– Entra, dale, entra -tronó la voz cuando el Conde puso la mano sobre el picaporte. Me olfatea este cabrón, pensó el teniente y empujó la puerta por el cristal nevado. El mayor Antonio Rangel se balanceaba con abulia en su silla giratoria y, contra lo que imaginaba el teniente, había cierta placidez en su rostro. El Conde olió: flotaba en el ambiente perfume de tabaco fino, joven pero bien curado. El Conde miró: sobre el cenicero descansaba en ese momento una breva larga y aceitunada.
– ¿Qué cosa es?
– Un Davidoff 5000, ¿qué iba a ser?
– Me alegro por ti.
– Y yo por ti. -El mayor detuvo el balanceo y recuperó el habano. Lo chupó como si fuera ambrosía-. Ya ves, estoy de buena… ¿Dónde coño tú estabas metido? ¿Ahora eres policía por cuenta propia? ¿Tú no sabes que yo estoy aquí para algo?
El Conde se sentó frente al mayor y trató de sonreír. Rangel necesitaba saber cada paso de cada investigación de cada subordinado, sobre todo si el subordinado se llamaba Mario Conde. Aunque confiaba en la capacidad del teniente más que en la suya propia, el mayor le tenía miedo. Sabía de todas las patas que cojeaba el Conde y trataba de mantenerlo atado lo más corto posible. Ahora al Conde se le ocurrían un par de chistes y pensó que podía intentarlo al menos con uno:
– Mayor, vengo a pedirle la baja.
El Viejo lo miró un instante y, sin inmutarse, devolvió el tabaco al cenicero.
– Menos mal que era eso -dijo y bostezó, sosegadamente-. Baja a personal y dile que te llenen los papeles, que yo los firmo. Me alegro por mi hipertensión. Por fin voy a trabajar tranquilo…
El Conde sonrió, defraudado.
– Coño, Viejo, ya ni se puede jugar contigo.
– ¡Nunca se ha podido! -rugió, más que habló, el Viejo. Si Dios hablara tendría la voz de este hombre-. Yo no sé cómo es que tú te atreves. Oye, Conde, de verdad, ¿alguna vez vas a decirme por qué carajo te metiste a policía?
– Esas preguntas sólo las respondo delante de mi abogado.
– Pues se van al carajo tú, el derecho romano y el Colegio de Abogados. ¿Qué pasa con el caso? Ya hoy es sábado.
El Conde encendió un cigarro y observó el cielo despejado que se veía por el ventanal de la oficina. ¿Nunca se verían las nubes desde aquella ventana?
– Va lento.
– Yo te pedí que fuera rápido.
– Pero va lento. Acabamos de interrogar a uno de los sospechosos, un tal Pupy, un bisnero que fue novio de la muchacha. Por ahora creo que no tiene nada que ver con la muerte de ella, tiene una coartada con demasiados testigos, pero nos confirmó dos cosas importantes que le dan otra música a esta rumba: que la profesora era un cohete, como él dice, más rápida sacando los «Coles» que Billy el Niño, y que tenía relaciones con el director del Pre, que ahora es el segundo sospechoso. Pero hay algo que no funciona muy bien en todo esto. Dice el forense que el último contacto sexual de la muchacha, poco antes de que la mataran, fue con un hombre joven, de alrededor de veinte años, y que tiene sangre del grupo O. Y Pupy tiene ese tipo de sangre… El director tiene unos cuarenta, y pudiera ser el que estuvo con ella unas cinco o seis horas antes. Pero si es verdad, como parece, que Pupy no la vio el martes por la noche porque andaba con un piquete de motociclistas por el Havana Club de Santa María, y entonces no fue el último que estuvo con ella, ¿quién fue? Y si no fue Pupy el que la mató, ¿quién fue? El director tiene papeletas en esa rifa, pero hay algo que no me cuadra: la fiesta de por la noche y la bebedera y la fumadera de marihuana. El director no es santo de mi devoción, pero tampoco parece de los que se entregan tan fácil. Aunque la pudieron matar después de la fiesta… ¿Qué tú crees, Viejo?
El mayor abandonó su silla y puso a funcionar su Davidoff. Aquel tabaco prodigioso era como un incensario que derramaba su humo fragante en cada exhalación del Viejo.
– Tráeme la grabación de Pupy, quiero oírla. ¿Por qué tú piensas que él no fue? ¿Ya comprobaste lo que te dijo?
