flores malvas contra un fondo verde, amplio y de proporciones estudiadas: por el sur le cubre más allá de la rodillas y por el norte baja descotado en la espalda y hasta el nacimiento mismo de los senos. Ella lo mira antes de responderle y el Conde piensa que está frente a una mujer demasiado mujer, de la que va a enamorarse sin remedios ni alternativas: es algo que se siente en el pecho, como una sentencia inapelable.
– ¿Te gusta Emiliano Salvador?
– ¿Como para casarme con él?
– Ah, ¿así que también eres chistoso?
– Muchacha, yo trabajé en el circo haciendo el papel del payaso policía. La gente se divertía muchísimo cuando interrogaba al elefante.
– Bueno, serio, si te gusta el jazz podemos ir al Río Club. Ahora está el grupo de Emiliano Salvador. Yo siempre consigo una mesa.
– Todo por el jazz -admite el Conde y se dice que sí, que está muy bien aquello de comenzar en franca improvisación de instrumentos en medio de tanta vida pautada por algún gran maestro que apenas da márgenes para intentar cualquier variación.
Desde el carro la ciudad le parece más sosegada, más promisoria y hasta más limpia, aunque duda de la validez circunstancial de sus apreciaciones. No jodas, Conde, se dice, siempre tienes que dudar. Pero qué va a hacer: se siente feliz, conducido y tranquilo, seguro de que no va a morir en un vulgar accidente de tránsito y ni Lissette, ni Pupy, ni el derrumbe de Caridad Delgado, las impertinencias de Fa-bricio o los reproches de Candito el Rojo significan mucho en aquel tránsito indetenible hacia la música, hacia la noche, y -está más que seguro- hacia el amor.