– A veces sí, a veces no. Depende de las cuentas que saquemos mi conciencia y yo.
– ¿Y ya investigaste quién soy yo?
– Confío en mi olfato de policía y en las evidencias visibles: una mujer.
– ¿Y qué más?
– ¿Tiene que haber más? -pregunta y vuelve a beber. La mira porque no se cansa de mirarla y entonces, muy lentamente, desliza su mano sobre la mesa húmeda y atrapa una de las manos de ella.
– Mario, yo creo que no soy lo que tú piensas.
– ¿Estás segura? ¿Por qué no me cuentas quién eres tú para saber con quién ando?
– Yo no sé hacer historias. Ni siquiera biografías. Yo soy…, bueno, sí, una mujer. Y tú, ¿por qué querías ser escritor?
– No sé, un día descubrí que pocas cosas podían ser tan hermosas como contar historias y que las gentes las leyeran y supieran que yo las había escrito. Creo que por vanidad, ¿no? Después, cuando comprendí que era muy difícil, que escribir es algo casi sagrado y además doloroso, creí que debía ser escritor porque yo mismo necesitaba serlo, por mí mismo y para mí mismo, y si acaso para una mujer y un par de amigos.
– ¿Y ahora?
– Ahora no lo sé muy bien. Cada vez voy sabiendo menos cosas.
Termina el silencio. En el pequeño escenario los instrumentos todavía descansan, pero de la cabina de audio empieza a brotar música grabada. Una guitarra y un órgano que arman un matrimonio joven, todavía muy bien llevado. El Conde no identifica la voz ni la melodía, aunque le parece conocida.
– ¿Quién es?
– George Benson y Jack McDuff. O debería decir al revés: Jack McDuff primero. El fue el que enseñó a Benson todo lo que podía sacarle a la guitarra. Es el primer disco de Benson, pero sigue siendo el mejor.
– ¿Y cómo tú sabes todas esas cosas?
– Me gusta el jazz. Igual que tú sabes la vida y milagros del septeto de los hermanos Glass.
El Conde descubre entonces que sobre la pista de madera varias parejas se han decidido a bailar. La música de McDuff y Benson es una incitación demasiado evidente y él siente que tiene tanto ron en las venas como para atreverse.
– Vamos -le dice, ya de pie.
Ella vuelve a sonreír y pone orden y concierto en su pelo antes de levantarse y soltar las alas floreadas de su amplísimo vestido. Es la música, es el baile y es el primero de los besos de una noche hecha para besar. El Conde descubre que la saliva de Karina tiene un gusto de mangos frescos que desde hacía mucho tiempo no encontraba en ninguna mujer.
– Hacía años que no me sentía así -le confiesa entonces y la vuelve a besar.
– Eres un tipo raro, ¿no? Eres más triste que el carajo y eso me gusta. No sé, me parece que vas por el mundo pidiendo perdón por estar vivo. No entiendo cómo puedes ser policía.
– Ni yo tampoco. Creo que soy demasiado blando.
– Eso también me gusta -ella sonríe y él le acaricia el pelo, tratando de robarle con el tacto aquella suavidad que presiente en otra cabellera más íntima, oculta de momento. Ella deja correr el filo de sus uñas por la nuca del Conde, para que un temblor incontrolable se despeñe por la espalda del hombre. Y se besan, frotándose los labios.
– ¿Y, por cierto, qué número de zapatos tú usas?
– El cinco, ¿por qué?
– Porque no me puedo enamorar de mujeres que calcen menos del cuatro. Mis estatutos me lo prohíben.
Y la vuelve a besar, para encontrarse, por fin, con una lengua tibia y lenta que lo embiste y viola su espacio bucal con un esmero devastador. Y el Conde decide pedir su residencia: se hará ciudadano de la noche.
En mañanas así, el sonido del timbre siempre fue una agresión: ráfagas de ametralladora que penetran por el oído, dispuestas a macerar los restos adoloridos de la masa blanda que todavía flota entre las paredes del cráneo. La historia se repetía, siempre como tragedia, y el Conde logró estirar el brazo y atrapar, allá a lo lejos, la frialdad del auricular.
– Coño, Conde, menos mal, ayer te estuve llamando como hasta las dos de la mañana y tú perdido.
