– Viejo, qué mierda, ¿no? -Y salió, dejando a su jefe envuelto en una nube de humo azul y fragante de Davidoff 5000, Gran Corona, de 14,2 cm, cosecha de Vueltabajo, 1988, expedido en Ginebra en la tienda del mismísimo zar: Zino Davidoff.
Hay gentes que tienen más suerte y viven confiados de esa suerte que Dios o el diablo les dio. Yo no, yo soy un desastre, y lo peor es que insisto, a veces me la juego y miren, ya se jodio todo. ¿Qué va a pasar ahora? Sí, es verdad. Yo pensé llamarlo y decírselo, pero no me atreví. Tuve miedo: miedo de que ustedes me relacionaran con lo que pasó, miedo de que mi mujer se enterara, miedo de que se supiera en el Pre y me perdieran el respeto… No me da ninguna pena decirlo: tengo miedo. Pero yo no tuve nada que ver con lo que pasó. ¿Cómo iba yo a hacerle algo así? Ella me tenía loco y hasta pensé hablar con mi mujer y decírselo, pero Lissette no quiso, me dijo que era muy pronto, no quería nada formal, que era muy joven. Un desastre. No, hace dos meses nada más. Cuando estuvimos en la Escuela al Campo. Ustedes saben que ahí es distinto, no hay la formalidad que existe en la escuela y casi empezó como un juego, ella todavía era novia de Pupy, el de la moto, y yo pensé que no podía ser, que eran ilusiones de viejo verde, pero cuando regresamos a La Habana, un día que terminamos como a las siete en una reunión, le dije que si me invitaba a tomar café y así empezó todo. Pero nadie lo sabía, estoy seguro. ¿Ustedes creen que yo podía hacerle algo así a ella? Creo que Lissette fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, me dio ganas de vivir, de hacer una locura, de dejarlo todo, hasta de olvidarme de la suerte, porque ella podía ser la suerte… ¿Por celos? ¿Qué celos? Ella se había peleado con Pupy, me juró que ya no quedaba nada, y cuando uno tiene cuarenta y seis años y eso se lo dice una mujer veinte años más joven, no queda más remedio que creerle o irse a la casa a arreglar el patio y dedicarse a criar pollos… Ese día yo iba a ir verla más temprano, pero esto es un infierno, si no es Juan es Pedro, y si no es el Partido es el Municipio, y salí de aquí como a las seis y media. Estuve en la casa de ella como una hora y pico, no más, porque llegué a mi casa cuando empezaba la novela de las ocho y media… Bueno, sí, tuvimos relaciones sexuales, es lógico, ¿no? ¿Tipo A positivo? Sí, ¿cómo ustedes lo saben? Bueno, lo saben todo, ¿no? Sí, sí, estuve toda la noche en mi casa, iba a preparar un informe para el día siguiente, por eso fue que salí tarde del Pre ese día. Sí, estaba mi mujer y uno de los muchachos, el más chiquito, el otro tiene dieciséis años y sale casi todas las noches, ya tiene novia. Sí, mi esposa lo puede confirmar, pero, por favor, ¿es necesario? ¿Ustedes no me creen? Sí, es el trabajo de ustedes, pero yo soy una persona, no una pista… ¿Qué quieren, que el mundo me caiga arriba? ¿Por quién se lo tengo que jurar? No, ella no tenía a más nadie, eso yo lo sé, tiene que ser que la violaran, porque la violaron, ¿no? ¿No la violaron y la mataron después? ¿Por qué me obligan a hablar de esto, coño?, si esto es como un castigo por haberme creído que todavía era posible sentirme vivo, vivo como ella… Tengo miedo… Sí, es un buen alumno, ¿pasa algo con él? Menos mal. Sí, en la secretaría le dan la dirección… ¿Pero qué va a pasar ahora? ¿A mi esposa? Si yo tuviera suerte…
El olor de los hospitales es un vaho doloroso: éter, anestesias, aerosoles, alcohol intragable… Entrar en un hospital era una de las pruebas que el Conde nunca hubiera querido volver a pasar. Los meses en que noche a noche vigiló el sueño adolorido del Flaco, cuando fue más flaco que nunca, bocabajo en una cama, con la espalda destruida y las piernas ya inservibles y aquel color de vidrio sucio en los ojos, le habían instalado para siempre en la memoria el olor inconfundible del sufrimiento. Dos operaciones en dos meses, todas las esperanzas perdidas en dos meses, toda la vida cambiada en dos meses: un sillón de ruedas y una parálisis progresiva como una mecha encendida que avanzaba y se iba tragando nervios y músculos, hasta el día en que le tocara al corazón y lo calcinara definitivamente. Y allí estaba otra vez el olor de los hospitales, recuperado mientras caminaba por el vestíbulo desierto a aquella hora de la tarde y, sin hablar, casi restregaba la credencial policiaca en los ojos del custodio que se les interpuso frente al elevador.
En el pasillo del tercer piso buscaron una señal de orientación. La 3-48 debía de quedar a la izquierda, según, el cartel que descubrió el sargento Manuel Palacios, y avanzaron, descontando cubículos de números pares.
El Conde asomó la cabeza y vio, sobre una cama Fowler con la cabecera levantada, el rostro sin afeitar del capitán Jorrín. A su lado, en el sillón indispensable, una mujer de unos cincuenta años y gesto cansado detuvo el leve balanceo y los interrogó con los ojos. La mujer se levantó y avanzó hacia el pasillo.
– Teniente Mario Conde y sargento Manuel Palacios -dijo el Conde, a modo de presentación-. Somos compañeros del capitán.
– Milagros, yo soy Milagros, la esposa…
– ¿Cómo está? -preguntó Manolo, asomando otra vez la cabeza.
– Está mejor. Lo tienen sedado para que duerma -y miró el reloj-. Lo voy a despertar, a las tres le toca la medicina.
El Conde fue a detenerla, pero ya la mujer avanzaba hacia el durmiente y le susurraba algo mientras le acariciaba la frente. Los ojos de Jorrín se abrieron con una mansedumbre forzada y con el movimiento de los párpados inició el esbozo de una sonrisa.
– El Conde -dijo y levantó un brazo, para estrechar la mano del teniente-. ¿Qué tal, sargento? -saludó también a Manolo.
– Maestro, ¿cómo se le ocurrió hacer esto? Creo que lo van a juzgar por desacato y después van a clausurar la Central -sonrió el Conde y obligó a que el capitán Jorrín lo correspondiera.
– Nada, Conde, hasta los carros viejos se rompen.
– Pero son tan buenos que con cualquier pieza vuelven a caminar.
– ¿Tú crees?
– Dígame cómo se siente.
– Extraño. Con sueño. Por las noches tengo pesadillas…¿Tú sabes que ésta es la primera vez en mi vida que duermo después de almuerzo?
– Es verdad -dijo la mujer, y volvió a acariciarle la frente-. Pero yo le digo que ahora tiene que cuidarse. ¿No es así, teniente?
– Claro que sí -aceptó el Conde y sintió todo el ridículo de la frase hecha: sabía que Jorrín no quería cuidarse, sólo deseaba levantarse y volver a la Central, y salir a la calle y sufrir, y buscar, y cazar hijos de puta, ladrones, asesinos, violadores, estafadores, porque aquello, y no dormir al mediodía, era lo único que sabía hacer en su vida, y además lo hacía bien. El resto era una muerte, más o menos lenta, pero igual la muerte.
– ¿Cómo te va, Conde? ¿Otra vez andas con este loco?
– Qué remedio, maestro. Debería dejarlo aquí y llevármelo a usted. A ver si operan a éste y lo vuelven persona…
– Me extrañaba que no hubieras venido.
– Me acabo de enterar hace un rato. Me lo dijo el Viejo. Es que estoy enredado.
– ¿Qué estás haciendo?
– Nada, una bobería. Un robo normal.
– El no puede hablar mucho -dijo entonces la mujer, que ahora había tomado una de las manos del capitán. Sobre la mano se veía la marca que habían dejado el esparadrapo y la aguja de un suero. Jorrín derrotado. Increíble, se dijo el Conde.
– No se preocupe, ya nos vamos. ¿Cuándo lo botan de aquí, maestro?
– No sé todavía. En tres o cuatro días. Dejé un caso pendiente y quiero ver…
– Pero no se preocupe ahora por eso. Alguien lo va a trabajar. No tan bien como usted, pero alguien lo trabaja. Mire, nosotros venimos mañana. A lo mejor tengo que consultarle algo.
– Que se mejore, capitán -dijo Manolo y le estrechó la mano.