– Mandé a Crespo y al Greco a verificarlo, pero estoy seguro. Me dio demasiados nombres como para ser un invento. Además, tengo el presentimiento de que no fue él…
– Mira, mira, me erizo de miedo cuando tú presientes algo. ¿Y el director, por qué no te gustó?
– No sé, tal vez por ser director. Es como si hubiera nacido para ser director, y no sé, eso no me gusta.
– Así que eso no te gusta… ¿Y tú dices que la muchacha era un poco loca? El informe…
– Era un informe, Viejo. ¿Nunca oíste decir que el papel aguanta cualquier cosa? No te imaginas todo lo que puede haber detrás de ese papel. Arribismo, oportunismo, hipocresía y quién sabe cuántas cosas más. Pero el papel dice que era un ejemplo de la juventud…
– Deja eso, deja eso, no me des clases de corte y costura que yo estoy en esto de antes que tú supieras limpiarte los mocos… Oye, te veo lento, Mario, ¿qué te pasa, chico?
El Conde apagó su cigarro en el cenicero antes de responder:
– No sé, Viejo, hay algo que me confunde en esta historia, el lío de esa marihuana que no se sabe de dónde salió, y estoy así, que no puedo concentrarme.
El gesto del mayor fue teatral y perfecto: se llevó las manos a la cabeza y miró hacia el techo, buscando quizás la misericordia del cielo.
– Éramos pocos y parió mi abuela. Ahora sí te doy la baja. ¿Así que es un problema de concentración, como tú dices?
– Pero me siento bien, Viejo.
– ¿Con esa cara de mierda…? Mario, Mario, acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, por lo que más tú quieras. No saques el pie del plato, porque yo mismo te lo voy a tener que cortar.
– ¿Pero qué es lo que pasa, Viejo?, ¿cuál es el lío?
– Ya te dije que no lo sé, pero lo puedo oler: hay candela. Hay una investigación en el ambiente que viene de muy arriba. No sé qué pasa ni qué están buscando, pero es algo gordo y creo que van a caer unas cuantas cabezas, porque la cosa va en serio. Y no me preguntes más… Oye, ¿tú sabes que recibí ayer un paquetico y una carta de mi hija? Parece que después de todo le va bien con su austríaco ecologista. Viven en Viena, ¿te lo dije, no?
– Me encantaría vivir en Viena. A lo mejor me dedicaba a dirigir el coro de niñas cantoras. Niñas de veinte años… ¿Hay policías en Viena?
– En la carta me contaba que había ido a Ginebra con el marido, a una de esas reuniones sobre las ballenas, y sabes dónde estuvo: en la tienda de tabacos de Zino Davidoff.
Dice que es un lugar precioso y me compró una petaquita con cinco habanos… Pero no te imaginas cómo la extraño, Mario. No sé por qué esa chiquilla tuvo que irse de aquí.
– Porque se enamoró, Viejo, ¿qué más tú quieres? Mira, yo también estoy enamorado y si ella me dice que nos vayamos para Nueva Orleans, pues me voy con ella.
– ¿Nueva Orleans? ¿Estás enamorado? ¿Y esa descarga?
– Nada, para oír blues, soul, jazz y esas cosas.
– Mario, vete, dale, vete, no te resisto. Pero te doy cuarenta y ocho horas para que me entregues el paquete. Si no, mejor ni vengas a cobrar este mes.
El Conde se levantó y miró a su jefe. Se atrevió de nuevo:
– No importa: el amor alimenta… -sentenció el Conde y se dirigió hacia la puerta.
– Ya te morirás de hambre… Oye, por cierto, ¿supiste lo de Jorrín? Le dio una sirimba el miércoles por la noche. Una cosa rarísima, dicen que fue como un preinfarto. Ayer lo fui a ver y me preguntó por ti. Está en el Clínico de 26. Oye, Mario, creo que se acabó Jorrín como policía.
El Conde pensó en el capitán Jorrín, el viejo lobo de la Central. Y recordó que nunca, en diez años, se habían visto fuera de las paredes de aquel edificio. Siempre le prometía ir a visitarlo algún día, sentarse una tarde a tomar un café, unos tragos de ron, hablar de lo que suele hablar la gente, y al final nunca cumplía su promesa. ¿Eran amigos? Una sensación de culpa irremediable lo envolvía, cuando le dijo a su jefe: