– Yo no los he ofendido.
– Bueno, vamos a aceptarlo por ahora. ¿Qué me dices de la causa que te podemos abrir por venta ilícita? Me contaron que vendías cosas de la diplotienda y que ganaste muchísima plata.
– Oiga, eso hay que demostrarlo, porque yo no me robé nada, ni trafiqué nada, ni…
– ¿Y qué pasa ahora mismo si hacemos un buen registro en tu casa?
– ¿Por lo de la moto?
– ¿Y si aparecen algunos billeticos verdes, y unos ventiladores y cosas así, qué me vas a contar, que nacieron ahí?
Pupy miró al Conde como pidiéndole, quítame a éste de arriba, y el Conde pensó que debía complacerlo. El joven era una versión tardía y trasplantada de los Angeles del Infierno: el pelo largo, peinado al medio, le caía sobre los hombros de unjacket de cuero negro que era un insulto climático. Llevaba incluso botas altas, de doble cremallera, y un jean de montar, reforzado en las nalgas. Demasiadas películas habían pasado por aquellos ojos.
– Con su permiso, sargento, ¿puedo hacerle una pregunta a Pedro?
– Cómo no, teniente -dijo Manolo y se apoyó en el respaldo de la silla. El Conde apagó la lámpara pero siguió de pie, tras el buró. Esperó a que Pupy terminara de frotarse los ojos.
– Le gustan mucho las motos, ¿verdad?
– Sí, teniente, y la verdad, yo le sé un mundo a esos bichos.
– Hablando de cosas que sabe… ¿Qué sabe usted de Lissette Núñez Delgado?
Pupy abrió los ojos y en su mirada había toneladas de terror. La geografía equilibrada de su rostro de bonitillo asumido se resintió, como alterada por un terremoto. La boca trató de iniciar una protesta que no fructificaba, sacudida por un temblor que no lograba controlar. ¿Va a llorar?
– ¿Qué me dice, Pedro?
– ¿Pero qué es lo que quieren ustedes? Ahí sí que no, teniente, yo de eso sí que no sé nada, se lo juro por lo que usted quiera, se lo juro…
– Espérate, no jures todavía. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
– No sé, el lunes o el martes. Yo fui a recogerla al Pre porque ella me dijo que quería comprarse unos tenis de esos de suela ancha que yo tenía, que eran legales, legales de verdad, y fuimos a mi casa y se los probó y le servían, y entonces íbamos a la casa de ella a buscar el dinero y después yo me fui.
– ¿Cuánto le cobró por los tenis? -Nada.
– ¿Pero no los estaba vendiendo?
Pupy miró goloso el cigarro que el Conde había encendido.
– ¿Quieres uno?
– Se lo voy a agradecer.
El Conde le entregó la cajetilla y la fosforera y esperó a que Pupy encendiera el cigarro.
– A ver, ¿cómo es la historia de los tenis?
– Nada, teniente, es que, ella y yo, bueno, fuimos novios, eso usted lo sabe, y a la que fue novia de uno cuesta trabajo venderle algo.
– Así que se los regalaste, ¿verdad? ¿No se los habrás cambiado?
– ¿Cambiarlos?
– ¿Tuvieron relaciones sexuales ese día?
Pupy dudó, pensó rebelarse, aducir tal vez la intimidad de la cuestión, pero pareció pensarlo dos veces. -Sí.
– ¿Por eso fue que ella te llevó a su casa?
Pupy chupó ávidamente de su cigarro y el Conde pudo oír el levísimo crepitar de la hierba quemada. Movía ahora la cabeza, negando algo que no podía negar, y volvió a fumar antes de decir:
– Mire, teniente, yo no quiero pagar lo que no hice. Yo no sé quién mató a Lissette, ni en qué lío estaba ella metida, y aunque es feo lo que le voy a decir, se lo voy a decir, porque yo no voy a pagar de zonzo los platos rotos. Lissette era un cohete, eso mismo, un cohete, y yo estaba con ella así, por pasar el tiempo, pero nada serio, porque sabía que me la dejaba en los callos en cualquier momento, como hizo cuando conoció a un mexicano ahí que parecía un tamal mal envuelto, un tal Mauricio, creo que se llamaba. Pero es que ella era una fiera en la cama. Pero una fiera de verdad, y a mí me gustaba acostarme con ella, para serle franco, y ella era una cabrona y lo sabía y me tumbó los tenis con esa onda.
– ¿Y tú dices que eso fue el lunes o el martes?
– Creo que fue el lunes, sí, que ella terminaba temprano. Eso lo pueden averiguar.
– A Lissette la mataron el martes. ¿Tú no la volviste a ver?
– Por mi madre que no. Se lo juro, teniente.
– ¿De dónde sacó Lissette al novio mexicano? Mauricio se llamaba, ¿no?
– No sé bien esa historia, teniente, creo que lo conoció en Coppelia, o por ahí. El tipo estaba de turista y ella lo enganchó. Pero hace ya un tiempo de eso.
– ¿Y quién era el novio de ella ahora?
– Bueno, teniente, vaya usted a saber. Yo casi no la veía ya, tengo otra novia, una pepilla ahí…
– Pero ella andaba con un hombre de unos cuarenta, cuarenta y pico de años, ¿no es verdad?
– Ah, pero no era el novio -y por fin Pupy sonrió-. Eso era otro vacilón de ella. Cuando yo le digo que era un cohete.
– ¿Y quién era ese hombre, Pedro, usted lo conocía?
– Claro que sí, teniente, el director del Pre. ¿Pero ustedes no lo sabían?
– Vengo a tomar café -anunció el Conde, y el Gordo Contreras sonrió desde su butaca a prueba de cargas pesadas.
– El Conde, el Conde, mi amigo el Conde. Así que café, ¿no? -dijo y, aunque parecía imposible, puso en pie su tremenda anatomía de cachalote terrestre, mientras extendía la mano derecha con el propósito alegremente malvado de descoyuntarle los dedos al Conde. ¿Y no se sabrá otro juegui-to menos pesado? El teniente sacó fuerzas de su masoquismo y se dejó torturar por el capitán Jesús Contreras, jefe del Departamento de Tráfico de Divisas.
– Coño, Gordo, suelta ya.
– Hacía días que no venías por aquí, mi amigo.
– Pero te extrañé mucho. Fíjate que te escribí dos cartas. ¿No te llegaron? Es verdad lo que dice la gente, que el correo es una mierda.
– No jodas, Conde, ¿qué te hace falta?
– Ya te lo dije, Gordo, café. Además, vengo a hacerte un regalo, envuelto en papel de celofán. Para que veas que tú no eres el único aquí que hace regalitos.
Entonces el Gordo rió. Era un espectáculo único en la tierra: su papada, su barriga, sus tetas de obeso transgresor de los límites de las trescientas libras, se pusieron a bailar al ritmo de sus carcajadas, como si la carne y la grasa estuviesen mal atadas a la remota osamenta que debía sustentarla, y fuera posible asistir a unstreap-tease total que descubriera la identidad oculta de un esqueleto cubierto por tres quintales de carne y cebo. Viéndolo reír, el Conde siempre pensaba en la extraña y predestinada relación que encontraba entre el apellido del Gordo y su figura: sencillamente era Contreras, redondo, rollizo, voluminoso y espeso.
– Oye, Conde, desde que cumplí siete años no me regalan nada. Mierda, si acaso.
– ¿Pero tienes o no tienes café?
Contreras iba a recuperar la risa, pero se detuvo.
– Para los amigos siempre tengo. Y todavía está caliente.
Rodó, más que caminó, hacia la gaveta del buró y extrajo un vaso mediado de café.
– Pero no te lo tomes todo, acuérdate que ya no tengo cuota.
El Conde bebió un sorbo más que generoso y vio una alarmante desesperación en la mirada crítica del Gordo. Era el mejor café que se tomaba en la Central, especialmente enviado al capitán Contreras de las reservas estratégicas del mayor Rangel. Antes de devolver el vaso, el Conde volvió a beber.
– Oye, oye, está bueno ya. Mira eso… Bueno, a ver, ¿qué te pasa?
– Una moto Kawasaki de tres y medio que no se sabe de dónde salió, compras en la diplotienda y casi seguro tráfico de divisas. Un encanto. Lo tengo en mi cubículo y está tan maduro que se cae de la mata. Te lo regalo con la condición de que me lo conserves porque todavía no he terminado con él. ¿Te gusta?
– Me gusta -admitió el Gordo Contreras y ya no se pudo contener: soltó las amarras de sus carcajadas y el Conde pensó que un día iba a rajar las paredes del edificio.