El Conde respiró y sintió que se moría de dolor de cabeza. Ni siquiera se atrevió a jurar en vano que ésa era la última, pero que la última vez.
– ¿Qué pasó, Manolo?
– ¿Que qué pasó? ¿Tú no querías a Pupy? Bueno, pues anoche durmió en la Central. ¿Qué tú crees que debo ordenarle como desayuno?
– ¿Qué hora es?
– Siete y veinte.
– Recógeme a las ocho. Y por si acaso trae una pala.
– ¿Una pala?
– Sí, para que me recojas -y colgó.
Tres duralginas, ducha, café, ducha, más café y un pensamiento: cómo me gusta esa mujer. Mientras las duralginas y el café hacían su efecto de poción mágica, el Conde pudo al fin pensar y se alegró de que ella le pidiera esperar un poco, porque con aquella borrachera emotiva que lo sorprendió al inicio de la segunda botella no hubiera sido capaz ni de zafarse los pantalones, como lo comprobó en plena madrugada cuando lo despertó una sed de dragón y descubrió que todavía estaba vestido. Y ahora, cuando se miró en el espejo, se alegró de que ella no lo viera así: las ojeras le caían como cascadas sucias y el color de sus ojos era de un anaranjado feroz. Además, parecía un poco más calvo que el día anterior y, aunque no fuera tan evidente, estaba convencido de que el hígado ya debía de llegarle a las rodillas.
– Ve suave, Manolo, por una vez en tu vida -le rogó el Conde a su subordinado cuando abordó el carro y se aplicó en la frente una capa de pomada china-. Dime qué pasó.
– Dime tú qué pasó: ¿te arrolló un tren o te dio el paludismo?
– Peor: bailé.
El sargento Manuel Palacios comprendió la extrema gravedad de su jefe y no pasó de los ochenta kilómetros por hora mientras le contaba:
– Bueno, el hombre apareció como a las diez de la noche. Ya yo estaba a punto de irme y dejar al Greco y a Crespo en la esquina del edificio, cuando llegó. Entró en la moto y lo fuimos a buscar al parqueo. Le pedimos la propiedad de la moto y nos quiso hacer un cuento. Entonces decidí ponerlo en remojo. Yo creo que ya debe de estar más blandito, ¿no? Ah, y dice el capitán Cicerón que lo veas. Que aunque la marihuana de casa de Lissette ya estaba adulterada por el agua, es más fuerte que la normal y que en el laboratorio piensan que no sea cubana: dicen que mexicana o nicaragüense. Que hace como un mes agarraron a dos tipos en Luyanó vendiendo unos cigarros y parece que es del mismo tipo.
– ¿Y de dónde la sacó esa gente?
– Ese es el lío, se la compraron a un tipo en El Vedado, pero por más señas que dieron el gallo no aparece. A lo mejor están tapando a alguien.
– Así que no es cubana…
El Conde se ajustó las gafas oscuras y encendió un cigarro. Debían hacerle un monumento al inventor de la duralgina. DE LOS BORRACHOS DEL MUNDO…, más o menos debía decir la leyenda en el memorial. Él le llevaría flores. Volvía a ser persona.
– ¿Nombre completo?
– Pedro Ordóñez Martell.
– ¿Edad?
– Veinticinco.
– ¿Centro de trabajo?
– No, no tengo.
– ¿Y de qué vives?
– Soy mecánico de motos.
– Ah, de motos… Mira, cuéntale al teniente lo de la Kawasaki, anda.
El Conde se separó de la puerta y avanzó hasta colocarse de frente a Pupy, dentro del ámbito calcinante de la potente lámpara. Manolo miró a su jefe y luego al muchacho.
– ¿Qué pasa, se te olvidó el cuento? -le preguntó Manolo, inclinándose hacia él y mirándolo a los ojos.
– Se la compré a un marino mercante. El me hizo un papel que se lo di anoche a él. El marino mercante se quedó en España.
– Pedro, eso es mentira.
– Oiga, sargento, no me diga más mentiroso. Eso, eso es una ofensa.
– Ah, sí, ¿y pensar que acá el teniente y que yo somos unos comemierdas qué cosa es?